Heterónimo de Fernando Pessoa
Bernardo Soares es el acongojado autor del Libro del Desasosiego, que actualmente muchos especialistas consideran la obra de su vida.
Libro del desasosiego
El Libro del desasosiego (en portugués, Livro do Desassossego), escrito por Fernando Pessoa bajo el heterónimo de Bernardo Soares, es la obra en prosa más importante del poeta portugués. La obra consta de más de quinientos fragmentos de diario, aforismos y divagaciones sobre cuestiones cotidianas y filosóficas generales que Pessoa redactó entre los años 1913 y 1935, fecha en la que falleció dejando los textos en completo desorden. Las indicaciones presentes en los manuscritos estaban completamente dispersas y en algunos casos hasta eran contradictorias. El Libro del Desasosiego se presenta como la autobiografía de Bernardo Soares.
De dicho personaje, afirmó Pessoa que se trataba de un «semiheterónimo porque no siendo su personalidad la mía, es no diferente de la mía, sino una mutilación de ella. Soy yo, menos el raciocinio y la afectividad».
He nacido en un tiempo en que la mayoría de los jóvenes habían perdido la creencia en Dios, por la misma razón que sus mayores la habían tenido: sin saber por qué. Y entonces, porque el espíritu humano tiende naturalmente a criticar porque siente, y no porque piensa, la mayoría de los jóvenes ha escogido a la Humanidad como sucedáneo de Dios. Pertenezco, sin embargo, a esa especie de hombres que están siempre al margen de aquello a lo que pertenecen, no ven sólo la multitud de la que son, sino también los grandes espacios que hay al lado. Por eso no he abandonado a Dios tan ampliamente como ellos ni he aceptado nunca a la Humanidad. He considerado que Dios, siendo improbable, podría ser; pudiendo, pues, ser adorado; pero que la Humanidad, siendo una mera idea biológica, y no significando más que la especie animal humana, no era más digna de adoración que cualquier otra especie animal. Este culto de la Humanidad, con sus ritos de Libertad e Igualdad, me ha parecido siempre una resurrección de los cultos antiguos, en que los animales eran como dioses, o los dioses tenían cabezas de animales.
Según Ángel Crespo, editor de la obra en castellano y uno de los máximos conocedores del poeta portugués, el germen de la obra se encuentra en un escrito que Pessoa publicó en la revista A Águia, en 1913, titulado "Na Floresta do Alheamento" ("En la floresta de la enajenación"). En 1914, aclara Crespo, acababan de surgir los principales heterónimos de Pessoa, pero ninguno de ellos se identificaba con el autor de "En la floresta...". El Libro del desasosiego fue en principio obra ortónima para Pessoa.
Lo que plantea el libro con toda claridad, sigue Crespo, es el problema de la doble personalidad que arranca de los románticos alemanes: Goethe, Novalis, Hölderlin... Pessoa al principio, en sus propias palabras, se veía obligado a trabajar en la obra debido a un estado de «abulia absoluta», aunque todo lo que le salían eran fragmentos. Crespo, por tanto, destaca tres circunstancias en relación con el surgimiento de la obra: la primera, el carácter fragmentario de la personalidad del autor y su imposibilidad para escribir otra cosa; la segunda, que la obra es ortónima (es decir, pessoana) en origen; y la tercera, el «estado de no-ser»: estas tres características, pese a la evolución estilística registrada en años sucesivos, se mantendrán invariables.
En cuanto al problema de la autoría, Crespo resume que el autor principal, Bernardo Soares, puede considerarse «una literaturización del Pessoa ortónimo»; la dificultad para hacer del autor de la obra un ortónimo deriva sin duda de la calidad de intermitente diario íntimo que tiene la casi totalidad de los fragmentos. Las coincidencias entre Pessoa y Soares se cifran en que ambos sufren por su inadaptabilidad a la realidad vulgar, incluso su repudio de ella; coincidencias también en sus hallazgos sintácticos; los paisajes urbanos de ambos y sus respectivos trabajos; sus reacciones ante la sociedad, su soltería, su vida de alquilados...
Respecto a las dificultades de su traducción, afirma Crespo: «[...] el lenguaje del Libro del desasosiego es, en ocasiones, un idiolecto que tiende a lo secreto, a lo incomunicable, y que, debido a ello, bordea también, en ocasiones, la intraducibilidad. El individualismo de Bernardo Soares, su retraimiento ante los demás, su falta de solidaridad con ellos, y sobre todo su dolor individual –factor, este del dolor, al que Wittgenstein atribuye gran importancia como causa de los lenguajes secretos–, inclinan a Pessoa a crear un lenguaje casi privado, un lenguaje "in isolation" que tiene, según el autor recién citado, algo del juego de los solitarios; y Pessoa se refiere precisamente a este libro como a un juego de solitarios».
El crítico estadounidense George Steiner escribió sobre la obra: «Lo fragmentario, lo incompleto pertenecen a la esencia del espíritu de Pessoa. El caleidoscopio de voces dentro de él, la amplitud de su cultura, su irónica simpatía católica –que resonaron maravillosamente en la gran novela de Saramago sobre Ricardo Reis– inhiben la grandeza, la autosatisfacción de la obra terminada. De ahí el enorme torso del Fausto pessoano en el que trabajó gran parte de su vida. De ahí la condición fragmentaria de El libro del desasosiego que contiene material que es anterior a 1913 y que Pessoa dejó abierto al morir. Según la famosa sentencia de Adorno, la obra terminada es, en nuestro tiempo y en este clima de angustia, una mentira. Fue a Bernardo Soares a quien Pessoa atribuyó su Libro del desasosiego, disponible en inglés por primera vez en 1991, en una versión acortada a cargo de Richard Zenith. La traducción es a la vez penetrante y delicadamente observadora de la astuta melancolía pessoana. ¿Qué es este Livro do Desassossego? Ni un "libro corriente", ni "libro de esbozos", ni "florilegio". Imagínese una fusión de los libros de notas y marginalia de Coleridge, con el diario filosófico de Valery y con el voluminoso diario de Robert Musil. Sin embargo, incluso un híbrido tal no se corresponde con la singularidad de la crónica pessoana. Tampoco sabemos qué partes del mismo, si es que hubo alguna, intentó publicar seriamente alguna vez».
El escritor español Andrés Trapiello describe la obra como «extraordinaria, compleja y bellísima», añadiendo: «Para muchos no hay ninguna duda de que se trata de un diario íntimo, como íntimos son el de Juan de Mairena o los Pasajes de Walter Benjamin, que en tantos aspectos se le parecen. Pero también podemos considerarlo una novela. No se trata, claro, de una atribución interesada. Lo dice él mismo: "Mi ideal sería vivir todo en forma de novela". El argumento es sencillo: un hombre oscuro que trabaja en una sombría oficina de la Rúa dos Douradores a las órdenes de un patrón idiota mira el mundo desde su insignificancia social y personal, pero también desde su extrema lucidez y agudeza. "Toda la literatura consiste en un esfuerzo para hacer real la vida", dirá como una criatura cervantina. Y a partir de ese punto, ese hombre busca la manera de estar en un mundo que no es el suyo, sabiendo que no tiene otro. Se llama a sí mismo "sagrado transeúnte" y no se cansa de repetir, como nuestro Segismundo, que "toda la vida es un sueño". Podríamos pensar que hablamos de metafísica, pero si alguien detesta la metafísica es Soares: "Siempre me pareció", dice, "una forma prolongada de locura latente". Y por esa razón, para no parecerse a ninguno de quienes tanto daño le hacen sin saberlo, adopta el que podría ser su lema: "Vivir es ser otro"».
Ediciones
Los textos se publicaron por primera vez en 1982 a cargo de un equipo de estudiosos portugueses, encabezado por Jacinto do Prado Coelho y secundado por Maria Aliete Galhoz y Teresa Sobral Cunha. Los primeros intentos de edición datan de mucho antes, de 1960. En castellano, la primera edición se fecha en 1984, y corrió a cargo del citado poeta y crítico Ángel Crespo, que ya había editado varios poemas de Pessoa bajo el título El poeta es un fingidor. El estudioso portugués Eduardo Lourenço manifestó sobre esta edición: «[...]en portugués era un laberinto de fragmentos. Crespo lo convirtió en un libro-libro y abrió una nueva recepción internacional, la segunda vida de Fernando Pessoa, su conversión en un autor mítico y mágico que es leído en todo el mundo».
Según la esposa de Crespo, Pilar Gómez Bedate, la lectura que hizo aquel de esos fragmentos fue la de un diario íntimo del propio Pessoa, según expone Crespo en su prólogo de 1984. Las modificaciones que introdujo Crespo al texto portugués fueron: Supresión de los textos preliminares. Desplazamiento de diversos textos para ambientar mejor culturalmente la obra desde el principio. Exclusión de textos en verso. Trasladar a un apéndice los textos que denominó Pessoa "Grandes Trechos".
En 1991, Teresa Sobral Cunha publicó en Portugal una edición en dos volúmenes, atribuyendo el primero al heterónimo ‘Vicente Guedes’, y el segundo a ‘Bernardo Soares’. En 1998, el estudioso norteamericano Richard Zenith, en una nueva edición portuguesa, publicada en España por El Acantilado en 2002, con traducción de Perfecto Cuadrado, vuelve a atribuir toda la obra a Bernardo Soares. En esta edición, Zenith organiza el material alrededor de los textos de la última época, de forma que sirvan de esqueleto a la obra entera. Según Gómez Bedate, en cualquier caso y, dado que Pessoa dejó la obra como un puzzle a ordenar, lo mejor es que salgan ediciones radicalmente diferentes «con la esperanza –al decir de Zenith– de que el lector invente la suya propia». La versión de Crespo, no modificada por él antes de fallecer, ha conocido ya 18 ediciones.
Título original: Livro do Desassossego
Traducción del portugués, organización, introducción y notas de Ángel Crespo
Biografía
Fernando Pessoa nació en Lisboa el 13 de junio de 1888. Su madre, prematuramente viuda, se casó en segundas nupcias con el comandante João Miguel Rosa, que en 1895 fue nombrado cónsul en Durban (África del Sur), donde Pessoa estudió en el convento de West Street y luego en la High School y la Commercial School, y pasó el examen de admisión y la Intermediate Examination de Artes en la Universidad de Ciudad del Cabo. En 1905 Pessoa se trasladó a Lisboa para matricularse en el curso superior de Letras. Traductor, astrólogo, médium, ensayista, vinculado a la vez a la vanguardia literaria y plástica y al ocultismo, Fernando Pessoa debe su extensa y casi enteramente póstuma notoriedad mundial a la vasta y variada obra poética que, firmada por él mismo o atribuida a alguno de sus heterónimos -señaladamente Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Alvaro de Campos-, se difundió sobre todo a partir de su fallecimiento en Lisboa el 30 de noviembre de 1935.
INTRODUCCIÓN
Una importante laguna en el conocimiento de uno de los mayores poetas europeos de nuestro tiempo ha sido colmada con la publicación, en 1982, del Livro do Desassossego de Fernando Pessoa, muy esperado desde que, cuarenta años antes, la editorial lisboeta Ática inició, bajo la dirección de João Gaspar Simões y Luis de Montalvor, la edición de las obras completas del creador de los heterónimos; y la expectativa aumentó cuando, en 1961, las ediciones portuenses Arte amp; Cultura dieron a la luz una selección de este mismo libro, muy incompleta por cierto, pero en la que figuraban algunos de sus mejores fragmentos. La historia de la redacción y la publicación del que en adelante llamaremos Libro del desasosiego, a la que en seguida he de referirme, me parece de gran importancia, no sólo desde el punto de vista filológico, sino también desde el punto de vista artístico, y ha condicionado, por supuesto, el trabajo de traductor y publicista en castellano que me ha sido encomendado y en el que tanta devoción y cuidado he puesto.
En 1913, Fernando Pessoa (1888-1935) publicó en la revista A Águia un original en prosa, titulado «Na Floresta do Alheamento» (En la floresta de la enajenación), del que se decía ser parte del Libro del desasosiego, en preparación. Dicho escrito iba firmado por Fernando Pessoa, sin que se hiciese la aclaración, o la salvedad, de que su autor lo atribuyese a Bernardo Soares ni a cualquiera otro de los personajes que, como hemos de ver, dio posteriormente por autores del libro. Pessoa era entonces un joven escritor poco conocido que había publicado en A Águia, en 1912, una serie de artículos sobre poesía portuguesa en los que hablaba de la inminente aparición de un supra-Camoens, que sería el iniciador de un resurgimiento poético portugués de importantes consecuencias para la cultura occidental. Dicho supra-Camoens no era, según creo haber demostrado en otro de mis escritos, y según piensan algunos críticos portugueses que han estudiado el asunto, otro que el autor de los mencionados artículos.
El año anterior a aquel en que dio a conocer «En la floresta de la enajenación», Pessoa había considerado la posibilidad de escribir una serie de poemas en nombre de un supuesto poeta llamado Ricardo Reis, el cual sería, más que un pseudónimo suyo, un heterónimo, es decir, uno de los personajes de un drama em gente (un drama en personajes, en lugar de en actos o jornadas) perfectamente diferenciado, en su personalidad y en su pensamiento, de su creador, es decir, del propio Pessoa, pero fue en 1914, y tras haber escrito treinta y tantos poemas en verso libre, que en seguida atribuyó a un poeta llamado Alberto Caeiro, cuando empezó a escribir en nombre, no sólo del ya mencionado Ricardo Reis, sino también de otro personaje llamado Álvaro de Campos. De esta manera, los principales heterónimos de Pessoa acababan de comparecer, como poetas con personalidad propia, y diferenciada de la del autor de «En la floresta de la enajenación», si no en el panorama público de las letras portuguesas, cosa que no tardaría en suceder, al empezar a ser publicados sus poemas, sí en el mundo de la creación poética
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Pertenezco a una generación que ha heredado la incredulidad en la fe cristiana y que ha creado en sí una incredulidad de todas las demás fes. Nuestros padres tenían todavía el impulso creyente, que transferían del cristianismo a otras formas de ilusión. Unos eran entusiastas de la igualdad social, otros eran enamorados sólo de la belleza, otros depositaban fe en la ciencia y en sus provechos, y había otros que, más cristianos todavía, iban a buscar a Orientes y Occidentes otras formas religiosas con que entretener la conciencia, sin ella hueca, de meramente vivir.
Todo esto lo perdimos nosotros, de todas estas consolaciones nacimos huérfanos. Cada civilización sigue la línea íntima de una religión que la representa: pasar a otras religiones es perder ésta y, por fin, perderlas a todas.
Nosotros perdimos ésta, y también las otras.
Nos quedamos, pues, cada uno entregado a sí mismo, en la desolación de sentirse vivir. Un barco parece ser un objeto cuyo fin es navegar; pero su fin no es navegar, sino llegar a un puerto. Nosotros nos encontramos navegando, sin la idea del puerto al que deberíamos acogernos. Reproducimos así, en la especie dolorosa, la fórmula aventurera de los argonautas: navegar es preciso, vivir no es preciso.
Sin ilusiones, vivimos apenas del sueño, que es la ilusión de quien no puede tener ilusiones. Viviendo de nosotros mismos, nos disminuimos, porque el hombre completo es el hombre que se ignora. Sin fe, no tenemos esperanza, y sin esperanza no tenemos propiamente vida. No teniendo una idea del futuro, tampoco tenemos una idea de hoy, porque el hoy, para el hombre de acción, no es sino un prólogo del futuro. La energía para luchar nació muerta con nosotros, porque nosotros nacimos sin el entusiasmo de la lucha.
Unos de nosotros se estancaron en la conquista necia de lo cotidiano, ordinarios y bajos buscando el pan de cada día, y queriendo obtenerlo sin trabajo sentido, sin la conciencia del esfuerzo, sin la nobleza de la consecución.
Otros, de mejor estirpe, nos abstuvimos de la cosa pública, nada queriendo y nada deseando, e intentando llevar hasta el calvario del olvido la cruz de existir simplemente. Imposible esfuerzo en quien no tiene, como el portador de la Cruz, un origen divino en la conciencia.
Otros se entregaron, atareados por fuera del alma, al culto de la confusión y del ruido, creyendo vivir cuando se oían, creyendo amar cuando chocaban contra las exterioridades del amor. Vivir, nos dolía, porque sabíamos que estábamos vivos: morir, no nos aterraba, porque habíamos perdido la noción normal de la muerte.
Pero otros, Raza del Final, límite espiritual de la Hora Muerta, no tuvieron el valor de la negación y el asilo en sí mismos. Lo que vivieron fue en la negación, en el desconocimiento y en el desconsuelo. Pero lo vivimos desde dentro, sin gestos, encerrados siempre, por lo menos en el género de vida, entre las cuatro paredes del cuarto y los cuatro muros de no saber hacer.
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Encaro serenamente, sin nada más que lo que en el alma represente una sonrisa, el encerrárseme siempre la vida en esta Calle de los Doradores, en esta oficina, en esta atmósfera de esta gente. Tener lo que me dé para comer y beber, y donde vivir, y el poco espacio libre en el tiempo para soñar, escribir —dormir—, ¿qué más puedo yo pedir a los Dioses o esperar del Destino?
He tenido grandes ambiciones y sueños dilatados —pero también los tuvo el cargador o la modistilla, porque sueños los tiene todo el mundo: lo que nos diferencia es la fuerza de conseguir o el destino de conseguirse con nosotros.
En sueños, soy igual al cargador y a la modistilla. Sólo me diferencia de ellos el saber escribir. Sí, es un acto, una realidad mía que me diferencia de ellos. En el alma, soy su igual.
Bien sé que hay islas del Sur y grandes amores cosmopolitas y (...)
Si yo tuviese el mundo en la mano, lo cambiaría, estoy seguro, por un billete para [la] Calle de los Doradores.
Tal vez mi destino sea eternamente ser contable, y la poesía o la literatura una mariposa que, parándoseme en la cabeza, me torne tanto más ridículo cuanto mayor sea su propia belleza.
Sentiré añoranzas de Moreira, ¿pero qué son las añoranzas ante las grandes ascensiones? Sé bien que el día que sea contable de la casa Vasques y Cia. será uno de los grandes días de mi vida. Lo sé con una anticipación amarga e irónica, pero lo sé con la ventaja intelectual de la certidumbre.
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Por más que pertenezca, por el alma, al linaje de los románticos, no hallo reposo más que en la lectura de los clásicos. Su misma estrechez, a través de la cual su claridad se expresa, me consuela no sé de qué. Capto en ellos una impresión alegre de vida ancha, que contempla amplios espacios sin recorrerlos.
Los mismos dioses paganos reposan del misterio.
El análisis supercurioso de las sensaciones —a veces de las sensaciones que suponemos tener—, la identificación del corazón con el paisaje, la revelación anatómica de todos los nervios, el uso del deseo como voluntad y de la aspiración como pensamiento, todas estas cosas, me resultan demasiado familiares para que, en otro, me aporten novedad, o me procuren sosiego. Siempre que las siento, desearía, precisamente porque las siento, estar sintiendo otra cosa. Y, cuando leo a un clásico, esa otra cosa me es dada.
Lo confieso sin rebozo ni vergüenza... No hay un trecho de Chateaubriand o un canto de Lamartine —trechos que tantas veces parecen ser la voz de lo que yo pienso, cantos que tantas veces parecen serme dichos para conocer— que me embelese y me eleve como un trecho de prosa de Vieira o una u otra oda de esos pocos clásicos nuestros que siguieron de veras a Horacio.
Leo y soy liberado. Adquiero objetividad. He dejado de ser yo y disperso. Y lo que leo, en vez de ser un traje mío que apenas veo y a veces me pesa, es la gran claridad del mundo exterior, toda ella aparente, el sol que ve a todos, la luna que mancha de sombras al suelo quieto, los espacios anchos que terminan en el mar, la solidez negra de los árboles que hacen señas verdes arriba, la paz sólida de los estanques de las quintas, los caminos cubiertos por las parras, en los declives de las cuestas.
Leo como quien abdica. Y, como la corona y el manto regios nunca son tan grandes como cuando el Rey que parte los deja en el suelo, depongo en los mosaicos de las antecámaras todos mis trofeos del tedio y del sueño, y subo la escalinata con la nobleza única de la mirada.
Leo como quien pasa. Y es en los clásicos, en los calmos, en los que, si sufren, no lo dicen, donde me siento sagrado transeúnte, ungido peregrino, contemplador sin razón del mundo sin propósito, Príncipe del Gran Exilio, que dio, al partir, al último mendigo, la limosna extrema de su desolación.
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Otra vez encontré un fragmento mío escrito en francés, sobre el que ya habían pasado quince años. Nunca he estado en Francia, nunca he contendido de cerca con franceses, nunca he hecho un uso, por lo tanto, de aquella lengua del que me hubiese desacostumbrado. Leo hoy tanto francés como siempre. Soy más viejo, soy más práctico de pensamiento: deberé haber progresado. Y ese fragmento de mi pasado lejano muestra una seguridad que ya no poseo hoy en el uso del francés; el estilo es fluido, como hoy no podré tenerlo en ese idioma; hay trozos enteros, frases completas, formas y modos de expresión, que acentúan un dominio de aquella lengua del que me he extraviado sin que me acordase de que lo tenía.
¿Cómo se explica eso? ¿A quién me he sustituido dentro de mí? Bien sé que es fácil formular una teoría de la fluidez de las cosas y de las almas, comprender que somos un decurso interior de vida, imaginar que lo que somos es una cantidad grande, que pasamos por nosotros, que hemos sido muchos... Pero aquí hay otra cosa que no el mero decurso de la personalidad entre las propias márgenes: hay el otro absoluto, un ser ajeno que fue mío. Que perdiese, con el acrecentamiento de la edad, la imaginación, la emoción, un tipo de inteligencia, un modo de sentimiento, todo eso, aunque me produjese pena, no me asombraría. ¿Pero a qué asisto cuando me leo como a un extraño? ¿A qué orilla estoy si me veo en el fondo?
Otras veces encuentro trechos que no me acuerdo de haber escrito —lo que es poco de admirar— , pero que ni siquiera me acuerdo de poder haber escrito, lo cual me aterra. Ciertas frases pertenecen a otra mentalidad. Es como si encontrase un retrato antiguo, sin duda mío, con una estatura diferente, con unas facciones desconocidas, pero indiscutiblemente mío, pavorosamente yo.
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OMAR KHAYYÁN
Omar tenía una personalidad; yo, afortunada o desgraciadamente, no tengo ninguna. De lo que soy a una hora, a la hora siguiente me separo; de lo que he sido un día, al día siguiente me he olvidado. Quien, como Omar, es quien es, vive en un solo mundo, que es el exterior; quien, como yo, no es quien es, vive no sólo en el mundo exterior, sino en un sucesivo y diverso mundo interior. Su filosofía, aunque quiera ser la misma que la de Omar, forzosamente no podrá serlo. Así, sin que de verdad lo quiera, tengo en mí, como si fuesen almas, las filosofías que critique; Omar podía rechazarlas todas, pues eran exteriores a él; no las puedo rechazar yo, porque son yo.
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Mi alma es una orquesta oculta; no sé qué instrumentos tañe o rechina cuerdas y harpas, timbales y tambores, dentro de mí. Sólo me conozco como sinfonía.
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Me he creado eco y abismo, pensando. Me he multiplicado profundizándome.
El más pequeño episodio —una alteración que sale de la luz, la caída enrollada de una hoja seca, el pétalo que se despega amarillecido, la voz del otro lado del muro o los pasos de quien la dice junto a los de quien la debe escuchar, el portón entreabierto de la quinta vieja, el patio que se abre con un arco de las casas aglomeradas a la luz de la luna—, todas estas cosas, que no me pertenecen, me prenden la meditación sensible con lazos de resonancia y de añoranza. En cada una de esas sensaciones soy otro, me renuevo dolorosamente en cada impresión indefinida.
Vivo de impresiones que no me pertenecen, perdulario de renuncias, otro en el
modo como soy yo.
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He creado en mí varias personalidades. Creo personalidades constantemente.
Cada sueño mío es inmediatamente, en el momento de aparecer soñado, encarnado en otra persona, que pasa a soñarlo, y yo no.
Para crear, me he destruido; tanto me he exteriorizado dentro de mí, que dentro de mí no existo sino exteriormente. Soy la escena viva por la que pasan varios actores representando varias piezas.
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Lo que hay de más deleznable en los sueños es que todos los tienen. En algo piensa en la oscuridad el cargador que se amodorra de día contra la farola en el intervalo de los carreteos. Sé en qué entrepiensa: es en lo mismo en que yo me abismo entre asentamiento y asentamiento en el tedio estival de la oficina tranquilísima.
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Tres días seguidos de calor sin calma, tempestad latente en el malestar de la quietud de todo, han traído, porque la tempestad se ha escurrido hacia otro sitio, un leve fresco tíbio y grato a la superficie lúcida de las cosas. Así a veces, en este decurso de la vida, el alma, que ha sufrido porque la vida le ha pesado, siente súbitamente un alivio, sin que haya sucedido en ella nada que lo explique.
Concibo que seamos climas sobre los que gravitan amenazas de tormenta, realizadas en otro sitio.
La inmensidad vacía de las cosas, el gran olvido que hay en el cielo y en la tierra...
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Me sentí inquieto ya. De repente, el silencio había dejado de respirar.
Súbitamente, de acero, un día infinito se astilló. Me agaché, animal, contra la mesa, con las manos garras inútiles encima del tablero liso. Una luz sin alma entró en los rincones y en las almas, y un sonido de montaña próxima se precipitó de lo alto, rasgando con un grito el velo duro81 del abismo. Se paró mi corazón. Me latió la garganta. Mi conciencia sólo vio un borrón de tinta en un papel.
209
Dios me creó para niño, y me dejó siempre niño. ¿Pero por qué dejó que la vida me maltratase y me quitase los juguetes, y me dejase solo en el recreo, estrujando con unas manos tan débiles el delantal azul sucio de lágrimas incesantes? Si yo no podía vivir sino acariciado, ¿por qué echaron fuera a mi cariño? Ah, cada vez que veo en la calle a un niño llorando, un niño exiliado de los otros, me duele más que la tristeza del niño en el horror desprevenido de mi corazón exhausto. Me duelo con toda la estatura de la vida sentida, y son mías las manos que retuercen el borde del delantal, son mías las bocas torcidas por las lágrimas verdaderas, es mía la debilidad, es mía la soledad, y las risas de la vida adulta que pasa me gastan como luces de fósforos frotados en el tejido sensible de mi corazón.
(Posterior a 1923.)
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¿Qué reina imperiosa guarda al pie de sus lagos la memoria de mi vida partida? Fui el paje de alamedas insuficientes a las horas aves de mi sosiego azul.
Naves lejos completaron al mar que ondeaba desde mis azoteas, y en las nubes del sur perdí el alma, con un remo dejado caer.
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