Germán Rosati nació en la Ciudad de Buenos Aires el 9 de Diciembre de 1982. Es licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires y se desempeña profesionalmente como investigador en la Universidad Nacional de Tres de Febrero. Boca de tormenta es su primer libro de poemas publicado por la editorial Huesos de Jibia en el 2008. Coordina desde 2007 el ciclo de lecturas “La Manzana en el gusano” junto con Nurit Kasztelan, Lisa Cargnelutti y Heber Ortiz. http://www.floresyfloresta.blogspot.com
SELECCIÓN DE LA SERIE "SAPUCAY" (a cargo de Rita Kratsman)
Habla Velásquez
Calma, Gauna
que los inviernos vienen rápido
pero se van igual
y la policía provincial no nos puede
perseguir para siempre.
Usted sabe que seguimos
siendo peonada, changarines
pero no ya de un estanciero que nos conchava
por la miseria de una soldada diaria.
A nosotros nos banca
el monte del Chaco Impenetrable
que se parece a la yerba dura
donde la bombilla no entra fácil
y hay que hacer
fuerza con el antebrazo
tozudamente
donde es necesario agregar
agua tibia para que la superficie tiesa
amaine y ceda.
Afloje con ese temblequeo
de sus huesos que se horadan, le digo
y no deje que el tintineo los oriente
cerca de nuestros cuerpos profugados.
II. Habla Gauna
No se vaya a creer, chamigo,
que mi temblor es debido
al pavor que puede provocar
la venida de la montada o
a nuestro estilo
de vida salvaje.
Por algo soy el gaucho malo,
porque no me tiembla el pulso
en el momento de rumbear mis fletes
hacia los pagos de una estancia
rebosante de ganado y ganacia para
enterrarle, sin más, al patrón un puntazo
de manera similar a la forma en que hay
que enterrar una bombilla en la yerba seca.
Y salir cabalgando después
en pelo a una yegua arisca
con el lomo ondulante parecido
a las chinas de Resistencia
y las crines largas como una noche de invierno.
No, no se confunda compañero,
es solamente el frío
del monte en tinieblas
lo que me hace sacudir el cuerpo.
Siempre vas a ser un gordo sindical, Ignacio
y por eso te quiero.
Porque tu peronismo aparece enseguida
ante la oportunidad más mínima
para probar tu probidad al partido y al General.
Te quiero, sobre todo, porque seguís
siendo el brazo organizado del movimiento
y no te preocupa la posibilidad
de un desborde de las bases
capaz de batir tu conducción.
Cuando nos acostamos, te quiero,
porque parecés
una bomba hidráulica
cuando me mordés ligeramente
con tu dentadura despareja con
tus movimientos regulares
y tatuás a traición alguna talla
como el engranaje de un torno.
Pero así y todo, Ignacio, entendéme:
me asusta tu programa de mínima; me
da pánico esa fuerza de lo espontáneo
que anida en el gremio y está latente
en cada proclama, comunicado, paritaria o conflicto salarial.
Esa misma fuerza que me revela
de que manera y hasta que punto
mi umbral de dolor entero
es mucho menor que el tuyo
y como , aunque quisiera, no puedo
soportar esos mordiscos en mi cuerpo.
Porque no soy una fruta o un hueso
de asado hueco o una golosina
que se deje a tu mordisqueo.
No soy como vos, o quizás si
solo que más tiernita,
más cerca de flores rojas
que de una guardia de hierro.
La locura de la trilla
¿Has experimentado
alguna vez, querida mía,
la locura de la trilla que sucede
una vez o dos veces al año?
¿Has visto como se hace una cosecha?
Empieza la máquina que
va hendiendo los surcos saturados
con frutos de las semillas sembradas y
segando tallos duros y hojas verdes y jugosas
en un frenesí afilado
como una ráfaga de tus ojos de metralla.
Quedan a su paso campos cubiertos
con los trozos descartados de material
no incorporable a la renta de la tierra pampa.
Se mantienen acostados, esperando
volver a incorporarse en un momento no muy lejano
a hacerse uno con el suelo, a disolverse en nitratos fértiles
que se combinen con vástagos nuevos
para dar salida a brozas más espesas.
Porque pese a todo,
a su aparente aspereza
existe una cierta decencia en esas cuchillas
y se troca en ternura que logra
atravesar su corte y su locura.
No hizo falta que se nos retobara la peonada
que invadiera la casa y colectivizara la tierra.
Tampoco que llegaran guerrillas guevaristas
con fusiles de balas afiladas
como una caricia de navajas.
La Reforma Agraria se hizo sola, sin huelgas
sin brazos caídos o sindicatos
ni ráfagas de metralla capaces de cortar los alambrados.
La hicimos los gringos solos, sin la ayuda de nadie.
Nuestros campos parecían frondas de la Selva Negra:
se hicieron ejido fértil de
una orgía vegetal con cultivares variopintos
que se iban excitando con el viento, se movían frenéticos y
se cruzaban entre sí, intercambiando semillas
en una polinización transgénica hasta ese punto
en que los surcos emergían acabando en una explosión de florajes.
En aquel momento, nos contagiamos de esa lujuria de la tierra
y fuimos fermento furioso de camadas de herederos hoscos.
Nuestras mujeres se partían las entrepiernas
para dar paso a generaciones
en breve perdidas de estancieros nuevos.
La Reforma Agraria se hizo sola, sin intervención
de nadie más que ellos:
nuestros retoños fueron los reformistas
que refrendaron el regreso de las luchas anteriores
por sucesiones y dividendos de la tierra marcada.
No insistas, pimpollo,
en patear las calles
con tus maneras impertinentes
porque sabés de antemano
que los baches te desbalancean el cuerpo y que
los pasajes adoquinados se le revelan
a tus pisadas firmes.
A la calle hay que tratarla con cariño
como a un madre enferma o a una florcita rara;
hay que pisarla despacito, pisarla
como si se pisara sobre el agua congelada
de un lago a punto de ceder;
hay que pisarla esquivando la grama
que crece en los intersticios de las baldosas
(porque ¿qué culpa tienen ellas
–o las hormigas caminando alrededor-
del mal día que tuviste en tu trabajo a contraturno?).
Además, tenés la suerte
de trabajar en una calle fácil,
con paredes adornadas de motivos tangueros
y coloridos gardelitos pop que te sonríen.
Estás cerca del Abasto y con vecinos populares
que no se escandalizan de tu femenina tarea.
Con alturas tapizadas por árboles de eucaliptos
que te van a aromatizar estas noches de verano
con un mentolado refrescante
que a los puntos los vuelve locos
y les afloja el bolsillo.
Alaridos
I.
Tiene que reprimir un grito
cuando siente en su cuello
el engarce sin fisuras
de los dientes perlinos del morocho.
II.
Qué feo como pierde la cordura
esa señora
y cómo se atraganta
con un baladro estrepitoso
cuando contempla a su hija desnuda
sobre la ventana abierta
y un calzoncillo descansando en el suelo.
III.
Sabe que si emite un sonido mínimo
los padres de la chica le van a caer encima
como espadas cubiertas de herrumbre;
pero le duele el tobillo torcido
a causa del salto desde una ventana elevada
y un aullido vence
la resistencia de su garganta.
De BOCA DE TORMENTA
En el oeste solo se escucha cumbia
que inunda las calles de terracota seca
como un maremoto de vaselina.
Hay asado sobre el carbón
pero el fuego más intenso
esta en el centro de la pista improvisada
donde una multitud de parientes
maceran sus enjundias
en el aroma dulcineo de esos ritmos acompasados.
Primitas pendenciosas que bailan solas
y se van arrebatando de a poco
a medida que pasan
copiosas copas de los brindis incontables
ponderan a la parentela
pero pierden el rastro a la altura del padrino.
La abuela, entretanto, se presta gustosa
a esos maravedíes de maravilla
que le muestra el viejo Fierro.
Y ahí nomás arrancan las justas familiares
inauguradas de nuevo por mi abuelo
con un sopapo soberano aterrizado justo
en la mejilla de Don Fierro
que se había figurado fintearle finito a ese zarpazo filoso.
Se cansa Fierro, se le nota
en esa cara vivorosa
capaz de avinagrar el vino más picado.
Se trenzan de nuevo, retorciéndose hasta la contorsión
y Fierro honra su nombre
pelando un cañón de calibre considerable
y con dos bombazos al aire termina
lo que no había empezado.
La fija
En San Martín se baila así, me dijo.
Entre melodías densas
que se derriten a punto caramelo.
Y algún beso recóndito me prometió
a cambio de un trago
de cerveza negra.
Los vapores, las paredes
un frasco de mermelada
almizcle con sopor a vino picado.
Y Andrea, inundada, bailando en el medio.
Cuando se mueve
uno se olvida de uno mismo
en el pasaje donde su remera stone
se transforma en pollera ajustada
y se hace cintura, ombligo
y aparece a cada paso y se esfuma al siguiente y al otro vuelve.
Bailá conmigo, Andrea; movete
al lado mío.
Vos y yo tibios
en un horno de barro
como galletitas de canela.
Pero vas al baño
te perdés en un jarabe de luces verdes
y en el negro que te encara
con paso distendido
camino a la barra.
Con él sí bailás, y no me queda
más remedio que volver a Capital
a buscar la cumbia que me dijiste, esa
que se baila en San Martín.
Pero las que encuentro acá no me gustan.
Son amargas como azúcar quemada.
Cuando sale del trabajo llueve.
El agua va delineando cauces
sobre el maquillaje
aplicado afanosamente y
va formando filigranas
que le fintean el rostro.
Ella piensa que va a hacer
cuando se le acaben sus días
de bailarina de salón;
cuando sus usos no valgan nada
y sus valores, en cambio,
no puedan ser cambiados por usos otros.
¿Podrá soportar el salitre
acumulándose en sus dientes o
que cese el magreo maravilloso de
aquellos muchachos?
Le tiene pánico
a esas pibas que bailan mejor
que se visten menos y mejor
que entran pidiendo pista
solo porque pueden pintarse el pecho con purpurina
y posar con polleras cortas.
El rouge mezclado con rimel
con base color piel que se diluye
bajo la tormenta
cae por su campera de cuero charol
sus piernas a la intemperie
serpenteando hasta un charco coloreado.
1 Escribe Roberto Carri acerca de Isidro Velásquez bandolero rural de la provincia de Chaco: ““Isidro Velásquez, honesto peón rural sufrió una serie de hostigamientos por parte de la policía de Colonia Elisa (Chaco), culminando en su arresto y posterior fuga de la cárcel (...) El y su camarada Vicente Gauna, eran más populares que nadie en la provincia del Chaco (...) Pese a su muertes la leyenda sigue extendiéndose en la región y están a punto de convertirse en el símbolo de la rebeldía y el descontento popular..." (Roberto Carri, 1968)