James Dickey
James Dickey Lafayette (2 febrero 1923 a 19 enero 1997) fue un poeta y novelista estadounidense. Fue nombrado el XVIII Consultor poeta laureado en la poesía de la Biblioteca del Congreso en 1966. También recibió la Orden del Sur .
OBRA:
Into the Stone and Other Poems (1960)
Drowning with Others (1962)
Two Poems of the Air (1964)
Helmets (1964)
Buckdancer's Choice: Poems (1965) —winner of the National Book Award [5]
Poems 1957-67 (1967)
The Achievement of James Dickey: A Comprehensive Selection of His Poems (1968)
The Eye-Beaters, Blood, Victory, Madness, Buckhead and Mercy (1970)
Deliverance (1970)
Exchanges (1971)
For the Death of Vince Lombardi (1971)
Jericho: The South Beheld (1974) (with Hubert Shuptrine)
The Zodiac (1976)
Veteran Birth: The Gadfly Poems 1947-49 (1978)
In Pursuit of the Grey Soul (1978) (illustrated prose)
Head-Deep in Strange Sounds: Free-Flight Improvisations from the unEnglish (1979)
The Strength of Fields (1979)
Falling, May Day Sermon, and Other Poems (1981)
The Early Motion (1981)
Puella (1982)
Värmland (1982)
False Youth: Four Seasons (1983)
For a Time and Place (1983)
Intervisions (1983)
The Central Motion: Poems 1968-79 (1983)
Bronwen, The Traw, and the Shape-Shifter: A Poem in Four Parts (1986)
Alnilam (1987)
The Eagle's Mile (1990)
The Whole Motion: Collected Poems 1949-92 (1992)
Float Like a Butterfly, Sting Like the Bee
To The White Sea (1993)
Tres poemas de James Dickey 1923-1997
Por José Emilio Pacheco
Acaba de morir James Dickey, el poeta de Georgia, menos célebre por su notable poesía que por haber leído en la toma de posesión de James Carter y haber escrito una novela, Deliverance, que en 1970 anticipó el miedo de los noventa: acosadas por los ejércitos de la noche, en el bosque o en la selva urbana, las personas más pacíficas pueden volverse monstruos para no sucumbir ante los monstruos .
Dickey afirmaba con buen humor que publicó su primer libro a los 38 años, edad en que la inmensa mayoría de quienes intentaron escribir versos han renunciado al sueño de adolescencia Y lo hizo en clase turista, es decir en un volumen colectivo junto con otros dos que se perdieron en las tinieblas Como tantos de nuestros poetas, trabajó en la agencia publicitaria McCann-Erickson, encargado de la cuenta de la Coca Cola Así que todos sin excepción en algún momento de nuestra vida hemos estado expuestos a las palabras e imágenes de Dickey, conocido en el medio como “Jingle Jim” (por analogía con Jungle Jim, Jim de la Selva).
Hoy como nunca es necesario defender todo lo que da riqueza y variedad a la vida y a la poesía La cultura que despectivamente sus compatriotas llaman redneck tiene tanto derecho como cualquier otra a la existencia poética Dickey fue el vocero de esta visión del mundo que tan bien se ha expresado en la música “country” y ahora se encuentra bajo el fuego de quienes la repudian por machista y racista.
Con casi dos metros de estatura y más de cien kilos de peso, Dickey no correspondía a la imagen que solemos forjarnos de los poetas Fue estrella estudiantil del futbol americano, antecesor de los motociclistas que puso de moda Brando y combatiente en el Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial El gobierno de Roosevelt imprimió millones de libros de bolsillo para enviar a los campos de batalla Una antología de Louis Untermeyer le descubrió a los poetas contemporáneos cuando Dickey era piloto de un cazabombardero.
La ley que dio instrucción gratuita a los antiguos soldados le permitió estudiar en la Universidad de Vanderbildt Tras cientos de rechazos, un poema le fue aceptado por la Sewanee Review De todos modos su libro inicial, Into the Stone, no se publicó hasta 1960 Con Into the Stone, Drowing with Others, Helmets, Buckdancer’s Choice (Buckdancer es un bailarín de tap) y Falling se integra el volumen por el que Dickey será recordado, Poems 1957-1967 El texto que da título a la última colección se considera el mejor de su autor En 176 versos narra la caída de un azafata que se precipita al vacío al abrirse una puerta de emergencia Por su extensión y sus características tipográficas es imposible de reproducir aquí.
Dickey entró en el circuito universitario que es el único medio de subsistencia para los poetas norteamericanos Fue todo menos académico A la manera de Norman Mailer, publicó un libro de Self-Interviews y durante una temporada se convirtió en el más temible crítico de su poesía en su país.
Randall Jarrell (1914-1965) ocupó el puesto a lo largo de veinte años Como era de temerse, lo primero que hizo Dickey fue arremeter contra Jarrell en cuanto poeta: “(Sus Selected Poems) son torpes más allá de toda torpeza de estupefacción o petrificación; al leerlos de principio a fin, sé más del tedio de lo que saben los muertos En simple inglés americano que gatos y perros pueden entender, estos poemas son los escritos más sin talento, sentimentales, autoindulgentes e insensitivos que recuerdo; cuando los leo no puedo evitar reírme y llorar toda la noche, y no me explico la reputación que pudo forjarse a partir de esta basura”.
Un factoide, un hecho que jamás ocurrió pero que todos dan por sucedido, ha consagrado la leyenda de que el crítico implacable no resistió la andanada de Dickey y entró en una depresión que lo condujo al suicidio Es algo tan falso como la conseja de que Antonieta Rivas Mercado posó para el “ángel” Quien se tome la molestia de leer Babel to Byzantiium: Poets & Poetry Now (1968 y 1981), el libro que recopila las reseñas de Dickey, verá que la nota es de 1956, anterior en diez años a la muerte de Jarrell.
Veterano de muchas guerras literarias, Pablo Neruda llegó a la conclusión de que un escritor nunca debe atacar a otro Su contemporáneo WH Auden aconsejó al poeta ocuparse sólo de lo que le gusta Si un libro es malo no vale la pena ensañarse contra él: por sí solo desaparecerá en unos cuantos meses Si por lo contrario es bueno, el ataque no le hará ningún daño y uno quedará como un imbécil y un envidioso, ávido de elogiarse indirectamente a sí mismo
Cuando Dickey dio a conocer Puella, celebración de su matrimonio con una joven, Dana Gioia, a su vez excelente poeta y crítico, lo liquidó en una reseña feroz, compilada en Can Poetry Matter? Essays on Poetry and American Culture (1992) Sin embargo, el propio Dana Gioia reconoció que “James Dickey es comprensiblemente uno de los poetas más leídos en Norteamérica Acaso ha hecho más que ningún otro escritor vivo por ampliar los temas de nuestra poesía Sus aportaciones no provienen de explorar zonas exóticas de la experiencia norteamericana sino de llevar al poema la mitología del redneck sureño con todos sus lóbregos accesorios de ebriedad, brutalidad, sexualidad e ignorancia Dickey creó un nuevo paisaje literario que, por poco atractivo que resulte sigue pareciendo creíble y pertinente para los lectores contemporáneos La suya fue una poesía para norteamericanos que no viajan al extranjero, excepto cuando los mandan como soldados, una poesía que encuentra cosas más extrañas en los apartados bosques de Georgia que en lo más remoto de Asia Escribió sobre gente que uno conoce en la vida pero que nunca antes había encontrado en los versos”.
Ojalá los tres poemas aquí traducidos puedan servir de invitación a leer la poesía de James Dickey
El cielo de los animales
Aquí están con los dulces ojos abiertos
Es un bosque
Si han vivido en un bosque
Si han vivido en llanuras
Es hierba que para siempre se deslizará entre sus patas
Aunque no tienen alma, de todos modos
Sin saberlo han venido
Sus instintos florecen en plenitud y se levantan
Con los dulces ojos abiertos
Para hermanarse con ellos, el paisaje florece
Excede lo necesario,
El bosque más frondoso,
el más profundo campo
Para algunos
El lugar no sería lo que es sin la sangre
Cazan, como han cazado,
Pero con garras y colmillos perfectos
Aún más letales de lo que suponen,
Acechan con un mayor silencio,
Se encorvan en las ramas
El descenso a los lomos de sus presas
Puede tardarse años
De dicha que se cierne soberana
Y los que son cazados
Saben que esto es su vida, su recompensa: arder
Bajo esos árboles, sabiendo
Qué está gloriosamente encima de ellos
Y no sentir ya miedo
Sino obediencia, rendición, plenitud indolora
Y en el centro del ciclo
Caminan, se estremecen bajo el árbol,
Caen, son destrozados, se levantan
Y caminan de nuevo
Adulterio
Todos hemos estado en esos cuartos
En los que no podemos morir
Y son lugares tristes y extraños
A menudo acechan los indios
Con armas de águila en las colinas
Bajo el crepúsculo abierto al Gran Espíritu,
O se deslizan en canoas,
O bien pacen las vacas en los muros distantes,
Mirando con los ojos de nuestros hijos,
Nada distantes
O hay hombres que manejan
El último martillo que remacha
Los clavos de los rieles y se ha vuelto
Oro en sus manos Una inmensa
Anticipación del placer
Vive entre estas escenas, y estamos al fin solos
Siempre hay algunas lágrimas
Entre nosotros Y alguno siempre lanza
Miradas furtivas al reloj en el buró
Para ver cuánto nos queda Esto no va
A ningún lado No vamos
A ningún lado: ni yo
Con mis torvas técnicas, ni tú
Que has sellado tu matriz
Con un anillo de hule convulsivo
Aunque nos venimos juntos
No vamos juntos a ninguna parte
Sin embargo no cederemos
Porque la muerte es abolida
Por los indios que rezan, las vacas lejanas,
Los martillos históricos, las citas peligrosas
Que unen continentes
Imposible morir aquí
Imposible morir, imposible morir
Mientras se llora Mi amor, cariño mío,
Te veo la próxima semana,
Si vengo a la ciudad Te llamaré
Si puedo Por favor, date cuenta de
Por favor, no Dios mío
Por favor, ya no No lo resisto
Mira, lo hemos hecho otra vez
Aún estamos vivos Levántate y sonríe
Dios te bendiga Es mágica la culpa
Ciervo entre el ganado
Aquí y allá, bajo la luz quemante
De mi mano que recorre el prado nocturno,
Todos se hallan pastando
Con alfileres de luz humana en los ojos
Uno de ellos, silvestre,
Come también la hierba humana,
Esbelto, elegante, domesticado
Por la oscuridad,
Entre los que criamos para matarlos
Saltó la cerca paralítica
E inclina su frente ramificada
En la mesa verde de escarcha,
Unica cosa viva a la luz de esta linterna
Que puede irse cuando lo desee,
Convertir en bosque la hierba,
Cerrar los ojos al resplandor inhumano
Pero allí sigue: imperturbable en su campo abierto,
Con las chispas de mi lámpara en sus pupilas,
Sin nadie que lo iguale entre las reses,
Pasta con ellas en la noche del matadero,
Unico de su especie que se levantará entre los muertos
El curioso caso de James Dickey - (el poeta presidencial olvidado)
Por EDUARDO ESPINA
DESDE ESTADOS UNIDOS ESPECIAL PARA EL OBSERVADOR
En la década de 1970, James Dickey era uno de los escritores estadounidenses más prestigiosos y famosos. Hoy está casi olvidado (y el casi parece estar de más). ¿Cómo puede ser? ¿Cómo puede ser que el segundo poeta en la historia de su país en ser invitado a escribir el poema inaugural de una presidencia, la de Jimmy Carter, el escritor que tuvo un fenomenal éxito de crítica y público a nivel mundial con la novela Deliverance, adaptada luego al cine, quien fuera Poeta Laureado de la Nación entre 1966 y 1968, hoy no figure en el mapa de escritores que siguen siendo leídos y recordados?
A tanto ha llegado el olvido, que en los últimos días, informando sobre el poema inaugural de la presidencia de Obama, escrito por la poeta negra Elizabeth Alexander, los diarios más importantes de este país, incluido el New York Times, cometieron una enorme omisión diciendo que únicamente tres poetas antes de Alexander habían tenido el honor de participar en la toma de mando con un poema especialmente escrito para la ocasión.
Mencionaron al venerable Robert Frost, quien accedió a la invitación de John F. Kennedy en 1961, y a Maya Angelou y Miller Williams, quienes honraron el inicio de la primera y segunda presidencia de Bill Clinton, en 1993 y 1997 respectivamente. Vaya uno a saber por qué (porque también los medios de prensa supuestamente serios se equivocan), pero ningún diario mencionó a James Dickey, quien, repito, fue el segundo poeta en escribir un poema “inaugural” complaciendo la invitación de Carter en 1977. Por cierto, el poema de Dickey, “The Strength of Fields”, debe ser el mejor de los cinco poemas “presidenciales”.
No es tan fácil encontrar el por qué, en caso de que lo haya. Le pregunté días atrás a mi amigo el poeta Paul Christensen por qué Dickey está olvidado y me dijo que había varias razones, pero no me dijo cuáles específicamente. Aunque también destacó que “pronto volverá, porque en su obra hay demasiadas cosas buenas como para que caigan en el olvido”. Con toda seguridad Christensen tiene razón, por más que resulta difícil vaticinar cuándo un escritor valioso que ha caído en el olvido recobrará actualidad. Quizás pase tiempo, muchos años, antes de que esto ocurra. Dickey, si lo viera, no podría creer.
Cuando lo conocí, en noviembre de 1980, Dickey era una estrella. Resulta extraño constatar que un poeta, figura casi siempre marginal de la sociedad, pueda convertirse en actor protagónico de la misma, aunque a veces pasa. Y en el caso de Dickey no tiene que ver exclusivamente con su poesía, pues fue la novela Deliverance, de 1970, la que lo convirtió en escritor popular, condición a la que muy pocos poetas pueden acceder. Dickey fue, conviene destacarlo, antes que nada poeta. Lo de novelista fue ocasional. Su fuerte fue el lirismo, no la narración, aunque también fue un agudo crítico literario y sus ensayos autobiográficos deberían ser recuperados. Así pues, Deliverance es una rareza en la obra del sureño, aunque, verdad obliga, es una rareza que le trajo celebridad y dinero: la plata rápida que genera un libro cuando es adaptado al cine y la película tiene repercusión masiva. En español se llamó La violencia está en nosotros y también en Uruguay fue éxito de taquilla (al menos cuando la vi el cine estaba lleno). Tiene como actores protagónicos a Jon Voigt, y a un Burt Reynolds en la cima de su popularidad.
El filme, de 1972, fue dirigido con lúcido entendimiento de las circunstancias reales por el inglés John Boorman. Pocas veces antes el cine presentó con mirada tan fidedigna el Deep South o Sur profundo como en esa ocasión, y resulta hasta irónico que fuera un inglés quien tuviera la efectividad y el buen tino para hacerlo. Claro está, el libro de Dickey le puso las cosas en bandeja. La narración es un manifiesto testimonial de la condición sureña, de ese mundo machista y lleno de prejuicios que convierte a la violencia soterrada y cotidiana en usina aterradora, como la escena tantas veces citada cuando un hombre es violado. El propio Dickey tuvo un papel menor (cameo appearance), interpretando al comisario Bullard. El filme, que consiguió tres nominaciones al Oscar (mejor película, mejor director, mejor montaje), es considerado un clásico por el Archivo Cinematográfico de la Biblioteca del Congreso. A Dickey le sirvió para ganar el dinero que ni todos sus libros de poesía juntos le habían dejado, pero también para conseguir un extraño premio: el Globo de Oro a mejor guión. El poeta que había publicado su primer libro diez años antes, Into the Stone, en 1962, no podía creerlo, como tampoco creería el olvido en que hoy está sumido.
Cuando murió, cuatro días después de haberse jubilado como profesor de literatura de la Universidad de Carolina del Sur, el obituario del New York Times, escrito por Albin Krebs, comenzaba diciendo: “James Dickey, uno de los más distinguidos poetas y críticos modernos de la nación, conferenciante y profesor, quizás más conocido por su áspera novela Deliverance, murió el domingo en Columbia, Carolina del Sur. Tenía 73 años. Murió de complicaciones de una enfermedad pulmonar”. Nacido en un país donde la gente del sur, incluidos escritores, es situada en una categoría de inferioridad intelectual con respecto a la elite del noreste, Dickey resulta un caso excepcional para su contexto, como también lo fue, aunque de manera diferente, Francis Scott Fitzgerald. Lector ávido, tuvo un interés casi renacentista en distintas disciplinas, las cuales coincidían en el momento de la escritura para resaltar una obra literaria de fina elaboración y poderoso contenido intelectual. Convirtió a momentos en apariencia simples de la vida en lecciones de observación. Se destacó asimismo por su gran exuberancia física (casi dos metros de altura), que le permitió destacarse en la universidad como potente jugador de fútbol americano y asimismo en los años en que estuvo en la Fuerza Aérea, durante la segunda guerra mundial y en la guerra de Corea. En ambos conflictos bélicos se desempeñó como piloto de misiones nocturnas. Cuenta en alguna parte que entre misión y misión, en las cuales se jugaba la vida, leía poesía moderna.
Nacido en Buckhead, Georgia, suburbio de Atlanta, el 2 de febrero de 1923, Dickey celebró la vida como lugar de conflicto y desafíos. Desde otra perspectiva, una mucho más reflexiva y lírica, incluso más honesta pues su exhibicionismo de virilidad careció de imposturas, Dickey retomó algunos de los temas que ya antes habían estado presentes en la literatura de Hemingway, como el coraje del espíritu humano en situaciones extremas y la resolución masculina de los conflictos de la existencia en apariencia menores y que sin embargo resultan definidores del carácter de esta. Entre 1955 y 1961 Dickey trabajó como creativo en agencias de publicidad de Nueva York y Atlanta (entre otras McCann-Ericson), un tipo de trabajo que detestó por considerarlo banal y sobre el cual dijo en una oportunidad: “Durante el día vendía mi alma al diablo y de noche trataba de comprarla nuevamente”. En horas nocturnas escribía y bebía como un descosido, y fue el alcohol el que terminó minando su salud y su talento literario, convirtiéndolo según muchos en un personaje arrogante y prepotente, aunque la vez que lo conocí, esa inolvidable y única vez, me llevé una idea diferente. Me encontré con un tipo delirante, inteligente y jovial (me dijo en un momento que siempre se vestía de jeans para atraer a mujeres más jóvenes), un ser curioso y lleno de historias que cumplían a la perfección con la imagen que de él tenía, sobre todo tras haber leído su antología “Poems 1957-1967”, donde hay varias obras maestras en verso que no deberían caer en el mismo imperdonable olvido en que ha caído su autor: héroe de guerra, cazador, novelista, profesor, periodista ocasional, mujeriego, deportista, espíritu renacentista y, sobre todo, poeta.
The heaven of animals
Here they are. The soft eyes open.
If they have lived in a wood
It is a wood.
If they have lived on plains
It is grass rolling
Under their feet forever.
Having no souls, they have come,
Anyway, beyond their knowing.
Their instincts wholly bloom
And they rise.
The soft eyes open.
To match them, the landscape flowers,
Outdoing, desperately
Outdoing what is required:
The richest wood,
The deepest field.
For some of these,
It could not be the place
It is, without blood.
These hunt, as they have done,
But with claws and teeth grown perfect,
More deadly than they can believe.
They stalk more silently,
And crouch on the limbs of trees,
And their descent
Upon the bright backs of their prey
May take years
In a sovereign floating of joy.
And those that are hunted
Know this as their life,
Their reward: to walk
Under such trees in full knowledge
Of what is in glory above them,
And to feel no fear,
But acceptance, compliance.
Fulfilling themselves without pain
At the cycle’s center,
They tremble, they walk
Under the tree,
They fall, they are torn,
They rise, they walk again.
Hunting Civil War Relics At Nimblewill Creek
As he moves the mine detector
A few inches over the ground,
Making it vitally float
Among the ferns and weeds,
I come into this war
Slowly, with my one brother,
Watching his face grow deep
Between the earphones,
For I can tell
If we enter the buried battle
Of Nimblewill
Only by his expression.
Softly he wanders, parting
The grass with a dreaming hand.
No dead cry yet takes root
In his clapped ears
Or can be seen in his smile.
But underfoot I feel
The dead regroup,
The burst metals all in place,
The battle lines be drawn
Anew to include us
In Nimblewill,
And I carry the shovel and pick
More as if they were
Bright weapons that I bore.
A bird's cry breaks
In two, and into three parts.
We cross the creek; the cry
Shifts into another,
Nearer, bird, and is
Like the shout of a shadow—
Lived-with, appallingly close—
Or the soul, pronouncing
'Nimblewill':
Three tones; your being changes.
We climb the bank;
A faint light glows
On my brother's mouth.
I listen, as two birds fight
For a single voice, but he
Must be hearing the grave,
In pieces, all singing
To his clamped head,
For he smiles as if
He rose from the dead within
Green Nimblewill
And stood in his grandson's shape.
No shot from the buried war
Shall kill me now,
For the dead have waited here
A hundred years to create
Only the look on the face
Of my one brother,
Who stands among them, offering
A metal dish
Afloat in the trembling weeds,
With a long-buried light on his lips
At Nimblewill
And the dead outsinging two birds.
I choke the handle
Of the pick, and fall to my knees
To dig wherever he points,
To bring up mess tin or bullet,
To go underground
Still singing, myself,
Without a sound,
Like a man who renounces war,
Or one who shall lift up the past,
Not breathing 'Father,'
At Nimblewill,
But saying, 'Fathers! Fathers!'
The Sheep-Child
Farm boys wild to couple
With anything with soft-wooded trees
With mounds of earth mounds
Of pine straw will keep themselves off
Animals by legends of their own:
In the hay-tunnel dark
And dung of barns, they will
Say I have heard tell
That in a museum in Atlanta
Way back in a corner somewhere
There's this thing that's only half
Sheep like a woolly baby
Pickled in alcohol because
Those things can't live his eyes
Are open but you can't stand to look
I heard from somebody who...
But this is now almost all
Gone. The boys have taken
Their own true wives in the city,
The sheep are safe in the west hill
Pasture but we who were born there
Still are not sure. Are we,
Because we remember, remembered
In the terrible dust of museums?
Merely with his eyes, the sheep-child may
Be saying saying
I am here, in my father's house.
I who am half of your world, came deeply
To my mother in the long grass
Of the west pasture, where she stood like moonlight
Listening for foxes. It was something like love
From another world that seized her
From behind, and she gave, not Iifting her head
Out of dew, without ever looking, her best
Self to that great need. Turned loose, she dipped her face
Farther into the chill of the earth, and in a sound
Of sobbing of something stumbling
Away, began, as she must do,
To carry me. I woke, dying,
In the summer sun of the hillside, with my eyes
Far more than human. I saw for a blazing moment
The great grassy world from both sides,
Man and beast in the round of their need,
And the hill wind stirred in my wool,
My hoof and my hand clasped each other,
I ate my one meal
Of milk, and died
Staring. From dark grass I came straight
To my father's house, whose dust
Whirls up in the halls for no reason
When no one comes piling deep in a hellish mild
corner,
And, through my immortal waters,
I meet the sun's grains eye
To eye, and they fail at my closet of glass.
Dead, I am most surely living
In the minds of farm boys: I am he who drives
Them like wolves from the hound bitch and calf
And from the chaste ewe in the wind.
They go into woods into bean fields they go
Deep into their known right hands. Dreaming of me,
They groan they wait they suffer
Themselves, they marry, they raise their kind.
The Hospital Window
I have just come down from my father.
Higher and higher he lies
Above me in a blue light
Shed by a tinted window.
I drop through six white floors
And then step out onto pavement.
Still feeling my father ascend,
I start to cross the firm street,
My shoulder blades shining with all
The glass the huge building can raise.
Now I must turn round and face it,
And know his one pane from the others.
Each window possesses the sun
As though it burned there on a wick.
I wave, like a man catching fire.
All the deep-dyed windowpanes flash,
And, behind them, all the white rooms
They turn to the color of Heaven.
Ceremoniously, gravely, and weakly,
Dozens of pale hands are waving
Back, from inside their flames.
Yet one pure pane among these
Is the bright, erased blankness of nothing.
I know that my father is there,
In the shape of his death still living.
The traffic increases around me
Like a madness called down on my head.
The horns blast at me like shotguns,
And drivers lean out, driven crazy—
But now my propped-up father
Lifts his arm out of stillness at last.
The light from the window strikes me
And I turn as blue as a soul,
As the moment when I was born.
I am not afraid for my father—
Look! He is grinning; he is not
Afraid for my life, either,
As the wild engines stand at my knees
Shredding their gears and roaring,
And I hold each car in its place
For miles, inciting its horn
To blow down the walls of the world
That the dying may float without fear
In the bold blue gaze of my father.
Slowly I move to the sidewalk
With my pin-tingling hand half dead
At the end of my bloodless arm.
I carry it off in amazement,
High, still higher, still waving,
My recognized face fully mortal,
Yet not; not at all, in the pale,
Drained, otherworldly, stricken,
Created hue of stained glass.
I have just come down from my father.
The Performance
The last time I saw Donald Armstrong
He was staggering oddly off into the sun,
Going down, off the Philippine Islands.
I let my shovel fall, and put that hand
Above my eyes, and moved some way to one side
That his body might pass through the sun,
And I saw how well he was not
Standing there on his hands,
On his spindle-shanked forearms balanced,
Unbalanced, with his big feet looming and waving
In the great, untrustworthy air
He flew in each night, when it darkened.
Dust fanned in scraped puffs from the earth
Between his arms, and blood turned his face inside out,
To demonstrate its suppleness
Of veins, as he perfected his role.
Next day, he toppled his head off
On an island beach to the south,
And the enemy’s two-handed sword
Did not fall from anyone’s hands
At that miraculous sight,
As the head rolled over upon
Its wide-eyed face, and fell
Into the inadequate grave
He had dug for himself, under pressure.
Yet I put my flat hand to my eyebrows
Months later, to see him again
In the sun, when I learned how he died,
And imagined him, there,
Come, judged, before his small captors,
Doing all his lean tricks to amaze them—
The back somersault, the kip-up—
And at last, the stand on his hands,
Perfect, with his feet together,
His head down, evenly breathing,
As the sun poured from the sea
And the headsman broke down
In a blaze of tears, in that light
Of the thin, long human frame
Upside down in its own strange joy,
And, if some other one had not told him,
Would have cut off the feet
Instead of the head,
And if Armstrong had not presently risen
In kingly, round-shouldered attendance,
And then knelt down in himself
Beside his hacked, glittering grave, having done
All things in this life that he could.
For The Last Wolverine
They will soon be down
To one, but he still will be
For a little while still will be stopping
The flakes in the air with a look,
Surrounding himself with the silence
Of whitening snarls. Let him eat
The last red meal of the condemned
To extinction, tearing the guts
From an elk. Yet that is not enough
For me. I would have him eat
The heart, and, from it, have an idea
Stream into his gnawing head
That he no longer has a thing
To lose, and so can walk
Out into the open, in the full
Pale of the sub-Arctic sun
Where a single spruce tree is dying
Higher and higher. Let him climb it
With all his meanness and strength.
Lord, we have come to the end
Of this kind of vision of heaven,
As the sky breaks open
Its fans around him and shimmers
And into its northern gates he rises
Snarling complete in the joy of a weasel
With an elk's horned heart in his stomach
Looking straight into the eternal
Blue, where he hauls his kind. I would have it all
My way: at the top of that tree I place
The New World's last eagle
Hunched in mangy feathers giving
Up on the theory of flight.
Dear God of the wildness of poetry, let them mate
To the death in the rotten branches,
Let the tree sway and burst into flame
And mingle them, crackling with feathers,
In crownfire. Let something come
Of it something gigantic legendary
Rise beyond reason over hills
Of ice SCREAMING that it cannot die,
That it has come back, this time
On wings, and will spare no earthly thing:
That it will hover, made purely of northern
Lights, at dusk and fall
On men building roads: will perch
On the moose's horn like a falcon
Riding into battle into holy war against
Screaming railroad crews: will pull
Whole traplines like fibers from the snow
In the long-jawed night of fur trappers.
But, small, filthy, unwinged,
You will soon be crouching
Alone, with maybe some dim racial notion
Of being the last, but none of how much
Your unnoticed going will mean:
How much the timid poem needs
The mindless explosion of your rage,
The glutton's internal fire the elk's
Heart in the belly, sprouting wings,
The pact of the 'blind swallowing
Thing,' with himself, to eat
The world, and not to be driven off it
Until it is gone, even if it takes
Forever. I take you as you are
And make of you what I will,
Skunk-bear, carcajou, bloodthirsty
Non-survivor.
Lord, let me die but not die
Out.
Adultery
We have all been in rooms
We cannot die in, and they are odd places, and sad.
Often Indians are standing eagle-armed on hills
In the sunrise open wide to the Great Spirit
Or gliding in canoes or cattle are browsing on the walls
Far away gazing down with the eyes of our children
Not far away or there are men driving
The last railspike, which has turned
Gold in their hands. Gigantic forepleasure lives
Among such scenes, and we are alone with it
At last. There is always some weeping
Between us and someone is always checking
A wrist watch by the bed to see how much
Longer we have left. Nothing can come
Of this nothing can come
Of us: of me with my grim techniques
Or you who have sealed your womb
With a ring of convulsive rubber:
Although we come together,
Nothing will come of us. But we would not give
It up, for death is beaten
By praying Indians by distant cows historical
Hammers by hazardous meetings that bridge
A continent. One could never die here
Never die never die
While crying. My lover, my dear one
I will see you next week
When I'm in town. I will call you
If I can. Please get hold of Please don't
Oh God, Please don't any more I can't bear . . . Listen:
We have done it again we are
Still living. Sit up and smile,
God bless you. Guilt is magical.
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