Alfonsa de la Torre
Ildefonsa Teodora de la Torre y Rojas (Cuéllar, 4 de abril de 1915 - Cuéllar, 19 de abril de 1993), más conocida como Alfonsa de la Torre, fue una poeta, ensayista y dramaturga española perteneciente a la denominada Generación del 36. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía en 1951 por su obra Oratorio de San Bernardino, uno de sus trabajos más reconocidos.
Su obra está caracterizada por un claro misticismo y sobre todo feminismo, corrientes contrarias a la época en que vivió, por lo que ha sido considerada una mujer adelantada a su tiempo. Además de poeta y dramaturga, fue profesora universitaria e investigadora del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y de varias fundaciones nacionales e internacionales.
Infancia en La Charca
Nació en la villa segoviana de Cuéllar el 4 de abril de 1915 en el seno de una familia nobiliaria acomodada. Su padre, Juan José de la Torre y Arocena, fue un médico especializado en enfermedades cutáneas, de familia oriunda de Cuenca y de larga trayectoria política en los partidos liberales y republicanos, en la que destacó su tío Mariano de la Torre Ajero, que fue alcalde de la ciudad de Segovia. Su madre, Laura de Rojas y Velázquez, procedía de las más importantes familias aristocráticas de Cuéllar, contando entre sus ascendientes a los descubridores Gabriel de Rojas o Diego Velázquez de Cuéllar, de quienes habían heredado una gran fortuna compuesta entre otros bienes por el palacio de Pedro I el Cruel.
Desde los tres a los seis años sufrió una enfermedad por la que perdió temporalmente la visión, y para su recuperación se trasladaron a la finca familiar, denominada La Charca y situada a las afueras de la villa. La finca estaba presidida por una gran casa de estilo modernista, y rodeada de un extenso terreno en el que el padre de la familia, gran coleccionista, almacenaba una amplia variedad de plantas y animales exóticos, desde pavos reales hasta tigres. Allí ya comenzó a dictar poemas a su madre para que los recogiese en papel, formando un conjunto que posteriormente denominó Lekitos de una adolescente en el paraíso y que no consiguió publicar tras varios intentos.
Una vez recuperada, comenzó sus estudios en el Colegio de la Divina Pastora, donde formó un grupo de teatro y aprendió baile flamenco. Posteriormente se trasladó a Segovia para cursar el bachillerato en el Colegio de San José, donde tuvo por compañeros a Dionisio Ridruejo y Luis Felipe de Peñalosa.
Etapa de formación
Al finalizar sus estudios básicos en Segovia, se trasladó a Valladolid y posteriormente a Madrid para cursar estudios de cultura y lengua italiana. En 1934 recibió un duro golpe al fallecer su hermano pequeño, de tan sólo 10 años, hecho por el que regresó a Cuéllar, visita que repitió durante las vacaciones de 1936 donde le sorprendió el inicio de la Guerra Civil Española. En su villa natal pasó los primeros años de la guerra, hasta que recibió de su círculo de amigos la noticia de la publicación de la novela Nada, de Carmen Laforet, lo que la animó a regresar a Madrid y continuar sus estudios.
Se licenció en Filología Románica por la Universidad Complutense de Madrid, habiendo sido compañera de aulas de Carmen Conde, Josefina Romo y Diana Ramírez de Arellano, y alumna de Dámaso Alonso, Pedro Salinas y Joaquín de Entrambasaguas. Se doctoró finalmente en 1944 con premio extraordinario y el tema elegido para su tesis fue la obra de la escritora extremeña Carolina Coronado. Ese mismo año se trasladó a Portugal estudiando en Lisboa y Coímbra lengua y literatura portuguesa hasta 1945, que regresó para impartir clases en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid en la especialidad de Filología Románica.
Décadas prolíferas: su obra
Última etapa de su vida
Durante la última etapa de su vida residió en Cuéllar, recluida junto a Juanita en su finca de La Charca. Gracias a la considerable herencia con la que contaba Alfonsa, ambas se dedicaron exclusivamente a la cultura, instruyéndose en la pintura europea y leyendo, para lo cual contaban con una biblioteca personal de más de 6.000 volúmenes. Siguió manteniendo contacto con sus amigos del terreno artístico y literario, entre los que destacaron Juan Ramón Jiménez y León Felipe, quienes a través de la correspondencia mantuvieron a la pareja al tanto de la vida cultural del país.
Fue una persona de gran misticismo, como manifestó en su obra. Creía en la reencarnación, y consideraba haber sido en otra vida profesora en la Escuela de Alejandría, y se recordaba así misma estudiando en su famosa biblioteca, e incluso haber presenciado la entrada de Alejandro Magno en la ciudad. El relato de este tipo de historias en su círculo llevó a su amiga Menchu Gal a retratarla con el atuendo egipcio. Sus últimos años los vivió casi obsesionada con el tarot y las ciencias ocultas, y su casa estaba repleta de objetos esotéricos. Entre sus predicciones más llamativas, se encuentra el vaticinio de la gran nevada que se registró el día de su muerte, ocurrida el 19 de abril de 1993, después de haber iniciado los trámites para instaurar en su palacio de Pedro I una fundación que llevara su nombre y guardara su obra y colección de arte, que finalmente no llegó a realizarse.
Obra
Tildada su poesía por algunos críticos de minoritaria y erudita no lo es en manera alguna por ningún snobismo a ultranza o por cualquier amañado hermetismo. Enraizada en las corrientes más vivas de la lírica popular y de la observación directa de las gentes, no encaja, a pesar de todo, en ninguno de los ismos de moda, ni se aviene con ninguna bandera, debido a un auticismo demasiado diferenciado. Su dificultad y rareza provienen, tal vez, de una vasta, heteróclita cultura de la que su saber decir no puede desprenderse en ningún momento, de un empleo libérrimo, casi salvaje, tanto de métrica y de rima, como de vocabulario, características todas ellas que la empujan a conseguir en cada nuevo intento, revolucionarias innovaciones, audaces logros, no sospechados hasta ahora en la creación poética.
Varios intelectuales de la época alavaron su obra, como Gregorio Marañón, que aseguró que muchos de los versos de Alfonsa nunca los olvidaría; un gran poeta, académico y crítico literario, Gerardo Diego, la denominó en el diario ABC como "Ardiente y sublimada doctora de nuestra mejor poesía" y Francisco Javier Martín Abril en un artículo sobre Santa Teresa: "Si a mí me preguntasen por una poetisa española de hoy, yo contestaría Alfonsa de la Torre. Si a mí me preguntasen por una poetisa española de ayer, Teresa de Jesús, Santa Teresa".
Recibió el Premio Nacional de Literatura en 1951. Quienes entonces iniciaban su aventura artística y literaria en Segovia, recitaban de memoria los versos de Alfonsa.
Poesía
Publicó diversas obras de poesía:
Egloga (Madrid, 1943, Editorial Hispánica) inspiró su primera obra en los parajes de su tierra: los chopos del Cerquilla, la campana del monasterio de Santa Clara, la iglesia de Santa María de la Cuesta, y otros. Fue recibida por la crítica con admiración y entusiasmo.
Maya (1944), poema lírico religioso dedicado a la Virgen.
Oda a la reina de Irán (Madrid, 1948), poema compuesto en alabanza a la reina Fawzia de Egipto.
Canción de la muchacha que caminaba a través del viento (Madrid, 1949), largo poema que al año siguiente fue incorporado al libro Oratorio de San Bernardino.
Oratorio de San Bernardino (Madrid, 1950), obra que compone en una de sus estancias en Italia, tierra que adoraba. La crítica, no solo la de España, la proclama una de las voces más importantes del momento y las muestras de reconocimiento hacia su obra son numerosas. María Romano Colangeli la dedica un estudio laudatorio por título “Irrumpieron los ángeles”. Fue calificada por el poeta Adriano del Valle como "el más importante libro de poemas aparecido en los últimos cincuenta años". Su lectura hizo exclamar al doctor Gregorio Marañón "Extraordinario Oratorio ¡Qué magnífica, profunda y delicada poesía! Muchos de estos versos ya no se me olvidarán, mientras viva". Esta obra la mereció el Premio Nacional de Literatura del año 1951.
Epitalamio a Fabiola (1960), poema que ofrece a Fabiola de Mora y Aragón como regalo de esponsales con Balduino I de Bélgica.
Letanía y Ronda de las Sorores Mysticas ante el Horno Alquímico, libro en el que demuestra que su poesía nacía de la naturaleza, de su tierra de Cuéllar, tierra que utiliza como plataforma para una poesía de elevación y de "salida de sí misma", entrando en el mundo esotérico rozando lo alquímico.
Plazuela de las obediencias (Madrid, 1969), con este libro pone fin a sus publicaciones poéticas, recibiendo parejos elogios que los anteriores.
Celdas para aparcar azucenas azules (Madrid, 1973), cuento galardonado con el Premio "Hucha de Plata" en el VIII Concurso de cuentos "Hucha de Oro" patrocinado por la Confederación de Cajas de Ahorros, publicado en el libro La Vuelta y 19 cuentos más. Depósito Legal: B 934 1974, ISBN 84-7231-122-8.
Otros géneros
Se atrevió con el teatro, escribiendo La Desenterrada, pieza que comienza a ensayarse en el María Guerrero de Madrid pero el exceso de originalidad y atrevimiento, para aquellos años, aconsejan su suspensión.
También publicó un estudio: El habla de Cuéllar (1951) BRAE, vol. 31; donde analiza con detenimiento las peculiaridades en el habla que tienen los habitantes de Cuéllar, manifestando que su vocabulario es rico y vario y que muchas palabras no han sido recogidas por los lingüistas. Según ella hay influencia leonesa, mozárabe y algunos americanismos, importación quizá de los cuellaranos que pasaron a América durante su descubrimiento y posterior colonización, como pueden ser los vocablos quinchar, quinchón...
Humanista, culta e inquieta, tocó otros géneros literarios con éxito; el ensayo, entre los que destacan el brillante trabajo antes citado, y ampliado después, sobre Carolina Coronado, y otro – no menos exhaustivo - sobre la pintora portuguesa Josefa de Óbidos (Josefa de Ayala), con ayuda de la Fundación Gulbenkian, lo que origina el traslado durante años, de su residencia a Lisboa.
“Y Dios me repetía
que ese nombre era el mío
que me llamaba Alondra,
pero yo bien sabía que me llamaba Alfonsa...”.
(Alfonsa de la Torre)
Canción de la muchacha
que caminaba a través del viento
Miradme, soy de barro,
mi base es media esfera
dos alas me sostienen
erguidas en el aire:
las puntas de mi velo.
Pudiera ser tanagra,
la gracia me circunda,
con los brazos cruzados
y el pelo en breve moño
decoraría, acaso,
un hogar apacible
perdido entre la nieve.
Soy más que forma grata,
más que perfil en sombra:
un canto de promesa
que camina hacia el cielo.
Alguien hizo mi carne,
alfarero de espacios
perdido entre planetas
sin gesto y sin facciones.
El formó mi esqueleto
con las cañas cortadas
en pálidas orillas
y me surcó de ríos
azules y calientes
como un mapa de voces
y soplando en las ramas
de mi esqueleto blanco
donde anidaban aves,
encendióme esta hoguera
de suave movimiento.
Así noté la vida.
Así prendió mis alas.
En su taller lejano
de vasos quebradizos
fuí ánfora de sangre,
capullo de doncella
envuelta en linos tenues.
No recuerdo la aurora
en que abriendo su mano
me escapé de sus dedos,
paloma impetuosa
de un Noé sin riberas
sobre un mundo en naufragio.
Me esperaban las redes
de todos los caminos
tendidas en paisajes.
Me esperaban montañas
de deseos sin logro
mantenidas de espuma,
y ese panal difícil
del amor que nos tienta
y nos pierde en sus andas.
Y yo inicié mis pasos
limitada por nubes,
trascendida de helechos,
entre frescos rumores
de fuentes y cascadas.
Y salían gacelas
de poemas antiguos
a esconderse en mis pliegues,
y jacintos rizados
de idilios luminosos
requerían mi talle.
Mas yo andaba de prisa
como hoguera de monte
en noche solitaria,
perdiéndome en la fronda
como nube en el cielo
cuando el sol se despide.
«¡Aguarda!», me gritaban
los manzanos silvestres,
la avena estremecida,
oropéndolas suaves
de receles pintados
y perdices en celo.
«¡Aguarda! Los caminos
serán lagos de niebla,
las sendas serán dunas,
el destino, borrasca.»
No importa, soy de arcilla,
de barro son mis ojos;
no transparentan miedo,
no transparentan frío,
sólo filtran colores,
alas de mariposa.
De estrellas y paisajes
son espejos de agua;
en su lecho de vidrio
yacen adormecidas
las bellezas más puras.
¡Qué alegría de triunfo
mis contornos perfila!
¡Qué soledad sin tiempo
los dioses no gustaron!
Atrás quedan los montes,
los hollados caminos,
el pan y la guadaña,
el tálamo y la esteva.
A travieso las lindes
de ensenadas radiantes
florecidas de trébol,
benditas de rocío;
pájaros me recuerdan
mi ingravidez de rosa
cuando me apresa el lazo
del hondero invisible.
¡Oh dolor! ¡Cómo aprietan
las venas estiradas!
¡Cómo hieren los hilos
afilados del aire
en la mimada pulpa!
Intento desasirme,
conquistar las espiras
concéntricas del viento.
Todo esfuerzo es amargo,
no conozco las leyes
que regulan la danza
de la araña en su tela,
Me entregaré al capricho
del bóreas implacable,
sufriré sus caricias,
cargaré con los odres
repletos de su nada.
Ya me cercan los galgos
ululantes del hielo,
me acosan sus mastines,
ánsares y palomas
de polvorientas plumas
hinchan mis velos puros.
¡Qué sensación de nave
encallada en escollos
languidece mis velas!
Soy acacia rendida
al huracán potente
que desgaja las ramas.
¡Si mis brazos cruzados
libraran ligaduras!
¡Si pudieran abrirse
en abrazo marino
hasta remar la brisa!
Serían los turbiones
cefirillos de espuma
jugando en mis cabellos,
y no iracundos potros,
no toros embriagados.
En mallas de coraje
me debato sin tino,
muerdo la tierra prieta,
arrastrándome busco
las guijas aceradas
que besará la luna.
Ya no encuentro mi fuego;
he perdido las llaves
del amor en la liza.
No acierto a enderezarme,
si levanto la frente
me ciega el coletazo
de la temida cobra.
He de sorber racimos
de escarcha en los pinares.
trenzar ramos de lluvia,
domesticar los cuarzos
del granizo en la noche.
¡Si lograra encenderme!
;Erguir la enredadera
de mi cuerpo tendido!
¡Florecer como yuca
en las noches de mayo
hecha tirso de velos!
La ciudad está cerca,
me llegan sus campanas;
coronas de colinas
apagarán el viento
y habrá tibiezas dulces;
habrá puertas y olores
de hogar y de membrillos
perfumando manteles
y sábanas de boda.
Llegaré a los umbrales
de las puertas abiertas
donde me esperan besos.
Cenaré en las bandejas
que guardarán mi imagen,
y dormiré en almohadas
de espumosos vellones
escuchando los caños
de las fuentes queridas,
las olvidadas horas.
He de llegar. El ansia
ahuyentará mi miedo,
será una mano fuerte
que arranque la impotencia,
un puente generoso
que del cepo me pase
a lograr mi destino.
Miradme, ya me yergo,
soy de frágil arcilla,
me romperé si caigo,
me anegaré si escucho
las voces que -me siguen.
Recupero mi ruta
con los brazos ceñidos.
Zumbidos de colmena
se adentran por las conchas
de mis oídos sordos.
No puedo detenerme,
he de andar contra el viento.
¡Qué oleaje me azota!
¡Qué látigo me ciñe
incoloro y constante!
Los árboles me miran
con sus raíces ciegas
proyectando en el suelo
movedizas distancias
de animales manchados.
¡Ser espiga en la noche,
junto a la acequia verde,
marta resbaladiza
entre cañas y juncos
o liebre infatigable,
pero no liebre eterna
mordida por el hielo,
sacudida de lluvia,
flagelada de escarcha
aullada por los canes
de este viento sin tregua!
Oratorio de San Bernardino.
(1949)
Irrumpieron los ángeles
Venían de las olas,
de las aguas primeras creadas con plegaria,
de los mares proféticos latiendo entre los montes,
de los ojos sagrados con pestañas de hierba.
Venían de las ondas morosas sin rüido,
de las blancas corrientes de leches estelares,
de los fondos profundos de líquidas esencias,
de los abismos bíblicos donde callan las voces.
Venían de los líquenes de espuma nacarada,
de los esbeltos iris sin raíces de tierra,
de las alas de cisne no holladas por el aire,
de las diáfanas linfas sin sorpresa de riscos.
Venían de las claras cortinas de la lluvia,
de las áureas cascadas iluminando árboles,
de metales y hogueras, de resinas ardiendo,
de sahumerios perdidos ofrendados a dioses.
Venían de las gemas y del cristal de roca
y eran igual que flores con carne de diamante,
eran igual que estrellas con ojos de berilo,
frágiles e intocables rosáceas de los hielos.
Salían de las fraguas de volcanes bullentes,
del cáliz de los cráteres abiertos como bocas;
semejantes a espadas, a hojas de oro fundidas,
echando por los labios la lava de sus coros.
Se deslizaban suaves u la par que las nubes,
ascendiendo muy alto como huecas calandrias,
fontanas y torrentes les servían de túnica
y eran sus trenzas frescos chorros de surtidores.
Chocaron contra el mármol teñido de crepúsculo,
chocaron contra el cielo sus voces y tiórbas
y eran los instrumentos en sus brazos amantes
dóciles bestezuelas gimiendo de ternura.
Se escaparon las brisas cautivas en zampoñas,
la luz de primavera tintineó en los sistros,
el telar de las arpas desplegó sus praderas
y las cuerdas soltaron los triálogos secretos.
Al temblor de las cañas huyeron los faisanes,
galoparon corceles al retumbar tambores,
todas las sensitivas quejumbres de las dalias
revelaron sus ecos al besarse los címbalos.
La gracia se volcaba por míticos paisajes
como una cabellera caía con desmayo,
como una cabellera por los hombres del bosque.
esmaltando de fuego las colinas seráficas.
Todos los elementos dejaron la materia,
cesaron en sus cargos al sentir el concierto;
ni nubes, ni metales, ni gemas, ni amapolas
irrumpieron los ángeles.
Oratorio de San Bernardino.
(1952)
Apparebit Repentina Dies
¡Qué cansado está el cielo de ser cielo!,
de ser azul y negro,
de ser claro,
de ser cielo,
qué cansado está el cielo
¡Qué cansadas las olas de ser olas!,
de ser olas inquietas,
de ser olas serenas,
de soñar siempre solas,
¡qué cansadas las olas de ser olas
¡Qué cansados los astros de ser astros!,
de ser brillantes astros,
de observar y alumbrar;
qué cansados los astros de ser castos,
de ser puros y altos,
qué cansados los astros!
¡Qué cansada la tierra de ser tierra!,
de ser monte y ser piedra,
de ser cieno y ser niebla,
de ser dura y ser tierna,
¡qué cansada la tierra!
¡Qué cansados los ríos de seguir siendo ríos!,
qué cansados los ríos de ser bellos.
de correr sin descanso,
de saber sus remansos;
qué cansados los ríos de sus fríos.
¡qué cansados los ríos!
¡Qué cansada la luna de ser luna!,
de ser pálida y una,
de velarse con bruma,
de enjoyarse de estrellas,
de rielar en los lagos y en las dunas.
¡qué cansada la luna de ser luna!
¡Qué cansadas las flores de ser flores,
de sus tonos y olores,
de sorprender amores,
de sugerir imágenes,
¡qué cansadas las flores de sus trajes!
¡Qué cansado está el tiempo de ser tiempo!,
de ser tiempo y ser tanto,
de ser tiempo y ser largo,
de ser tiempo y ser viejo,
¡qué cansado está el tiempo!
¡Qué cansados los días de ser días!,
de volver a ser días,
de ver morir las yemas,
de ver nacer espinas,
de amontonar cenizas,
de acostarse entre ruinas.
qué cansados los días de ser días!
¡Qué cansados los hombres de seguir siendo
hombres!,
de mirarse en espejos,
de saberse esqueletos,
de esperar a ser muertos,
de temerse deformes,
de matar y engendrar,
¡qué cansados los hombres de ser hombres!
¡Qué cansados los muertos de ser muertos!,
de ser polvo y ser muertos,
de ser amores muertos,
de ser recuerdos muertos,
de ser olvidos muertos,
(le llevar cuerpos muertos,
de aguardar sin luchar,
¡qué cansados los muertos de ser muertos!
¡Qué cansado está todo de ser nada!,
de soñar con ser algo y no ser nada,
qué cansado está todo de ser todo!
¡qué cansado está todo!
Y qué ansias de alba tiene el polvo.
qué ansias de ser alba,
qué ardores de ser oro tiene todo,
qué instinto de ser vidrio y de ser gracia,
de ser colmo en su Dios;
de ser en Dios del todo,'
de ser árbol y brisa y arroyo en Dios,
de ser en Dios arroyo,
de ser fuente y ser mar.
de ser de veras algo,
de ser de cierto en Dios arroyo y luna,
pájaro y hombre en Dios,
nubes y tiempo,
fuego y eternidad,
ser en Dios todo,
alma y amor en Dios.
ser al fin algo.
ser al fin algo en Dios,
ser al fin todo.
Oratorio de San Bernardino.
(1952)
Cancioncilla de la Maestra Herbera
Yo soy la pastora
de la zarzamora.
La sacerdotisa
de la yerbaluisa.
La que por antojo
se come el hinojo
y mezcla verbena
con la hierbabuena.
Yo soy la zagala
de la hierba mala:
con rito pagano
arrojo el aciano
en medio del fuego
y parto el espliego...
Y trenzo el lentisco
con el malvavisco.
Yo soy la doncella
de hierba centella:
provoco los celos,
hirviendo napelos
consigo mimosas
de las escabiosas
o desato llantos
con los amarantos.
¡Ay, la mejorana!
¿Quién ciega a la rana?
¿quién sangra al cuclillo?
Por el culantrillo
o por el cantueso
sé atraer el beso
de la adolescente
con nardo caliente.
Yo seré una lamia.
Sembraré la infamia,
urdiré el estrago
con sangre de drágo.
Seré la lobezna
de la lechetrezna
cebando medusas
con leche de aethusas.
Seré la sanguina
de lengua cervina,
fulva sanguisorba
que la vida sorba.
Hilaré con ruecas
de tibias resecas
la nácar lunára
de la dulcamara.
Yo soy la hechicera
de la enredadera,
de la serpentaria,
de la pasionaria,
de la cannabin
a y de la sabina.
¡Y del estramonio
y engaño al demonio!
Plazuela de las obediencias.
(1969)
Las olas, las horas...
«Omnes vulnerant ultima necat.»
Las horas...
Las olas...
las que en el mar
lentamente se
mecen con placidez
de corriente;
las ondas
que entre los peces
van y vienen
suavemente.
Las horas...
transparentes
como toronjas
de naranjas
orondas.
Alondras
que pían
entre las frondas
de los meses,
casi redondas
como hojas
que el árbol
de vida tejen,
con corolas
que van rozándonos
verdes,
al aire de gracia
tenues.
Las otras:
las que nos pierden,
hojas de metal
las cobras
que más muerden,
colas de escorpión
las ondas
que a distancia
cual pedradas
hieren.
Las olas...
las del mar,
con largas colas
de alga
y de sal;
caracolas
o barcarolas
con sus vaivenes
y sus columpios
de desdenes;
con sus idas
y venidas,
sus bajadas
y subidas,
blancos bueyes
de acometida
con cornadas
de recaída.
Las horas...
las que nos doran:
las opulentas Pomonas,
las que se desgranan
en las eras
como semillas
de hermosas
sementeras;
las hormiguitas
de las grandes
Eras
de la Historia,
las del cuerno
de Amaltea,
las polícromas
y prolíferas
diosas
Floras.
Las Horas
que nos sostienen
amorosas
como a Afrodita
cuando sale
de las olas,
al emerger
de los sueños
alentando
cada empeño.
Las horas
que más nos quieren
al empaparnos
de mieles,
al festejarnos
de esquilas,
al coronarnos
las sienes
de siemprevivas
y de lises
y aureolas...
Las horas
que más prometen
cuando el alma
se enamora,
las que en un fanal
nos meten
forjándonos
a deshora
largos mantos
de esperanza
con oro
de sus esporas.
Las otras.
Las que se temen,
las que comprometen
a solas,
en esquifes
o arrecifes,
sobre acantilados
desolados,
o en istmos
con seísmos
en medio
de oscurantismos
sin posibles cabriolas...
Las horas
que nos delatan
cuando nos aprietan
y nos atan,
las que acusan
y rehusan
cuando afiladas
os alcanzan
y nos clavan
en lo oscuro
contra un muro
sin salida,
ya al acabarse
la vida,
cuando ya
no se dilatan,
cuando ya
no queda gota
de agua limpia
en la clepsidra...
las últimas,
las que matan.
Las olas
que van perdiéndose
a prisa
como notas
apagadas
en la cantata
sagrada
de una misa
al oficiarse
en altares
de altos mares.
Las olas...
las verdes olas
que refulgen
y esplenden
cuando cabrillean
y perlean;
cuando zumban
y retumban;
cuando braman...
cuando llaman
entre rocas
o entre tumbas;
cuando encantan
con sirenas
o con cornamusas.
Las olas...
tantas estolas
azules,
verdes
y malvas,
de Epifanías
y de Albas,
de Vísperas,
de Tinieblas,
de Pentecostés
de fuego
y de Réquiem
de sosiego,
de Cuaresmas
y Natales,
las de pilas
bautismales
y expectativas
de Adviento,
las de las Ferias
Pascuales
del contento.
Estolas
dobladas
sobre las olas,
cruzadas
sobre las horas,
como los brazos
y manos
de un muerto,
sosteniendo
las pequeñas
crucecitas
del tiempo;
como péndolas
paradas
de relojes
polvorientos;
estolas
pintadas
sobre negro
de catafalco
y de entierro
con cruces blancas
igual que tibias
resecas
y huecas
de Memento...
Las olas...
Las horas...
Plazuela de las obediencias.
(1969)
Cinemática evolucionista
Apresada
en el bálago bullente,
viscoso, cambiante,
movible, caliente,
brillante,
del extendido magma,
la ameba incipiente
con forma
todavía de hoja,
se alarga,
se inquieta,
se estira,
engulle,
digiere,
defeca,
asimila,
se transforma,
se engrandece,
ensaya con orgullo
sus múltiples colas,
se enamora,
acaricia con avaricia,
se agita,
dormita,
ajena a la Historia,
ajena a que es ella,
ella misma
previda,
ella sola,
ella única
levadura de vidas,
fermento inaudito
de alondras,
proyecto soñado
de corzas,
premonición divina
de gacelas,
de doncellas,
de almas.
En los mares
celestes,
verdialegres,
aurorales,
rojizos,
plomizos,
grisáceos, esfumantes,
perlados, boreales,
impregnados todavía
de leche de galaxias
luchan y se aman,
nadan y atrapan
agarrándose a rocas,
sosteniéndose en algas
cada vez más endurecidas
las blandas medusas pleistocenas,
cámbricas y jurásicas,
las ávidas acalefas
que anhelaban ser artrópodas,
de la inmensa paleontología de Malasia.
Nadan y trepan
las parejas más fuertes
esforzándose por emerger del agua,
por anidar en el dulce aroma
de las blancas nympheas
recién estrenadas.
Resbalándose
sobre la creta roja y ardiente
volcánica,
metálica,
antidiluviana,
reptan y ascienden
titubean,
se deslizan, retroceden,
a duras penas se elevan
con la fuerza en el pecho,
confundidas
con las hojas dentadas
de los helechos
las onicejádicas saurias:
las inquietantes y misteriosas
iguanas.
Por los árboles prefósiles
henchidos de jugo
de la alucinante
flora triásica
trepan y trepan
rumian en tropa y atrapan
nerviosas,
golosas,
curiosas,
los minúsculos kas de las ardillas
las musarañas de Malasia.
En las junglas ecuatoriales
aspirando todavía el sofocante vaho
de las lavas volcánicas
las australopitecas
corren y trepan por la corteza miocena
persiguiéndose entre feldespatos humeantes,
entre orquídeas lujuriantes,
entre ventalles
de gigantescas calas.
Saltan y trepan
las australopitecas
luchan y reptan y atrapan
delfines azules, palomas doradas
y garzas serpenteadas.
Coronando cúspides,
remontando roquedales,
refrescando constantemente su piel
en las prístinas cascadas
corren y trepan las australopitecas
como rápidos marsupiales
con sus hijos en las ancas.
Al oeste de Europa,
tras los renos,
por sus astas,
en las vastas
explanadas,
las descendientes
de las últimas neanderthalenses
las reflexivas, constantes y hacendosas
cromañonas,
se encaraman en los cerros,
se acurrucan junto al fuego
a las espaldas del hielo,
al agrego del aguacero
en monolíticas moradas
ya con sagradas pinturas
de animales
decoradas.
Se detienen,
se entretienen
en bosquecillos de laureles;
se mantienen
de moras,
de zarzamoras,
de zarzarrosas,
de panales azucarados,
de mirtilos cristalizados,
de alboradas aromadas
de manzanas sonrosadas;
y con caracalas,
y con corolas,
y con minerales,
y con corales,
y con cristales,
y con conchas,
y con rojas
cerezas
engarzan los primeros collares,
las primeras ajorcas
para sus danzas
y sus fiestas.
Y con pieles
y con lianas
y con cortezas
de abedules
instauran
para remotas modas futuras
los complicados cánones de las faldas,
los primores de los colores,
las telas sofisticadas,
el reverbero cabrilleante de las sedas,
la espuma florescente de los encajes,
la incandescencia constelada de los brocados,
la lluvia impalpable
e invisible
de las organzas y los tules.
En las playas de Miami,
de Acapulco,
de Capri,
de Río,
de Hawai,
de Australia,
las minibikini de piernas elásticas,
de pómulos salientes,
de narices achatadas,
suficientemente:
saunadas,
bronceadas,
maquilladas,
despeinadas,
perfumadas,
desde elegantes clubs náuticos,
sobre vertiginosos esquíes acuáticos
saltan,
salpican,
se enervan,
se curvan,
se adelantan,
se empujan,
caen, bracean,
se levantan,
ríen y gritan
sorteando
el mojado zarpazo
de las olas encrespadas.
O tendidas muellemente
en columpios y cinemascópicas hamacas
esperan ociosamente
con la mirada perdida bajo gafas
en el misterioso poniente,
la llegada de las noches melancólicas
para desconyuntarse
a los ritmos escalofriantes
de las músicas dodecafónicas.
Ya en las cápsulas espaciales
tras las vitrinas
de irrompibles cristales,
las valientes Valentinas
semejantes
a iconos de santinas
obrando milagros
bajo cúpulas de fanales,
iluminadas en atmósferas interlunares,
entrenadas,
ayunadas,
dictadas,
controladas,
atentas hasta el paroxismo
a las mortales señales
de escondidos micrófonos,
de advertidores magnetófonos
de asustantes megáfonos,
de temibles semáforos,
respiran amarradas
en incómodas escafandras,
jugando a la comba
de la muerte y la vida,
saltando a los records
de las órbitas planetarias.
Todo ello con la esperanza
de soltar algún día
definitivamente y para siempre
ancestrales amarras.
Se adiestran,
se entrenan,
se inquietan,
se angustian,
unas a otras se retan
se esfuerzan
ascienden,
trepan y trepan
como sus perdidas y remotas
tátara tátara tátarabuelas
aquellas insignificantes amebas,
como sus casi vegetales bisabuelas
aquellas medusas-algas,
como sus primigenias madres
las pequeñas tupaias de Malasia,
como sus primogénitas hermanas
las australopitecas
que correteaban gozosas
entre las calas,
sin apenas percibirse de nada,
sin como éstas, darse cuenta,
que poco a poco
y para siempre
van dejando de ser grávidas,
que poco a poco y para siempre
van dejando de ser eso
que hasta ahora se ha llamado mujeres
para empezar a ser otra cosa,
para pertenecer a otra
muy distinta fauna.
http://www.depauw.edu/learn/adelantado/issue2/alfpoemas.html