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Channel: POETAS SIGLO XXI - ANTOLOGIA MUNDIAL + 20.000 POETAS: Editor: Fernando Sabido Sánchez #Poesía
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MARYTERE CARACAS [18.058]

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Marytere Caracas

Nacida en México D.F., el 01 de Enero de 1967. Estudió la carrera de Administración de Empresas en la Universidad Tecnológica de México. Ha sido miembro de diferentes talleres literarios.

Ha publicado los libros:

- “Isla de Mariposas” Sepia Ediciones
- “Espejo y Sombra” Sepia Ediciones
- “Blanca Resurrección” Sepia Ediciones
- “Violetas Negras” Sepia Ediciones
- “Omiris” Sepia Ediciones

Su obra ha sido publicada en Antologías, Suplementos Culturales, Revistas Digitales.
Ha participado en Encuentros Nacionales e Internacionales, y colabora con Sepia Ediciones.



Desnudez Quieta

Bajo cobija de musgo
yace el cuerpo,
en tupé de heno
                               reposa la testa,
sosiego del día.

Germen de polvo el rostro,
tranquilo, cautivo,
del hombro nace hierba,
cascada que cubre la
desnudez quieta.

Insectos lunares pintan la indolencia,
rama que abriga
los senos dormidos.

Van Gogh se muestra en la escena,
trazando de jade
la creación.



Delirio Nocturno

No es extraño que mis alas
vuelen en otro puerto, y mi cuerpo,
sea sonámbulo de extranjera tierra.

Me resguardan paredes de marchita paja, 
cubren su rostro y miran mi mente como corceles
que galopan la palabra,
en cada acento que habita esta ciudad interna,
donde se despliega el silencio,
como aire prisionero que cae y se levanta
escudriñando mis poros deseosos de tocar mi pensamiento.

Miro tras el reflejo del oscuro cubo,
el obituario de sábanas que abren sus labios y gimen,
gimen como esa mujer que llora su castidad perdida
con el clamor de las piedras que hieren.

Busco, tras los vestidos de esas ventanas
que aprisionan la luna
… ¿qué busco? si sólo existe mi poema
en esta voz que transita en los rieles
de una locomotora sin freno,
donde sus estaciones
son humo, chimeneas sin leña.

Me siento sola, perdida en el obelisco de este hoyo negro
que sostiene el pulso, con la soga
que se asfixia en la garganta,
sólo desgasto las uñas y escucho el chirrido
que huele a hombre en la hoguera.

Cruzo y descruzo estas piernas
que una vez soñaron con ser sirena;
miro al espejo de piedra frente a mi,
no tiene rostro, no hay reflejo,
se despeña mi alma.

Salgo a la noche, y mis pies,
deambulan sin las plumas de su cuerpo,
piso huellas de forasteros en este Barrio de cangrejos,
y batallo por su ola que se desploma al borde de sí misma.

Susurra la lámpara a mi oído,
como un grillo atrapado en su propio aliento,
veo sus brazos que me inseminan en su incandescencia,
la peregrinación que habita los precipicios taciturnos de mi nombre.

…No vivo ni muero, sólo desvelo mi sueño en este océano
que no ha tocado la medusa marina de mi cuerpo;
me espera el lecho que encarna todos los deseos,
y las almohadas, cuchichean burlonas,
las ficciones incorpóreas de mi eros.

Despierto…
                                …amanezco,
y los fantasmas, siguen tan negros, como el asterisco
suspendido en las puntas del trapecio,
se repliega el día, esculpiendo,
la figura de mi delirio nocturno.



Necrópolis

Escucho cada pisada,
cada huella que asemeja
a una codorniz que viste de vuelo;
las paredes me raptan ante la parvada de plegarias
que oran en silencio, el abandono de plumas
que se encarnan en su órbita,
en esas aves que no miran la preñez del eco que deja su figura
al asomarse al mudo zumbido de los jardines de la voz,
zigzagueando como abejas en el panal,
como ensimismadas avispas en la frontera del cielo.

Sucumben los huesos empalagados por la ausencia,
por las yedras que hieren el olvido,
dejando caer los recuerdos como velo amoratado
sobre lápidas que entierran nombres,
alfabetos que fluyen como río sin rocas
en ruinas que arrastran el sollozo.

Lamí la pena y el delirio,
las sombras que deambulan,
el polvo disperso en la habitación
quebrantada en el muro de la voz embravecida,
desfiladero de restos que se deslizan
en el áspero y silencioso cementerio.

Si pudiera mirar las disecadas hojas del amor,
el péndulo de ramas que lloran
en los estanques de una mañana párvula,
moriría esta noche como estela en el aire,
inquieta entre la danza de un cisne de humo
y ristras de lirios ahogados en plumajes inciertos.

Se han ido ya, los burlones remolinos que golpearon mi vestido,
este vestido que vuela como mariposa entre ventanas
de la huérfana inocencia, y los pies desnudos,
saltamontes en íntimas praderas, en arboledas
que destiñen su sombra en promesas estranguladas por la espera,
brote del fruto que se desgaja sin desabotonar la cáscara,
en una noche que recuerda al silente gorrión que se detuvo en la calzada.

Quién sobrevive al mutilador de doncellas,
al tren que ha frenado su paso
en esta estación donde la miseria,
convalece en el lecho que cobija al estrangulador insomnio,
sudor del cuerpo en el agobio ciego,
que ve pasar el desleal pacto de un ángel eclipsado,
mientras muero de mirarme, y caigo en un alud sin luz en su venero.




Estética Orgía

Me escarban los labios del silencio…
Esta metrópoli de oscuros abrigos
y pálidas paredes cortejando mis huesos
que ejecutan, el réquiem desespero.

Los zumbidos dejan de danzar, y el velero
extraviado, en el lago de mi frente,
abandona la lucha que desata
los desmayos, la rabia de los ciegos
que asfixian las aceras
con el olor putrefacto de lamentos.

Golpeo al viento, y mi cuerpo
quiere nacer en el abrazo,
en ese abrazo que no concilia las migas
de unos labios zurcidos en el cáliz del deseo.

Destejo la locura, me estrello
ante el rincón que vomita soledades,
y el vaivén de las olas
que no alzan vendavales;
muero ante el espejo de mi cuerpo,
ante la falda de la noche que desata
nudos, en un ocaso sin rostro, sin nadie, sin mí.

Soy un lago quieto bajo el sacro imperio
donde crepitan sermones de mudos rosarios
que amordazan el lagar seco de madura estatua;
me rapta, y toco con mis manos
el holocausto que subyuga al “uno mismo”,
río ciego, taciturno y loco,
el cauce del tambor mudo de la noche
en la distancia de la árida lechuza
que mira el jardín de sauces muertos,
y habla con la voz del que niega y lame
los pasos del futuro que sucumbió
en la fogata del ayer.

Pero no, no es soledad; me decía el cuervo
que pasó por la calle, bajo el humo de la angustia
y el cristal que me veía, gesticuló la incógnita
en mis labios que amortajaban al congelado miedo.

Caí, como hoja debilitada por la natura del viento,
desmayaron mis párpados, y el péndulo de su plumaje,
fue la hipnosis palpitando en el túnel desierto
de mi cuerpo. Entonces, escuché el gemir de mi cartílago,
en vocales que dan vida a este embrión,
reclamando, el injusto aborto.

He sido un espectáculo aburrido
masturbando la tierra,
comiendo de su hambre,
bebiendo el amargo néctar
de la noche convulsa y asesina.

El amor, y todo,
han sido la transfusión enemiga de mi sangre,
fiel dictado por los diálogos
de un corazón que no se entrega,
que naufraga en los rituales esparcidos
en la mar crucificada
por la coraza de esta piel de cabra,
parada, en el peñasco del abismo
de su voz que sangra, mientras lame
las heridas del espejo que acaricia
la noche refulgente de sus llagas.

Cuarenta y siete navidades
reclaman la polución que enmascara
los grilletes de hule, atados en la sed
de la fertilidad adyacente
a la constelación tempestuosa de mis alas.

Viajé en la noche que celebró
la orgía de esclavos que remueven
al bulbo fértil y atrapado
en la máscara de innumerables rostros.

Di pábulo al vergel infestado
de racimos de huesos,
cancerosas yedras que resuenan
en la oquedad que eructa
la indigestión de labios;
inmiscuí a la espiga temblorosa
en un lago de pirañas
deseosas de reinventar mi rostro,
descuajé las heridas que deglutían
sangre de pecados ajenos,
de esos pecados que derrumbaron
la muralla descalza de mi vientre,
lapidando al campanario
que cuelga de las ramas del quebranto.

Y, allí, en el epitafio escrito en mi frente
escuché la música nostálgica,
arpegios que descorcharon
las botellas caducas de la bóveda sellada
con un candado de necias palabras
y peldaños que llevan a ninguna cumbre.

Me bauticé con la luz del alba
que anunció con ímpetu la tempestad que arrasa
los árboles que reclinan su sombra,
a la luz, a la lealtad, a la voz del pájaro
que teje con sus alas, la embriaguez del día
y la danza de la abeja.

Comenzó el ventarrón, desraizando
los malditos tósigos que nublaron los balcones,
y, el ritual del búho, cubrió mi rostro
con la desnudez de la verdad,
destejiendo el espeso manto de la duda,
que incendió, el conjuro que levanta a los muertos
en la vía del vuelo sin retorno.

Comulgué con el sollozo del chelo
la mirada pervertida en la fisura
que exaltaba, la luna vigía de mi sueño
en la cúpula de mi sangre,
que desprendió, el himen insolente del eco,
espectador silente que aplaudió al pincel
de la flor que con sus pétalos, dibuja el alba.

Lentamente, el verde parra, encrespó sus vellos,
sacudió el polen empolvado
por la sequía que habitó la montaña,
y al caer, la oruga que arrastraba sus penas
en el sendero que despeña la memoria,
resplandeció, la luz que se difunde
en el cristal de místico silencio.
Llegó la partitura de las estaciones,
en los trinos adosados al manzano crepúsculo.

Situé la herida bestial que edificó
la corona negra de Eris, genocida de mis entrañas;
en esos días, la falda acústica,
floreció, al unísono gemir de sílabas,
como espadas dolientes de mi canto.

Larga espera, como viajero en la nostalgia,
en el fuego demente que calcina al futuro, y,
mientras yacía en el lecho ciego,
mariposa rota y paralítica,
el sol jugaba con la tinta que tatúa mi nombre
en la playa que suda en mis dedos,
el clímax de este parto estético.

Este sortilegio, no me ha dejado indiferente,
el ritual, no es más que encajes enlutados
en la agonía de media noche,
que descalza, el clamor por la injusticia; y,
su dolor, la túnica sombría
que escupió en mi cara, el nombre de la culpa,
colmena que zumba las fulminadas letras del olvido
en las paredes de este manicomio que eyaculó hastío,
reventando en el plexo del abismo, cenizas,
escombros que lapidan mis azahares.

Seré, la ventana desnuda
en el onanismo de mi profundidad,
o, un Dalí sobado con mis ojos,
labios que preludian a Chopin, o,
dedos, en la gradación retórica
de odas que danzan a Paz,
en este rostro que ya no llora, canta.

Qué bagaje; el silencio, la piel, la voz,
el lenguaje, la palabra, la duda del espejo
que embistió el íntimo rumor
de la soledad. Me inclino, me detengo,
me deshago, me rebelo a la catástrofe,
me reconstruyo y…
dejo que mi cuerpo, teja las horas
de los días, la túnica de las deidades
que reposan en el aliento del silencio
y la eterna soledad de la obsidiana.



Inmortalidad

El cielo, enviciado en el reflejo etrusco de la diosa,
empapa sus cabellos en palomas y cisnes negros,
séquito del diálogo de la luna y el ruiseñor.

Venus, que viste de suspiro tul
en la Sicilia pradera de su nido,
será el culto fecundo del obelisco,
ave fénix en su vía sacra,
amalgama del mirto en el templo de su cuerpo.

Allí, donde se esculpe el áurea Afrodita,
se colmará el arbusto, la partitura
de sus siglos petrificados.

Allí, donde Tintoretto tiñó de mármol
el cetro de fuego de Vulcano,
arderá la luna,
el arcoíris, y
el tacto de sus ojos.

Allí, donde el lecho de Venus
se ofrendó a Marte,
nacerá cupido con el sol distante
de su alfabeto.

Allí, donde la mar es vientre
del origen de Venus,
arderá su roca de fuego
bajo el arrecife durmiente, y
la serpiente del tiempo.

Y en el templo más antiguo,
donde las columnas de sus labios
pecan con la inmortalidad,
la diosa de Milo abrazará su nombre.

En aquella época, Venus copulará
en la romanza de mármol, y
en la celestial sinfonía en sol mayor;
epíteto de la fragante voz del ciclamor.



Réquiem de la noche

Cae como la tarde moribunda
en un valle prisionero de la sombra,
sobre el viento del pájaro que calla
ante un verso dictado por la luna.

Y es que, la tumba cotidiana,
turba la silente tinta
con espesas cabalgatas,
que van y vienen,
en las hojas ya sin rama.

Y en el momento, pronuncio el relámpago
con el sabor amargo de la orfandad
que se divisa en la mirada:
la muerte en el espejo
que imita la indigencia,
la sed de mis palabras.

Mis dedos, no logran empuñar actos idílicos,
ni enredar lienzos con el nudo cruel del mundo.
Y es entonces, cuando mi agonía cohabita,
y mis ojos desorbitados se mezclan
con las esporas que ciñen la locura de la noche.

Y allí, en ese estero que respira sequedad,
vislumbró hambre, abandono y desamparo,
cuchillos que espiran al robo cruel de mi utopía,
donde el muro cristaliza, las invidentes
ruinas de esta destrucción.

Pero, yo, vidente de la vergüenza,
aulló como lobo sin luna en el abedul de la incógnita…
dónde estás… Indago en la bahía de la noche,
en los ojos psicodélicos del búho que se pierde
entre palabras moribundas,
en el cincel de la estatua que desciende de sí misma
y borra las huellas de aquella arboleda
que era luz respirando mi pueblo,
las postales de ayer.

Una primavera, solo una primavera ha pasado,
donde sacié el hambre
con los cabellos alargados del poema,
cuando mi lengua era el puente que leía
la dualidad, la realidad y el caudal de la metáfora,
soñando que la piedra de mis dedos
fuera, el destino del poeta,
o la espuma que pronuncie
mi libertad bajo palabra.



Atardece la Noche

Sobre el murmullo de la noche,
cruzo entre puentes de palabras,
entre luces opacas de las guitarras mudas,
y los retazos del vestido que empolvó sus hilos.

El silencio, diáfano de luz y cielo,
reflejo que ahoga la agonía,
y hace presas a las paredes de los nidos,
donde el cisne de sus dedos, ballet
que conjuga, la ópera de los sueños.

Sólo el arabesque de los labios,
pájaro que en la quietud, deleita y
sacia, los minutos encallados en el poema,
luciérnagas que meditan en el verso.

Hay lirios cuando atardece la noche,
cuando los ojos contemplan la lunación, y
las estrellas desvisten su piel
en el rosario de los sueños.

La sangre, esta sangre que vive
en el cautiverio de los cuerpos,
habla al eco silencioso que acuesta su alma
en el lecho inquieto, deseando
perderse en nubes de falaz imagen.

No por un instante la plenitud de Nix
deja de amar al minuto más sencillo,
a la hora que cuelga al tiempo, al paso
sigiloso en la virginidad de la luna.

Enmudece, como si el silencio
denunciara la afonía de la noche,
como si la vara de la justicia
resquebrajara su aliento
en las escamas de la sentencia.

Es extraño el cuerpo que duerme
en la luna llena de la alcoba,
desvaneciendo el pitido
de la locomotora nocturna
que opaca al canto del búho.

Oscuridad, allegada de la noche,
engendras el día, la luminosidad y el brillo,
la divinidad femenina, la madre luna.




Violetas Negras

A Cristina Sánchez López.

Tu voz,
navegante de latitudes,
estaciones que circulan
epitafios de rocas sumisas,
afonía que habla y calla jilgueros,
y despeina, al aire y a la rosa.

Tu voz,
herida por los misterios de la vida,
acribillada, calcinada por el decaimiento
del puerto y el espejo de tu cuerpo,
por el minuto distante y difuso
que corre desolado
en las gotas secas de tus ojos.

Tu voz,
se confunde con el vuelo y
la espuma de las aves,
espiral cantante de cuerdas,
donde el chelo de tu pecho
emite preludios ahogados,
cenizas de agua,
ocultando tu rostro
en las reliquias de la noche.

Sólo el discurso de tus ojos,
arrebata las horas con el andar
dolido de tus huellas,
sujetando a las estrellas
con el hilo quebrado de tu voz,
en odas que crecen en tus hombros
simulando estar dormidas.

Tu voz,
despierta a la luna de su sueño,
extraviando su diálogo con el búho,
quien desvencijado tiembla
por los labios de tus dedos,
donde las palabras giran crucificadas
por la condena de los dioses.

Quizás el destino
se sienta muy extraño
en la Epifanía de tus versos,
o, tu voz
se desprenda de tu cuerpo,
sembrando en el camino del poeta,
violetas negras.



Días de Trigo

Busco el contorno de mi cuerpo,
el trazo de la claridad,
el horizonte sediento
del lenguaje de mi alma.

Busco la silueta de mis pasos,
el eco repetido en la montaña de mi nombre,
la aureola dorada de mis alas,
el alba fina de mi sangre.

Busco en la noche de silencio,
el amor intangible
que hunda mi soledad angustiante;
huyo de mis lágrimas,
del amor sibilino, el que en el bosque
del silencio, secuestra, sin sentido,
sin motivo, mis secretos.

Busco las nubes de ciudades sensibles,
gente que emita el ruido de un vuelo palpitante,
aquella que dé pisadas sigilosas
en la claridad de mi pecho.
Busco mis velos desnudos
que caminan, sobre las cenizas
verdes de mis senos,
mariposa delicada y trashumante.

Busco los cuencos
que recogen de mi fuente,
la respiración antigua,
el amor de ópalo y ónix.

Busco, más no renuncio,
a la Virgen de aquel bosque recordado,
la que sacrifica abejas, hojas,
como tributo a la poesía,
a la palabra enredada,
al sol que nace
bajo la bruma nocturna.

Busco el éxodo de mis ojos,
donde el reflejo aguarda
la oscuridad luminosa, y construye,
un vuelo sin rumbo ni destino;
indago los pasos de mis huellas,
esas que escalan y descienden
en el escarpado camino de los actos.

Busco en las horas, la constelación
fértil de mis estaciones,
el reflejo plateado
del calendario de mis huesos.

Y, en mi vientre, busco
las olas que conviertan a eros
en delicada túnica del templo.

Busco, más el tiempo avanza,
en días de trigo, en años de aves
que vuelan ciegas, la alborada inmortal
del etéreo lienzo de mi voz.



Calzada Palpitante

El tiempo reposa,
sufre la tormenta su agonía,
lentamente, las ilusorias hojas
se desprenden del árbol, y
la noche, asoma su rostro
en la hilaridad de la osadía.

Sosiego etéreo de un nuevo bosque,
perfil de episodios no contados,
páginas que aguardan la acuosidad
impalpable de la tinta,
los pensamientos desbocados,
que danzan en la calzada palpitante,
sobre rieles de un tren sin freno.

A lo lejos, intrínseco el vacío,
habla con la mirada del deseo:
Tengo hambre de vida.



Cristal Nocturno

Lanzarse al silencio
en la noche que no duerme,
en el absurdo minutero
del nunca y del siempre,
del que nadie sabe,
del que mira perlas de agua,
y espera el caer de lo que hay arriba,
como siembra en lluvia,
como ruinas circulares
que asoman su rostro
en la belleza absoluta del instante.

Hay noches que el oleaje
arrastra caudales de amargura,
donde las golondrinas vuelan
sobre nidos de púas,
como buscando al eco
de un amor ausente,
o una grieta desnuda
en los pliegues de las sombras.

Colgantes flechas
tiritan en la distancia,
incendiando al tiempo
en la silueta azul de la piedra,
y el suspiro, vacío e incompleto,
refleja al ámbar del cristal de la noche.

Camina el viento en monolitos de agua,
en la orilla inmóvil de la duda,
y la voz del aire,
estría de lava,
escurre sin pulso,
sin alfabeto que desgrane
los fríos solitarios del alba.

Sólo el juicio se postra
en el añil de la incógnita,
y las manos revientan
por la insistencia de la noche,
esta noche que teje oscuras telarañas,
mientras los astros brillan
en los estelares límites de los cuerpos.

Exclama, prófuga la locura,
el grito del crepúsculo,
polvo desnudo y sediento
por la laxitud de la angustia;
germina el secreto
en los poros del camino,
en el cielo que oprime
al prisionero del abismo.

La memoria,
homilía sin estrechos límites,
vértigo quieto y perpetuo
en el rictus de lo eterno,
hora solitaria que deambula
en el corazón agrietado,
en escamas de pena
por la negritud de la noche.

Y, las lágrimas,
oscuras y destellantes,
desfloran la lluvia
de los minerales recuerdos,
esos recuerdos que oprimen
a los besos que no besan,
a las manos que vagan sin destino
en el rodar incierto
de ciudades de musgo,
cuyo cielo se desploma
en los fríos espejos de la noche.

En un punto en el espacio
se abre una puerta en la frente del que sueña,
diálogos de órbitas danzan
en el desierto perplejo,
desquiciando los párpados,
tras la última mirada del búho,
que tiembla y se esparce, cual humo
en los ojos de la cuerda floja y el infarto.







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