Alex Aillón Valverde
Nació en Sucre, Bolivia, en 1969. Ha publicado los siguientes títulos: Para leer al Pato Donald desde la diferencia; Pop y otros escritos; y 4000. Revolución es su nuevo poemario bajo el sello de Editorial S. Aillón Valverde es periodista y comunicador social. Ha vivido y trabajado en Ecuador, Estados Unidos y Bolivia. Gestor cultural, catedrático y, ocasionalmente, compositor, actividad por la que ha sido reconocido con el Premio Nacional de Cultura Eduardo Abaroa el año 2013. En la actualidad Alex Aillón Valverde es Editor del suplemento cultural Puño y Letra del periódico Correo del Sur de la Capital de Bolivia. También es Director General de Editorial S y del grupo Ciudad Idea.
I´m an old man now, and a lonesome man in Kansas
Allen Ginsberg
Pero mi patria gemía a cuatro mil metros sobre el nivel del hambre
Eliodoro Aillón Terán
Voy a hablar de la soledad de Bolivia, que bien podría ser la soledad de todos nosotros.
Mi soledad, o mejor dicho, nuestra soledad, no es la misma que otras soledades.
No es la soledad de Kansas, que hace cantar a Ginsberg en una carreterra nublada, a 60 millas de Wichita.
Tampoco es la soledad de Philip Glass, que alienta la recuperación del cosmos en el vórtice de su piano y que hace temblar la cuerda floja del tiempo en la mitad del mundo.
No, no es la soledad de las plantaciones de algodón, ni la soledad que hace dormir al Diablo del blues, ni la guitarra de Woody Guthrie, ni las historias de Bob Dylan.
No es la soledad de los barcos, ni la de Hemingway; tampoco la lenta e inasible soledad de las ballenas; ni la soledad de los mensajes que vienen del otro lado de la Atlántida trayéndonos otros silencios, otros lenguajes, en botellas arrancadas al océano inabarcable, inaudito.
No es la soledad de Virginia o la de Alfonsina o la de Janis, menos la soledad de Silvia, la de Alejandra o la de Marilyn que se quiebran como un puñado de palabras arrojadas a una ventana, una mañana de invierno.
No, no es la obscena soledad de los iluminados, ni la soledad de la hoja en la corriente del río que camina hacia una soledad más vasta, una que no conocemos.
No es la soledad de las jeringas, ni la soledad de la última bomba; no es la soledad del último suspiro; tampoco la constelada soledad de los burdeles donde Charlote es nube y es lluvia; como tampoco es la soledad tan concurrida de un viejo poeta uruguayo a quien nos gustaba llamar Bennedetti.
No, queridos hermanos, no es la soledad que iluminan las luciérnagas, tampoco la tenebrosa soledad de los muertos, ni la soledad de los hombres solos. No, ésa no es nuestra soledad.
Nuestra soledad es una soledad sin nombre que se acerca a cualquier esquina, a la luz amarillenta de la tarde donde nuestras soledades se juntan para encontrar algo de calor.
Es algo que fermenta con los siglos.
Mezcla de ídolos, dioses, rituales, pachamamas y mamaocllos; emblemas agobiados con cocaína, wiski barato, carnaval y goma de mascar.
Asistimos en multitud al majestuoso espectáculo de nuestra propia soledad.
Más solos que las cometas en su trayecto hacia Dios –sumergidos en enormes vasos de alcohol y chicha, agachados sobre un espejo, dibujando las líneas que trazan el siniestro mapa de nuestro extravío–, nos alejamos mientras una gigantesca banda hace reventar el ojo del crepúsculo en el horizonte.
Nuestra soledad es la soledad de la última pastilla antes de apagar la luz y decir adiós.
Nuestra soledad no busca salida, es así como es: retrato de familia en la cocina, sopa a mediodía, coca en el cachete.
Y es que esta soledad que es nuestra, es única.
No es la soledad del Oráculo, queridos hermanos, ni la soledad del laberinto. No es la soledad de los emperadores chinos o la de Stalin, ni siquiera la bíblica soledad de la pija del Papa.
Esta soledad nuestra es una soledad institucional, una soledad con ítem, una Soledad con mayúscula; es una soledad con capacidad de mentirse a sí misma, una soledad con capacidad de destrucción masiva; un frío repentino, un tropel de palabras sin vida.
Esta soledad nos hace gigantes, amados compatriotas, porque es monstruosa; no existe nada que nos lastime pues nuestra soledad está con nosotros y podría parecer inútil pero es eterna.
A más de 4000 metros sobre el nivel de nuestro propio vómito, les invito a mirar la patria y su soledad plagada de discursos y salones presidenciales; a sentir el poder de los narcóticos, el poder de las banderas, de los símbolos angustiosos, el cruel espectáculo de la nada.
A más de 4000 metros sobre el nivel de la locura, les convoco a encontrarnos en la matriz del universo, en la soledad de nuestras estaciones espaciales y contemplar nuestra abominable creación.
A más de 4000 metros sobre el nivel de la desolación, emplazo a esos hombres como rocas paridas por la montaña; convoco a mi Padre y su palabra trocada en silencio; convoco nuevamente su desnudéz y su infancia rota; convoco a todos los que estando solos, se olvidan de nuestra soledad.
No convoco a Shambu Bharti Baba, a William Blake, a Hare Khrishna, a Allah, a Yavé, a Jesucristo; convoco a Ginsberg (el todopoderoso), a Panero (el elocuente), a Horlderlin (el delirante), a los condenados, a las putas, a los desquiciados, a los suicidas, a los miserables, a los abandonados, a los verdaderos hijos de este planeta, para tomarnos de la mano y subir a nacer en la cúspide de la tormenta.
Yo no vengo a pedirles nada, señores, nada que les pertenezca, nada que no nos haya sido dado ya por la embriaguez, la tristeza y la eternidad, que tanto se parecen al abandono y al amor.
Esta tarde, que en el horizonte se queman mis ojos y se petrifican mis lágrimas como abatidas por la mirada de la Medusa, las manos de mi padre me han vuelto a tocar y han despertado mi alma conmovida por el beso de su ausencia.
Un poema de amor
Te encontré la noche que te casabas con otro.
Yo fui quien te vio lanzar el ramo al vacío.
Por tu espalda se derramaba una cascada
que me hacía pensar en aquél rio oscuro
que conocimos en Irlanda.
Tú no lo recuerdas, pero yo sí.
Aunque jamás te vi el rostro bajo un cielo semejante,
ya te imaginaba.
Andaba yo acribillando esta vida
en cantinas que no son
las que frecuentábamos en Chicago,
sin recordar nuestro viejo vicio
de ir husmeando nuestros cuerpos
por el universo.
Tuvieron que pasar varios años
y ese buen hombre que te amó murió
como mueren —supongo—
los sueños al quebrar la madrugada.
Yo también he muerto y renacido cientos de vidas
para llegar hasta ti,
nuevamente.
He cruzado la eternidad
y lo volvería a hacer
sin pereza,
sólo para encontrarte
y decirte adiós una vez más.
Siento mucho haberte hecho esperar,
sé que siempre llego tarde.
No es mi culpa el alto tráfico de almas.
Siento haber fallado de nuevo,
aunque si recuerdas, suelo hacerlo peor.
Ya sabes, tantas vidas acumuladas
para volver a la vieja costumbre
del extenuante oficio de la nada.
Por cierto ¿te diste cuenta?
en esta ocasión no hablamos en demasía.
No como en aquél invierno del 68,
o como lo hicimos en ese viejo puerto
viendo partir esos barcos
al abismo.
Alguna vez los escombros de una iglesia
nos vieron caminar de la mano.
Una madrugada,
bajo los faroles de Varsovia,
luego de hacer el amor en la calle,
llegamos a la conclusión de que hay vidas
en que es mejor
abrazar el silencio.
Esto lo saben los monjes
y los amantes no somos distintos.
Al menos ahora no me disparaste
con el revolver que encontramos
en el cajón del sótano de ese castillo
que incendiamos.
Ni yo te lancé por la ventana
cuando terminamos la última línea
de cocaína que nos llevaría directo
a las puertas del infierno.
Sabes que siempre preferí el veneno,
pero recuerdo que a ti te gustó mucho
el filo de aquella navaja.
Cuando volvamos a vernos
quizás este planeta no exista,
quizás seremos polvo de estrellas,
pero las hemos pasado peores,
ya buscaremos la forma de arreglárnosla,
como siempre.
Hoy he nacido de nuevo
y he vuelto a encarnarme en ese niño gris
que conociste
y salvaste de los volcanes de Quito,
antes de que la ciudad desapareciera
sepultada bajo la ceniza y la tristeza.
Solo que ahora no te veo
y siento ya el fuego de esa vieja conmoción
que crece en mi alma
cada vez que llego a este planeta.
No sé si te veré en esta vida.
No sé cuál sea tu nombre
o cuáles los enigmas de tu rostro.
Hay un letrero
sobre la carretera gris,
en un lenguaje que me es extraño,
el paisaje trae consigo el vértigo de la neblina y el viento.
Algo parecido a una bomba acaba de estremecer
los colores del planeta en el horizonte.
Ya se, no hace falta que lo digas,
no es hora de remordimientos,
es hora de secarse las lágrimas
y echarse a caminar.
Es hora de sobrevivir.
Like it
Los hombres de mi edad
nos conmovíamos con cosas importantes.
Si caía una bomba nuclear
pues cómo no conmoverse.
La destrucción del planeta
siempre será algo hermoso.
Si moría alguien como Janis
pues cómo no conmoverse.
La muerte de una rosa
siempre merecerá
la entrega total de una lágrima.
Si caía un dictador
pues cómo no conmoverse.
La revolución es la suma de
un nosotros que sueña y que no existe
pero que, sin embargo,
canta la misma canción.
Si alguien se enamoraba
pues todos nos enamorábamos.
Si alguien decía adiós
pues todos decíamos adiós.
Si alguien perdía un compañero
un hijo, un padre, pues todos los perdíamos.
Suma del todo y de la nada,
los hombres de mi edad
ahora vamos por la vida, celular en mano,
buscando un lugar donde
sobrevivir como pulsiones de luz,
datos, like its, identidades dudosas,
soledades abarrotadas de soledades,
mientras negociamos
los términos de nuestra rendición
y ausencia definitivas,
con los dueños del Apocalipsis
la galaxia
y la fibra óptica.
El odio que te tengo
El odio que te tengo es capaz de pulverizar montañas, de secar mares, de cambiar el curso de los buses. Es un odio sincero, a la altura de gente como nosotros. El odio que te tengo es tan odio que es un odio al que no puede acceder la gente común, que también odia. Al final, todos tenemos derecho a odiar, pero mi odio es diferente. Mi odio es, de lejos, mi mejor arte. Odiar puede parecer fácil pero es un arte extremo, es
algo que se aprende tras largas temporadas en el infierno, buscando amor en avenidas desiertas empapadas de tristeza bajo lluvias de fuego. Fácil es querer, fácil es amar, fácil es pensar en la limitada armonía de las cosas porque nos hace creer que somos buenos y la bondad es un sentimiento miserable y mentiroso. Estúpido es decir “te amo” y esperar que te crean. Odiar en cambio, te acerca a lo monstruoso, te enfrenta a lo siniestro, a lo sucio, a lo espantoso de ser quien eres. Te hace saber que eres, también, malditamente humano. Un murciélago ciego en busca de su caverna en la desolada extensión de la noche y la palabra. El odio es eterno, el odio procura la locura. El odio enfrenta la frustración de no poder retener eso que llamamos amor, entonces lo mejoras, lo superas, lo odias. Odiar es de lejos un sentimiento contradictorio, pero eso es lo que somos, también. Odia y serás libre. Odia y vencerás. Odia y caminarás
directo al infierno. Ódiame por piedad yo te lo pido, es el grito desamparado de los amantes frustrados. Los amantes odian más y mejor, es el amor en su estado puro. Mientras más profundo es el amor, más profundo es el odio. Si te amo y no te puedo retener, pues te odio y ese odio perdurará más allá de nuestra carne y la ternura que hoy te tengo. El odio que te ofrezco es la llave del infierno, no del paraíso; es la llave de una cantina no de la iglesia; es la llave del heavy metal no del pop; es la llave que da al otro lado de la puerta antes de que empiece el apocalipsis que acabará con el mundo y no podamos ya recuperarnos. Abraza este sentimiento que es tan puro como el alcohol y el silencio. No lo rechaces y no dudes de él ni siquiera un segundo: el odio que te tengo, es el odio que te mereces. Te odio.
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