Retrato de D. José de Vargas Ponce. Francisco de Goya, 1805.
Museo de la Real Academia de la Historia, Madrid.
José de Vargas Ponce
(Cádiz, 10 de junio de 1760 - Madrid, 6 de febrero de 1821), marino de guerra, político, poeta satírico y erudito ilustrado español.
Tras estudiar Matemáticas, Humanidades y Lenguas, se reveló como un diestro matemático, discípulo de Esteban Carratalá y Vicente Tofiño de San Miguel.
El 4 de agosto de 1782 ingresó como guardiamarina, el mismo año en que le premió la Real Academia Española su Elogio de Alfonso el Sabio y el mismo año en que participó en el sitio de Gibraltar y luchó en el cabo de Espartel. Estos méritos le valieron ser ascendido a alférez de fragata.
Ingresó en 1786 en la Real Academia de la Historia, para la que escribió las normas directrices del Diccionario Geográfico de España y trabajó en un Diccionario náutico que no llegó a aparecer. Publicó un Plan de educación para la nobleza en 1786. Trabajó en el observatorio de Cádiz y realizó en 1789 junto a Banzá y el marino y matemático Vicente Tofiño el Atlas marítimo de España, donde se determinan posiciones astronómicas y aparecen por primera vez derroteros de las costas de España. En 1787 publicó su Descripción de las islas Pithiusas y Baleares. Ingresó en 1789 en la Academia de San Fernando. Publicó varios discursos en 1789 y 1790.
Entre 1792 y 1797 era teniente de navío y se carteaba con Jovellanos. Participó en la guerra contra la República Francesa, ocupación de Tolón y comisiones en Italia. Estuvo también destinado en Murcia y Levante, lo que aprovechó para realizar investigaciones arqueológicas que entregó luego al consistorio de Cartagena. En 1797, Jovellanos lo nombró miembro de la Junta de Instrucción Pública que elaboró el Reglamento de la Escuela de Pajes. El 15 de abril de 1798 se le ordenó escribir la historia de la Marina española pero, desterrado de Madrid en 1799, trabajó en Cataluña y en la región vasconavarra investigando para ese cometido y otros de naturaleza más práctica. En 1804 publicó su tragedia Abdalaziz y Egilona y fue elegido director de la Academia de la Historia.
En 1805 es ya capitán de fragata. En 1807 publica Importancia de la historia de la marina española y las biografías de los marinos Pero Niño en 1807 y Pedro Navarro en 1808. Este último año publicó además La instrucción pública, único y seguro medio de la prosperidad del estado. Tradujo la Historia general de la marina de todos los pueblos de Boismele y colaboró con el régimen josefino desde la Junta de Instrucción Pública, para la cual redactó un importante Informe, fechado el 3 de octubre de 1810. Sólo tardíamente se incorporó al bando patriota, y formó parte de la Comisión de Instrucción pública de las Cortes de Cádiz junto a Martín González de Navas, Eugenio de Tapia, Diego Clemencín, Ramón Gil de la Cuadra y Manuel José Quintana. Fundó el Diario Militar en 1812. En 1813 publicó en Madrid El peso-duro e ingresó en la Real Academia Española. Fue diputado liberal por Madrid en 1813. La reacción de 1814 le confinó en Sevilla, donde trabajó en el Archivo de Indias, y en Cádiz; en esta última ciudad publicó El Tontorontón y El Varapalo en 1818; aprovechó también para publicar un Estudio sobre la vida y obras de don Alonso de Ercilla, sin año; fue diputado otra vez en 1820 y en este año publicó varios dictámenes y Los ilustres haraganes, o Apología razonada de los mayorazgos; falleció en 1821. Dejó numerosas obras inéditas, muchas de las cuales se publicaron después, pero todavía queda bastante; muchos de sus papeles se encuentran en el Depósito Hidrográfico. Leopoldo Augusto del Cueto publicó bastante de su obra poética.
Hombre de gran curiosidad intelectual y capacidad de trabajo, intervino además en la redacción de nuevas ordenanzas para la Marina y en la reorganización de la Academia de la Historia. Trabajó junto a Melchor Gaspar de Jovellanos en temas educativos y frecuentó la amistad de algunos ilustrados como Juan Agustín Ceán Bermúdez, Villanueva, Nicolás de Azara (a quien visitó en 1800) y gente próxima a Goya; este hizo un retrato suyo en 1805, donde no aparecen las manos, por expreso deseo del retratado que no quería pagar el precio extra que suponían. Presidió la academia de la historia en tres ocasiones. Como poeta satírico, se le deben invectivas contra el matrimonio y poemas picantes, como Lo que es y lo que será, o, por ejemplo:
Joderá el género humano,
mientras haya pija y coño,
en primavera, en otoño,
en invierno y en verano.
Querer quitarlo es en vano
ni por fuerza ni consejo,
pues, si está cerca el pendejo
y la polla se endurece,
puede más Naturaleza
que no el Testamento Viejo.
Obras
Elogio de Alfonso el Sabio, 1782.
Descripciones de las islas Pithiusas y Baleares, 1787.
Declamación sobre los abusos introducidos en el castellano, presentada y no premiada en la Academia Española, 1791.
Proclama de un solterón, 1827, poema burlesco en octavas reales.
Disertación sobre las corridas de toros, escrita en 1807 y publicada en Madrid, por la Real Academia de la Historia, en 1961.
Descripción de Cartagena, Murcia, 1978
Vida de Lucio Marineo Sículo
Abdalaziz y Egilona, tragedia neoclásica.
Confieso, porque el diablo no me lleve,
que es un ángel mujer que sale buena.
¡Así el cielo de allá me la enviara
de veinte abriles y donosa cara!”
José de Vargas Ponce.
JOSÉ VARGAS PONCE, POETA Y SOLTERO
por Fernando Durán López
El académico sin manos.
Al parecer, don Francisco de Goya cobraba más por sus retratos si en ellos había que pintar las manos del retratado. Buscando una tarifa económica, la Real Academia de la Historia optó por que el aragonés representase sin manos en 1805 a su recién nombrado director, el marino gaditano José Vargas Ponce (1760-1821). El cuadro, que aún conserva la docta institución en su palacio madrileño de la calle del León, nos muestra al escritor con su uniforme de la Armada, en la que hacía años que servía en destinos puramente literarios, puesto que en 1796 el asma le había dispensado de volver a embarcarse. Escritor antes que marino, y hombre de humor apacible y burlón, siempre estuvo más a gusto en una biblioteca que en el puente de un buque. Y ahí estaba, pues, académico y a sus anchas, sentado en un sillón, con una mano por dentro de la ropa, puesta encima de la barriga y componiendo una imagen familiar, como si acabase de terminar una comida. El otro brazo queda oculto y el cuerpo se deja caer sobre el asiento, distendido, en tranquila y paciente espera de no se sabe qué. Es un retrato de mínimos, sin ningún aparato iconográfico, de composición sobria que descansa sobre el rostro del retratado. Esa cara, algo rechoncha, nos revela el carácter bonachón de Vargas Ponce, pero también su determinación, y un cierto deje de melancolía.
Lo cierto es que Vargas Ponce dejó dos imágenes contradictorias entre sus contemporáneos: cuando quiso ser sabio, sublime o político, se ganó reputación de pedante, ridículo y pesado; cuando se dedicó al estilo festivo, pasó a menudo por ingenioso y penetrante. En 1777, cuando tenía diecisiete años, había escrito una carta literaria a su paisano José de Cadalso acerca de su celebrada sátira en prosa Los eruditos a la violeta; esa epístola (nunca publicada en vida) aspiraba a ser una suerte de secuela o apostilla, compuesta por un desconocido que medía así sus primeras armas en el mundo literario como satírico. Es toda una declaración de intenciones haber elegido tal obra y tal autor para apadrinar su carrera en las letras y materializa algo que salta a la vista en la producción y la biografía del marino gaditano: que él siempre fue, congenialmente, un autor festivo, dotado para la pulla jocosa y el lenguaje carnavalizado de la sátira, a pesar de que se pasó la vida queriendo ser un escritor serio y un erudito reconocido.
En efecto, José Vargas Ponce probó casi todos los géneros y disciplinas intelectuales accesibles a un hombre de su época y educación. Su obra editada suma un tamaño más que considerable, pero aún suman muchísimo más la obra inédita y los proyectos inacabados, que recorren puntualmente el abanico de los intereses de la generación de ilustrados a que pertenecía.[1] Escribió tragedias históricas en verso, que no obtuvieron el reconocimiento del público, así como poemas satíricos y didácticos largos, las inevitables poesías líricas y de circunstancias para circular entre amigos, y nutridos epistolarios que, en privado, le ganaron el aprecio y la admiración de sus corresponsales por su prosa coloquial y humorística.[2] Elaboró también biografías, monografías, discursos y disertaciones sobre educación, bellas artes, historia de la lengua y la literatura, historia naval, geografía y cartografía, tauromaquia... Concursó varias veces en los certámenes de la Real Academia Española, que ganó con su temprano Elogio de Alfonso el Sabio, pero sobre todo fue durante décadas un miembro activísimo de la Real Academia de la Historia —su auténtica casa, en cuyas habitaciones murió—, que simultaneó con su participación en otras academias y sociedades eruditas en las que dejó la huella de su infatigable capacidad de trabajo y sus polifacéticos intereses.
“…cuando quiso ser sabio, sublime o político, se ganó reputación de pedante, ridículo y pesado; cuando se dedicó al estilo festivo, pasó a menudo por ingenioso y penetrante”.
También tomó parte en expediciones navales y libró alguna que otra guerra, si bien no parecen haberle seducido nunca los laureles de Marte. Amó profundamente los archivos, hogar de sus inacabables búsquedas documentales y de los que extrajo centenares de miles de copias, extractos y originales, que sirvieron para dotar cuantiosas colecciones.[3] Estuvo igualmente obsesionado por planificar un sistema de enseñanza pública, y desde sus primeros años en Madrid hasta su muerte elaboró proyectos pedagógicos bajo sucesivos gobiernos: como consejero de Carlos IV en distintas etapas y circunstancias, como miembro de comisiones del ramo en el equipo de José Bonaparte y luego en las Cortes de Cádiz y como diputado en el Trienio... De hecho, el conocido como Informe Quintana, primera legislación educativa moderna de España, aprobada por las Cortes liberales, fue el resultado del trabajo de una comisión en la que él también estaba, y hay razones para pensar que su intervención en ella fuera tan importante o más que la de Manuel José Quintana.
La Proclama desgrana todos los tópicos de la literatura misógina. En la imagen: Las jóvenes o la carta. Francisco de Goya, 1812-1819. Palais des Beaux Arts de Lille.
Como político y hombre de gobierno, nunca tuvo suerte, constancia ni talento. En los años de Carlos IV aparece vinculado al grupo de intelectuales y empleados públicos reformistas que rodean a Jovellanos, su gran amigo. Sus mejores posiciones ante el gobierno las gozó en los años anteriores a la privanza de Godoy y, durante esta, y a pesar de haberle dedicado con la acostumbrada adulación algunas de sus obras, cada momento de favor fue seguido poco después por una caída en desgracia en forma de largo alejamiento de la corte con alguna comisión naval o a seguir sus estudios de historia de la marina. Afín a Jovellanos, pero no peligroso ni influyente, sus ostracismos no le dejaron fuera de juego de la vida intelectual, pero sí de la gubernamental. En 1808 decidió quedarse en Madrid, aunque sin aceptar la autoridad de José I salvo en lo que no pudiera evitar; un par de años más tarde su posición parece más confusa y aceptó cierto grado secundario de colaboración con el gobierno afrancesado, en el que estaban muchos de sus amigos. En 1812, tras la evacuación francesa de la capital, Vargas Ponce obtiene en Cádiz su «depuración» política y es elegido diputado de las primeras Cortes ordinarias de la nueva constitución.[4] Su acción parlamentaria, reducida a unas pocas semanas en Madrid entre enero y mayo de 1814, está inspirada por una clarísima adscripción al liberalismo y una denodada vocación reformista. Cuando el absolutismo se restaura, sin embargo, no es considerado enemigo de cuenta y el gobierno se limita a desterrarlo a Andalucía. En 1820 vuelve a ser diputado, regresa a Madrid e impulsa una vez más la reforma educativa, aunque muere a principios de 1821 sin haber podido adelantar mucho sus proyectos.
Como hombre de letras, Vargas Ponce es un autor de honda formación neoclásica, que acepta todo el aparato poético y retórico de dicha escuela literaria; a la vez, sus obras están inspiradas por los principios ideológicos de la Ilustración y su permanente demanda de educación, reforma y progreso. Pero siempre tuvo problemas para definir su estilo en prosa y en verso. Una célebre y franca carta de Jovellanos le retrata de este modo:
¿Cómo es que usted, dotado por la naturaleza de una imaginación ardiente, de un corazón sensible; cómo es que habiendo cultivado su espíritu con un estudio sólido de la gramática, de la elocuencia, de la lógica, de la geometría, y enriquecídole con tanta doctrina, y ornádole con tanta erudición; cómo es que tan versado en la lectura de los clásicos de las lenguas cultas, y señaladamente de la suya, no ha podido adquirir un excelente estilo? Sobre todo, ¿cómo es que usted no ha fijado su estilo, no se ha formado un estilo propio? Yo no puedo observarlo sin dolor, pero ello es cierto: cada obra que sale de la pluma de usted parece de otra. Usted no es en el Elogio de Alfonso el mismo que en el del grabado, ni en este que en su Declamación, ni en esta que en su presente discurso. ¿Cómo es, pues, que usted, tan facundo, tan fácil, tan igual cuando habla, cuando escribe, cuando discurre con sus amigos, no es igualmente fácil, igual y facundo cuando compone? ¿Me encargaré de la respuesta? Es fácil y breve. Usted es uno cuando habla o escribe, y otro cuando compone: allí es usted Vargas; aquí otro que huye de Vargas, o quiere encaramarse sobre él. En una palabra, usted no se ha formado estilo propio, solo porque se ha empeñado en apropiarse el ajeno.[5]
“Como político y hombre de gobierno, nunca tuvo suerte, constancia ni talento. Cuando el absolutismo se restaura, el gobierno se limita a desterrarlo a Andalucía”.
Vargas Ponce está aquejado del deseo de agradar en cada género que practica y cada tema que aborda. A veces es retórico, a veces plúmbeamente erudito, a veces familiar y ligero. Su estilo, además, tiende a menudo a la oscuridad y el arcaísmo lingüístico, algo que le fue repetidamente reprochado por unos contemporáneos que aún no estaban tan afectados por el prurito casticista como los de la siguiente generación. Todo ello coadyuvó a un cierto descrédito: como escritor, fuera de los círculos académicos cercanos, se le reputaba un erudito excéntrico y algo ridículo, obsesionado por acumular detalles estériles, carente de pensamiento propio, de gusto y de sentido de la realidad. Así pues, no solía tomársele muy en serio, pero en muchas ocasiones ese duro juicio fue injusto, ya que el valor histórico de sus trabajos era mayor del que se le reconocía. Por eso, al final de tanto afán, cuando murió, el autor de los Retratos políticos de la revolución de España resumía su trayectoria con brutal condescendencia:
Diputado de Cortes en la segunda época, que ya ha muerto. Su política, ni mala ni buena, expiró con él. Dios les haya dado a los dos su eterno descanso. Su literatura y lengua castellana viven todavía, ¡pero con qué trabajo! La Academia Española tiene la culpa de lo que han sufrido por la demencia de este marino en seco. El elogio de Don Alfonso el Sabio es bastante para desacreditar a la academia que lo premió, al que lo hizo, y al mismo Don Alfonso. Su estilo aforismado y afectadísimo está en el polo opuesto del estilo oratorio; y las memorias y escritos que produjo su angurria de escribir han hecho del castellano una jerga que nadie entiende, y de las ideas, puros sonidos, pero sonidos tan desagradables que violentan las fibras y el cerebro de modo que las hieren y maltratan, resultando también una especie de bodrio de mil ingredientes raros, que no son a propósito para componer lenguaje alguno, ni español, ni lacedemonio, ni ninguno de los conocidos. [...] Es preciso que las academias en donde oían a este miserable Vargas sin desternillarse de risa, estuviesen todas compuestas de Vargas Ponces o cosa semejante. Murió, y basta.[6]
Una estampa curiosa (detalle siluetado), cuadro de Blay. La ilustración española y americana, Año XXVII, Suplemento al n. XII, marzo 1883. Biblioteca de Andalucía.
Así parecía que su existencia no hubiera dejado huella, más que la sombra de esfuerzos inútiles o malogrados, pero el destino aún guardaba una carta y, cuando los ecos de esta negativa semblanza ya se empezaban a desvanecer, Vargas Ponce iba a reintegrarse en la memoria colectiva de los españoles de su generación y las siguientes como autor de una afortunadísima sátira contra las mujeres: la Proclama de un solterón, 336 versos que a los ojos caprichosos de la posteridad valdrían más que una vida de estudio y de dedicación al servicio público.
Historia de un éxito inesperado.
En su carta juvenil a Cadalso, Vargas Ponce ya citaba la sátira de Boileau contra las mujeres, que está en el origen de su obra sobre el mismo tema y que, como buen español del XVIII imbuido de cultura francesa, es de suponer que hubiese leído y releído desde niño. El otro modelo de referencia era igualmente previsible y de lectura temprana: Juvenal, el maestro latino de los satíricos modernos. Acogiéndose a tan prestigioso amparo, pero siguiendo una inspiración del todo original, el gaditano empleó algunos de sus ratos de ocio en escribir su propia sátira en burla de las mujeres. Lo hizo, según nos cuenta en su nota autobiográfica,[7] para llenar el tiempo libre que en tierras vascas y navarras le dejaba el destierro encubierto al que fue relegado en mayo de 1805 —poco después de que Goya pintase su retrato—, arruinando así su mandato trienal como director de la Academia de la Historia, para el que le habían designado a fines de 1804. El gaditano fue alejado de la corte con instrucciones de registrar los archivos de Guipúzcoa y Navarra para su nunca concluida historia naval española, que desempeñaba de real orden. Se aplicó a fondo a dicha tarea, esperando el momento en que se le permitiese regresar, y entretuvo entre tanto su pluma escribiendo este juguete poético. Su retorno a la corte se produjo finalmente en junio de 1806 y es de suponer que dedicase los meses siguientes a circular su poema entre los amigos, a corregirlo y perfeccionarlo, a escribir el prólogo y a gestionar su publicación.
“…después de muerto, Vargas Ponce ganó contra pronóstico la apuesta literaria en que consistió toda su vida, garantizándose un rinconcito cálido… dentro de la historia de las letras españolas”.
Vargas Ponce casi nunca tiraba un papel. En la Academia de la Historia, entre los legajos donados en su testamento y que contienen los archivos de una vida de lectura y escritura,[8] se conservan treinta y nueve pequeñas papeletas autógrafas con un manuscrito de la Proclama. Seguramente se trata del borrador sobre el que estuvo trabajando y del que luego sacaría copia en limpio para enviar a la imprenta de Fuentenebro. Cada papeleta abarca una octava, muchas de ellas con correcciones, en algunos casos abundantes; en realidad, en alguien que se corregía tanto como Vargas Ponce, las papeletas limpias no serían sino las herederas de aquellas que quedaron inservibles a fuerza de enmendadas. Como están sin numerar, aunque en su día estuvieron todas cosidas, no se puede saber el orden exacto de las estrofas de esta primitiva versión, que adquirió su forma madura justo en el momento más inoportuno, cuando todo conspiraba para que nadie hiciese caso de su publicación.
Juvenal, el maestro latino de los satíricos modernos, es otro de los modelos de referencia de Vargas al componer su Proclama.
En efecto, la Proclama de un solterón a las que aspiren a su mano apareció impresa en Madrid en 1808, sin nombre de su autor, que se encubría bajo las siglas D. R. A.[9] La lógica hace suponer que esa tirada saliese antes de que se produjera la definitiva fractura de la paz y la vida nacional en el mes de mayo, y con ella el final violento de todas las preocupaciones propias de la vida privada y cotidiana, como la de publicar poemillas amenos. En tiempos de tribulación, lo demás se detiene, se condiciona o se olvida y España no estaba entonces para jocosidades sobre la guerra de sexos, sino para ocuparse de la única guerra que importaba. Desde marzo, los periódicos, incluso los literarios, están llenos de bandos y documentos de las autoridades sobre lo que estaba ocurriendo; el espacio, el tiempo y el interés para los contenidos habituales mengua a ojos vista. Por fin, a comienzos de mayo, rotas las hostilidades y empezando a correr la sangre, los papeles públicos dejan de publicarse en su gran mayoría. Ya nada volvería a ser igual. Eso hace dudar que la Proclama, de la que no he podido ver ningún anuncio de publicación, reseña o referencia periodística en esos meses de 1808, tuviera mucha distribución o acogida, ni buena ni mala, a pesar de que Vargas Ponce escribía en su nota de 1814 que había tenido «particular aceptación».[10] Las musas festivas habían emigrado temporalmente.
Lo que ocurrió con la Proclama durante los años siguientes no lo sabemos. Sin duda fue leída y sin duda recibió en privado —así lo dicen los testimonios, pero siempre sin citar ningún ejemplo— una dosis (aunque rebajada) de los reproches habitualmente formulados contra la poesía del gaditano: versificación dura y forzada, lenguaje en exceso oscuro y sintaxis rebuscada. No parece que el tema y su desarrollo desagradaran, aunque sí en parte su estilo. En 1820 Vargas Ponce publicó en Madrid su poema Los ilustres haraganes, o apología razonada de los mayorazgos, incursión en un estilo satírico más severo, que recibió las hirientes censuras de Sebastián de Miñano en El Censor. Entre los desatinos anteriores del autor, Miñano incluía su poema El peso duro y su tragedia Abdalaziz y Egilona, pero no mencionaba la Proclama, que nunca aparece en los ataques literarios recibidos con regularidad por el gaditano, a pesar de que es más que probable que todos supiesen que era el autor. Pero, a decir verdad, entre 1808 y 1827 —Vargas falleció en 1821— no he visto testimonios que mencionen el poema: la difusión y el debate sobre sus méritos o virtudes parece haberse realizado en privado, si es que lo hubo. La obra maestra de don José, por tanto, todavía no lo era, sino que había quedado olvidada, lo cual no tiene nada de raro en medio de la intermitente crisis nacional española y la consiguiente destrucción del espacio literario.
“En su estructura, la Proclama imita un cartel de boda o, como en cierta ocasión lo denomina el autor, una oposición a la plaza de esposa del burlón poeta…”.
Así las cosas, la Proclama volvió a salir a la luz, de la mano de algún desconocido promotor, en una edición marsellesa del año 1827 que aparentemente reproduce el texto de 1808 (no he realizado un cotejo exhaustivo) y en cuyo prólogo anónimo se declara el propósito de recuperar la memoria de José Vargas Ponce como escritor, iniciando la reimpresión de varios de sus monumentos literarios.[11] Los términos tan personales y elogiosos hacen pensar que fuera alguien cercano al difunto autor (quizá Félix Torres Amat). Aunque en esto andamos a oscuras, la cronología indica que fue esta impresión la que, veinte años después, reintrodujo la Proclama en el panorama de las letras y le otorgó, aunque no de forma directa, el marco de recepción adecuado en un momento más oportuno y sosegado que el de su primera tirada.
No obstante, ese regreso no se produjo de verdad hasta la siguiente impresión, publicada en Valencia en las prensas del importante impresor Monfort, el año 1830, bajo el rótulo de «segunda edición refundida y mejorada por su autor».[12] Desde entonces, el éxito fue profundo y persistente: la Proclama se siguió reimprimiendo durante todo el siglo, formando parte de un selecto canon de poesía satírica española moderna que le garantizó una reputación indeleble, hasta que el paso del tiempo y el cambio de los gustos literarios relegaron ese canon a un plano meramente histórico. Además de las veces que se imprimió en folletines de diarios o en revistas,[13] hubo dos ediciones sueltas de 1846 y 1848.[14] Pero la vía más habitual e influyente de difusión fue a través de antologías y colecciones poéticas, de entre ellas la más importante sin duda la magna recopilación del marqués de Valmar sobre la poesía del XVIII para la Biblioteca de Autores Españoles, en la que todos los lectores cultos españoles han formado sus ideas acerca de esa materia durante muchas décadas.[15]
Proclama de un solterón a las que aspiren a su mano, por D. R. A., Gómez de Fuentenebro y Compañía, Madrid 1808.
Otra señal de su éxito es que hubo otros escritores que entablaron un diálogo satírico con el Solterón. Abrió el fuego pocos meses después, en el mismo 1830, un folleto firmado por J. A. P., presunta poetisa que pretendía dar la réplica femenina en el mismo estilo burlesco y vindicando a las mujeres de las pullas lanzadas contra ellas.[16] La autora —si es que era mujer— carece de vena satírica y está sobrada de moralismo, ya que más que contraatacar a Vargas en su misma clave exagerada y carnavalesca, lo que hace es componer una convencional apología del matrimonio y dibujar un perfil idealizado de la mujer hogareña tradicional. Bastantes años después, en 1863, la poetisa Micaela de Silva haría una segunda réplica con el título de Un novio a pedir de boca, donde el trabajo técnico de imitación y parodia a Vargas Ponce es más perfecto.[17] Doña Micaela no busca tanto defender la condición femenina como formular un ideal masculino claramente burgués, regido por el principio de moderación, que sea compañero de su esposa en igualdad de condiciones. Por otra parte, la fama de misógino adquirida por Vargas Ponce hizo que se le atribuyeran poemas de tema antifemenino que se publicaron o reeditaron en el XIX, siempre sin fundamento.[18]
Así pues, la iniciativa de Monfort fue un acierto y, después de muerto, Vargas Ponce ganó contra pronóstico la apuesta literaria en que consistió toda su vida, garantizándose un rinconcito cálido, si no espacioso, dentro de la historia de las letras españolas. Ese rincón es el que resume don Juan Valera, ya a comienzos del XX, con este equilibrado juicio:
“…muchos escritores cultivaban, sin ser clérigos, una cierta imagen de dedicación a las letras y al servicio público en la que el matrimonio podía resultar una frivolidad mundana”.
Todavía se lee con gusto [...], a pesar de estar escrita en combinación de rimas y en metro tan artificioso como las octavas, hay [en ella] tan sencilla naturalidad y gracia tan fácil y espontánea, que no pocas personas, y particularmente las mujeres, que son las criticadas, guardaron durante muchos años en la memoria y recitaron con deleite largos trozos y hasta toda la mencionada proclama, aunque no es corta. Quien esto escribe recuerda que en su mocedad y antes de leerla la oyó con frecuencia en labios femeninos. [...] Solo sigue y solo dice lo que su propia observación y sus ideas y sentimientos le sugieren. Nada más natural, más espontáneo y más sencillo que su sátira. Es una burla graciosa y ligera, sin amargura y galantería, de todos los defectos, caprichos y extravagancias de las mujeres de entonces. Más que de encumbrado poeta, da muestras Vargas Ponce en su proclama, de hábil versificador y de chistoso, popular y desenfadado coplero, sin que este vocablo de coplero rebaje, en mi sentir, el mérito de la obra, aunque explique bien la aprobación y el general aplauso que obtuvo.[19]
Ahora bien, cuantos han leído, reproducido, imitado o elogiado la Proclama del solterón a lo largo de los siglos XIX y XX, se refieren exclusivamente al opúsculo publicado en 1830 y nunca al original de 1808. La distinción es importante, porque toda esta póstuma y tardía celebridad se basa en la segunda versión y, por lo tanto, hemos de concluir que, a efectos de recepción y prestigio, no hay otra Proclama de Vargas Ponce que la de 1830. ¿Pero es esa Proclama la de Vargas Ponce?
El ilustrado soltero y las mujeres.
Vargas Ponce permaneció siempre soltero, como su maestro Jovellanos o como el poeta José Mor de Fuentes (admirador de la Proclama y autor él mismo de sátiras antimatrimoniales). No era algo inhabitual en aquel tiempo; muchos escritores cultivaban, sin ser clérigos, una cierta imagen de dedicación a las letras y al servicio público en la que el matrimonio podía resultar una frivolidad mundana. Por otra parte, los ilustrados consideraban que era necesario reforzar la institución familiar, la natalidad y la productividad nacional fomentando las bodas, reduciendo las clases célibes y reformando costumbres y supersticiones que se oponían a un concepto más racional, equilibrado y moderno del matrimonio. En efecto, durante todo el XVIII hubo un intenso debate literario, en broma y en serio, sobre la condición de la mujer, sobre el sentido del matrimonio y sobre la reforma de las costumbres que los cada vez más pronunciados cambios sociales estaban llevando a la vida familiar y conyugal. Son infinidad los poemas, artículos costumbristas, comedias y ensayos que abordan tales cuestiones, arrastrando todos los tópicos y prejuicios del pasado, pero a la vez planteando perspectivas nuevas y puntos de fractura en el sólido reparto de roles sexuales. La guerra de los sexos hizo correr ríos de tinta, y no lo ha dejado de hacer desde entonces; parece un tema inagotable para la vena cómica de los creadores y del público. Ese es el contexto en que Vargas Ponce concibió su pieza, que no es meramente una pieza misógina, sino también una reflexión sobre el matrimonio.
En su estructura, la Proclama imita un cartel de boda o, como en cierta ocasión lo denomina el autor, una oposición a la plaza de esposa del burlón poeta. A dicho reclamo acude un tropel de mujeres dispuestas a aceptar su mano; sin embargo, no estando dispuesto a rendirse sin condiciones, Vargas Ponce expone los duros requisitos que habrá de reunir la que se quiera casar con él. De la estrofa quinta a la trigesimosexta, Vargas desgrana todos los tópicos de la literatura misógina, mezclados con otros propios de su ideología ilustrada, derivados del momento en que se escribe (como la crítica a la mujer sensible en el sentido que este término tenía en la filosofía y literatura del momento). Su ideal es, en principio, un ideal racional de medianía: ni fea que mortifique, ni guapa que inquiete; ni necia ni demasiado lista; ni mojigata ni viciosa; ni tacaña ni dispendiosa; virgen y hogareña, perfectamente aplicada a los deberes de la domesticidad. Pero los defectos que más condena son aquellos que relegan a la mujer al ámbito de la superstición y la frivolidad, los que más desagradan a un hombre cultivado en los ideales reformistas y de progreso de la Ilustración: Vargas Ponce no la quiere beata, ni dominada por su confesor, ni que le gusten los toros, alterne demasiado con su familia o se le ocurra tomar tabaco. Fuera mujeres chismosas o gritonas, melindrosas ni asustadizas; fuera mascotas y caprichitos; fuera golosas y peripuestas, fashion victims, ociosas, descocadas, charlatanas o ansiosas de figurar en la alta sociedad y de salir continuamente de visitas. No quiere ser esclavizado por su esposa, ni tenerla que acompañar a todas partes; lejos de él también los marimachos y las sabiondas, pues la mujer no debe aspirar a ocuparse en tareas de hombre, como la literatura, la política o el estudio. De hecho, lo más llamativo es la manera como desarrolla uno de los puntos de la misoginia tradicional: el de la mujer bachillera —aunque él no emplea este término—, a la que dedica hasta seis estrofas (21, 27, 31-34) condenando a toda fémina que lea, escriba u opine de cuestiones públicas. Esta visión tan menguada del papel femenino ha de atemperarse, para precisar el pensamiento del autor, con el hecho de que elaborase un plan de educación para señoritas entre sus proyectos de programación de la enseñanza; o que, cuando fue nombrado director de la Academia de la Historia, consiguiese que esta volviese a autorizar «que las señoras puedan ser académicas». Llegados al final, ya no queda ninguna mujer entre el auditorio y el poeta se resigna a vivir soltero.
“ni fea que mortifique, ni guapa que inquiete; ni necia ni demasiado lista; ni mojigata ni viciosa; ni tacaña ni dispendiosa; virgen y hogareña…”.
Habría, entonces, que ponderar ambos extremos: crítica a las conductas irracionales y poco ilustradas que mantienen en general las mujeres (lo que significaría una posición progresista, donde el ataque a la mujer es la excusa para una defensa de valores sociales avanzados); y también la sátira contra la naturaleza de las mujeres, dentro de una tradición misógina que sólo se puede calificar de retrógrada. Y todo se hace dentro de un ideal austero y moralista que relega a la mujer a un papel doméstico y secundario, y que formula el deseo de un matrimonio burgués, basado en el compañerismo, la contención de las pasiones, la racionalidad y el sentido común. En suma, «en paz las horas cuéntelas conmigo, / una de amante, veintitrés de amigo».
Y, desde luego, junto a la parte negativa, que tanto sobresale, está también, mucho más oculta y sutil, la parte afirmativa: la defensa de la soltería como forma de independencia y libertad masculina. La Proclama de un solterón puede considerarse como expresión de prejuicios y desigualdad contra las mujeres, pero también como invocación antimatrimonial en beneficio de un ideal humano que un hombre de su tiempo no podía o no sabía obtener en aquellas mujeres de buena clase de las que alguien como Vargas Ponce estaba rodeado.
[1] Véase sobre el conjunto de su obra: Fernando Durán López, José Vargas Ponce (1760-1821). Ensayo de una bibliografía y crítica de sus obras, Publicaciones de la Universidad de Cádiz, Cádiz 1997; Fernando Durán López y Alberto Romero Ferrer (eds.), «Había bajado de Saturno.» Diez calas en la obra de José Vargas Ponce, seguidas de un opúsculo inédito del mismo autor, Universidad de Cádiz – Instituto Feijoo de Estudios del Siglo XVIII de la Universidad de Oviedo, Cádiz 1999; y Fernando Durán López, «Vargas Ponce, José (1769-1821)», en Frank Baasner y Francisco Acero Yus (dirs.), Doscientos críticos literarios en la España del siglo XIX. Diccionario biobibliográfico, CSIC – Wissenchaftliche Buchgesellschaf, Akademie der Wissenschaften und der Literatur, Madrid 2007, pp. 858-863.
[2] «La correspondencia fue la válvula de escape de este hombre gruñón, alegre y desgraciado, desaliñado y zumbón, como le retrató Goya, pero bueno, leal y sencillo a carta cabal» (Julio F. Guillén y Tato, «El capitán de fragata don José Vargas Ponce (1760-1821)», Revista General de Marina, n1 160, enero 1961, p. XXVII).
[3] Fernando Durán López, «José Vargas Ponce y los archivos vasco-navarros: cuatro legajos sobre el centralismo borbónico (1803-1806)», en Elena de Lorenzo Álvarez (coord.), La época de Carlos IV (1788-1808). Actas del IV Congreso Internacional de la Sociedad Española de Estudios del Siglo XVIII, Instituto Feijoo de Estudios del Siglo XVIII – Sociedad Española de Estudios del Siglo XVIII – Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, Oviedo 2009, pp. 415-444.
[4] No ganó las elecciones, sino que fue elegido como suplente; obtuvo luego el acta de diputado por defunción del que había sido electo en primer lugar.
[5] Gaspar Melchor de Jovellanos, Obras completas. Correspondencia, Centro de Estudios del Siglo XVIII – Ilustre Ayuntamiento de Gijón, Oviedo 1986-1990, t. III, pp. 492-493, carta de 11-XII-1799.
[6] Carlos Le Brun, Retratos políticos de la Revolución de España, o de los principales personajes que han jugado en ella, muchos de los cuales están sacados en caricaturas por el ridículo en que ellos mismos se habían puesto, cuando el retratista los iba sacando... Publicado en castellano por Dn. Carlos Le Brun, ciudadano de los Estados Unidos e intérprete del gobierno de la República de Pensilvania..., Filadelfia 1826, p. 46.
[7] «Otro opúsculo de este género [del de El peso duro], trabajado allí [en Fuenterrabía hacia 1805], fue una sátira contra los defectos de nuestras españolas, imitando las de Juvenal y Boileau. Este juguete, a instancias de amigos, imprimió Vargas de vuelta a Madrid, año 1808 [...] y ha tenido particular aceptación» (en Cesáreo Fernández Duro, «Noticias póstumas de D. José de Vargas Ponce y de D. Martín Fernández de Navarrete», Boletín de la Real Academia de la Historia, XXIV, 1894, p. 526).
[8] RAH, signatura 9-6084, papeletas de 7’5 x 10’5 cm.
[9] Proclama de un solterón a las que aspiren a su mano, por D. R. A., Gómez de Fuentenebro y Compañía, Madrid 1808 (32 pp.).
[10] El único aviso de venta que he localizado se publicó en el Diario de Madrid de 20-VII-1810, durante plena ocupación francesa: se vendía a cuatro reales en la librería de la viuda de Quiroga, calle de las Carretas.
[11] Proclama de un solterón a las que aspiren a su mano; por D. José Vargas y Ponce, Teniente de Navío de la Marina Real de España, Director de la Real Academia de la Historia de Madrid, Individuo de la de la Lengua de la misma Villa y Socio de muchas otras así Nacionales como Extranjeras, Librería de Camoin, Marsella 1827 (32 pp.).
[12] Proclama de un solterón a las que aspiren a su mano. Por D. J. V. P. Segunda edición refundida y mejorada por su autor, Imprenta de Don Benito Monfort, Valencia 1830 (4 hs. + 16 pp.). Apareció a principios de año, ya que hacia comienzos de mayo le dedicaba una reseña El Correo literario y mercantil de Madrid (nos. 283-284).
[13] Al menos en La Crónica de enero de 1858 y en La América de 28 de abril de 1867, pero es imposible saber cuántas veces más pudo repetirse a lo largo de la centuria en diferentes periódicos, siempre dispuestos a llenar contenidos tomándolos de cualquier parte donde los hallasen.
[14] Proclama de un solterón a las que aspiren a su mano por D. J. V. P. Segunda edición refundida y mejorada por su autor, Imprenta de la Viuda Corominas, Lérida 1846; Proclama de un solterón a las que aspiren a su mano. Por D. J. V. P. Tercera edición, Imprenta de Don Benito Monfort, Valencia 1848 (3 hs. + 16 pp.).
[15] Aparece la Proclama del solterón en la Colección de autores selectos, latinos y castellanos, para uso de los institutos, colegios y demás establecimientos de segunda enseñanza del reino. Mandada publicar de real orden. Tomo V. Año de retórica y poética, Imprenta Nacional, Madrid 1849, pp. 488-498; en P. J. Stahl (seudónimo de Pierre-Jules Hetzel), Lo que son las mujeres, o El ingenio de las mujeres y las mujeres de ingenio, por J. Stahl, Imprenta de J. Casas y Díaz, Madrid 1858, pp. 105-117; en Poetas líricos del Siglo XVIII. Colección formada e ilustrada por el Excelentísimo Señor D. Leopoldo Augusto de Cueto, Rivadeneyra (Biblioteca de Autores Españoles), Madrid 1875, t. III, pp. 604-606; en Venus picaresca. Nuevo ramillete de poesías festivas debidas a la juguetona musa de nuestros vates Quevedo, Alcázar, Gallardo, Trillo, Iglesias... Recopilados por Amancio Peratoner, finalizado con... la... sátira de Vargas Ponce, «Proclama del solterón», Biblioteca de la Risa, Barcelona 1881; en Florilegio de poesías castellanas del siglo XIX. Con introducción, y notas biográficas y críticas por Juan Valera, Editorial Fernando Fe, Madrid 1902-1904 (5 vols.).
[16] Proclama de una Soltera a los que aspiren a su mano, en respuesta y vindicta de la del Solterón: por J. A. P., Imprenta de los hijos de doña Catalina Piñuela, Madrid 1830 (XV + 23 pp.); el poema consta de 66 octavas. Se anuncia su venta en el Diario de Avisos de Madrid, del 2-VIII-1830, donde se dice que «este folleto no merece la pena de que se haga de él la análisis y el elogio que son de costumbre, cuando por 3 rs. se puede ver lo que contiene y vale en las librerías de Calleja, de Cuesta y de Razola». En los años siguientes, hasta al menos 1838, el Diario de Avisos de Madrid insertó varios anuncios en que se publicitaba conjuntamente la existencia de ejemplares de la Proclama de 1830 y la réplica de J. A. P. en la librería de Razola.
[17] Un novio a pedir de boca. Sátira, por la Señorita Doña Micaela de Silva, Imp. de M. Campo-Redondo, Madrid 1863 (14 pp.); en 35 octavas.
[18] Así lo hace Palau con la Relación hecha por un mozo soltero, manifestando los cuarenta motivos para no casarse y treinta y seis para descasarse, Oficina de D. Luis Ramos Coria, Córdoba [¿1810?] (2 hs.), composición en verso varias veces editada en el XIX; por su parte, Antonio Papell entre la bibliografía generada por Vargas Ponce incluye la Pragmática del celo, y desagravio de las Damas, que saca a luz D. J. G. Cl. y F., Ignacio Estivill, Barcelona 1832, quizá sin darse cuenta de que se trata de una obra muy anterior de Clavijo y Fajardo, previamente editada en 1755 y 1756 («La prosa literaria del neoclasicismo al romanticismo», en Guillermo Díaz-Plaja dir., Historia General de las Literaturas Hispánicas. IV. Siglos XVIII y XIX. Segunda parte, Vergara, Barcelona 1953, pp. 140-141).
[19] Juan Valera, Notas biográficas y críticas, en Obras completas. II. Crítica literaria. Estudios críticos. Historia y política. Miscelánea, M. Aguilar, Madrid 1942, p. 1243.
[20] Félix Torres Amat, Apéndice a la vida del ilustrísimo señor don Félix Amat, arzobispo de Palmira, etc., que contiene las notas y opúsculos inéditos que en ella se citan, y algunos otros documentos relativos a dicha vida, Imprenta que fue de Fuentenebro, Madrid 1838, p. 287.
[21] Galería de españoles célebres contemporáneos, o biografías y retratos de todos los personajes distinguidos de nuestros días..., publicadas por D. Nicomedes Pastor Díaz y D. Francisco de Cárdenas, Impr. de D. Ignacio Boix, Madrid 1845, t. VIII, p. 57-58.Y también en la Colección de autores selectos latinos y castellanos de 1849 se decía que la sátira había sido «muy corregida y mejorada por el distinguido poeta don Juan Nicasio Gallego», aunque luego se afirmaba que la corrección era de Vargas, «no sin que dejara [...] Gallego de dar en ella algunas pinceladas [en la edición de 1830], contribuyendo a su perfeccionamiento» (ob. cit., p. 488).
El conocido dicho de “la jodienda no tiene enmienda”, encuentra su reafirmación en esta décima de Vargas Ponce que seguidamente transcribimos,
Joded, felices humanos,
Sin que nada os alborote,
Y en cansándose el virote
Joded con lengua y con manos.
A moralistas tiranos
Dejadlos en su quimera;
A fé que si yo pudiera
Me transformara en un nabo Inmenso,
y de cabo á rabo
Cien mil veces más jodiera.
la creatividad poética de José Vargas Ponce,
no deja en olvido a los curas,
El Prebendado indolente,
Delicado y sibarita,
La quiere joven, fresquita,
Que sea rabicaliente;
Empero cuando ya siente
Ménos robustez y anhelo,
Temiendo la ira del Cielo,
Y del infierno la llama,
Se compone con un Ama,
O con dos si viene á pelo.
ni a las monjas,
La Monjita, si es discreta,
Cuando vá al Confesionario,
Presenta su tafanario
A la rejilla secreta.
Hácela allí la puñeta,
Con el dedo, el Confesor,
O si se puede, mejor,
Aunque sea con trabajo,
Urgala con el carajo,
Mientras ora con fervor.
Otras se suelen meter,
A falta de un buen pepino,
Los dedos en el chumino
Hasta que les dá placer.
Tambien se suelen joder
Una á otra en ocasiones,
Y aunque no tienen cojones,
Juntado ámbas el coñito
Consiguen tener gustito
Con aquellas frotaciones.
frailes,
Viuda, doncella, casada,
¿Cuál es la que no ha probado
De un Fraile desenfrenado
La lujuria encarnizada?
Para él seis vainas es nada;
Y la mujer de respeto
Y buen gusto que en secreto
A joder cita al Hermano,
Pilla un nabo largo, sano,
Tieso, gordo y bien repleto.
y militares,
El Militar fanfarrón
Joder quiere á trochimoche,
De la mañana a la noche,
De la grande hasta el pulpon;
No desperdicia ocasión
Por rincón, barranco ó soto,
Aunque por este alboroto
Venga á parar su bambolla
En que le corten la polla,
Y luego se haga devoto.