Nicomedes Pastor Díaz
Nicomedes-Pastor Díaz Corbelle (Vivero, Lugo, 15 de septiembre de 1811 - Madrid, 22 de marzo de 1863), escritor, periodista y político español del Romanticismo y del Rexurdimento. Como político, Díaz llegó a ser Ministro de Estado en el gobierno de Leopoldo O'Donnell en el año 1856, durante el reinado de Isabel II de España.
Creció en el seno de una familia numerosa. Fue el tercero de diez hermanos, ocho mujeres y dos varones, y se le puso el nombre del santo del día, San Nicomedes, más el equivalente masculino del nombre de su madrina, Pastora (Pastor forma parte de su nombre propio, no de su apellido, confusión muy habitual). Su padre, Antonio Díaz, desempeñaba un puesto de oficial administrativo de la Armada, y con el tiempo llegó a ser titular de la contaduría de correos de Lugo. La madre era María Corbelle. Aunque era infrecuente para la época, todos los hermanos sobrevivieron a la infancia. Su único hermano varón, Felipe Benicio, fue interventor de pagos en el Ministerio de la Gobernación y Diputado a Cortes. Nicomedes ingresó en el Seminario conciliar de Vivero y luego en el Seminario Santa Catalina de Mondoñedo en 1823. Cuatro años más tarde marchó a estudiar Leyes en la Universidad de Santiago de Compostela, donde comenzó su actividad poética. Le afectó el cierre de las universidades decretado por Fernando VII y su ministro Francisco Tadeo Calomarde en 1832. Entonces se trasladó a Alcalá de Henares para proseguir sus estudios, y allí obtuvo el título de abogado en 1833. Parece ser que su vocación religiosa era sincera: murió soltero y, según contó Juan Valera, rezaba todos los días el breviario, fuera de que él mismo le dijo que se hubiera ordenado sacerdote de no tener ciertas obligaciones que cumplir.
Tres importantes valedores facilitaron su ingreso en la sociedad madrileña. Por un lado, Manuel Fernández Varela, miembro del Consejo de Su Majestad y Comisario Apostólico General de Cruzada, cargo eclesiástico de gran importancia desde el que favorece a varios hombres de talento y fomenta el desarrollo y saneamiento de su tierra gallega. Por otro, el general Manuel de Latre, militar liberal destacado en las guerras carlistas, que enseguida se fijó en él para recomendarlo a importantes puestos, como el de oficial en la delegación de Fomento de Cáceres. Su tercer valedor, ya en el mundo de las letras, sería el académico Manuel José Quintana. Por mediación de éste conoció a Donoso Cortés, Juan Nicasio Gallego, Ventura de la Vega, Espronceda, Larra, Serafín Estébanez Calderón y otros, entre los que se encontraba el que años más tarde sería su gran amigo y protegido: José Zorrilla. Esta buena relación llega al punto de que el prólogo a la primera edición de Don Juan Tenorio, la obra más conocida de Zorrilla, lo firma Nicomedes Pastor Díaz. Frecuentó por entonces la tertulia de El Parnasillo y publicó en diversas revistas madrileñas, como El Artista, La Abeja y El Siglo, donde estuvo en la redacción con Ros de Olano y José de Espronceda. Un temprano amor por una muchacha, a la que recuerda como Lina, muerta en plena juventud, marcó su vida y su obra. Establecido en Madrid (1832), participó en todas las actividades románticas y protegió a José Zorrilla, cuya revelación ante la tumba de Larra en 1837 relata conmovido. Conservador y monárquico; leal a María Cristina, enemigo de Espartero, a quien atacó desde el semanario El Conservador (1841), periódico fundado por él, Antonio Ríos Rosas, Joaquín Pacheco y por Francisco de Cárdenas.
En 1835 colabora en la refundación del Ateneo y en ese mismo año Javier de Burgos, a la sazón ministro, nombró a Pastor Díaz, por mediación del general Latre, oficial del ministerio de Gobernación en Cáceres, empezando así una imparable carrera política. Ese mismo año Salustiano Olózaga lo recomendó para el Ministerio de Gobernación y fue nombrado Secretario Político de Santander. Sus cumplidos servicios en esta plaza y su negativa a participar en los sacudimientos políticos del años 36, le valieron el nombramiento de Oficial del ministerio de la Gobernación, y un año más tarde, en 1837, el de Jefe Político de Segovia, un cargo más o menos equivalente a lo que luego serían los gobernadores civiles. Su designación para este puesto coincidió con un recrudecimiento de las guerras carlistas, y más concretamente con las incursiones del general Zariátegui y del Conde Negri. Pastor Díaz reaccionó inmediatamente frente a la amenaza y ordenó poner a buen recaudo en los hornos del alcázar segoviano los caudales del erario público, los caudales particulares y las alhajas de las iglesias, dejando al enemigo sin posible botín que conquistar como no fuera expugnando el alcázar, lo que a todas luces resultaba empresa excesiva para las magras fuerzas carlistas. Como quiera que por esto no encontraron más ganancia que la simplemente estratégica, las soldados carlistas, que tenían algo de forajidos montaraces, no tardaron en desanimarse en la capital. No contento con este triunfo, y con la provincia invadida por los carlistas, Pastor Díaz, al amparo de su corta edad, se movió de incógnito por los pueblos segovianos, informando al Gobierno de las distintas vicisitudes que iban aconteciendo. De esta manera pasó dos años como hombre de acción, hasta que el conde de Negri fue finalmente derrotado por el general Latre y Pastor Díaz, en recompensa de sus servicios, recibió la toga de magistrado de la Audiencia de Valladolid. Aquel mismo año 1839, cuando se unificó bajo un sólo mando el poder de los jefes políticos y los intendentes, Pastor Díaz fue nombrado para esta dignidad en Cáceres, ciudad en la que redacta un famoso Manifiesto. Desde allí, apoya abiertamente la Constitución de 1837 y se opone con energía a todos los partidarios de abrir un nuevo periodo constituyente, pues era de la opinión de que los periodos constituyentes son épocas en las que "sólo abundan los charlatanes, las discusiones estériles y los pactos que a todos convienen menos a los administrados", y a la defensa de estas ideas se entregó con el entusiasmo del poeta romántico que era. Todos sus intentos políticos giraron entonces, y en los años siguientes, en torno a la fusión de los partidos. Pastor Díaz entendía que los intereses de la nación tenían que se necesariamente intereses comunes, y no podía aprobar que un partido u otro gobernasen en exclusiva, a favor de los suyos y en detrimento de los contrarios. Este modo de pensar le acarreó grandes complicaciones, pues por ello precisamente no obtuvo nunca el apoyo ni de unos ni de otros, motejado con el calificativo de "puritano" que se empleaba en la época para denominar a los que no se decantaban por una u otra facción.
Cuando estalló el pronunciamiento de septiembre de 1840, Pastor Díaz fue comisionado a Valencia para hablar con la regente María Cristina y solicitarle la formación de un gobierno de unidad nacional que tratase de salvaguardar los intereses públicos más allá de las luchas partidistas. En esta misión conoció al general Leopoldo O'Donnell. A su regreso a Madrid de este encargo, fue encarcelado durante dos meses. Finalmente fue liberado sin cargos y participó junto a Ríos Rosas en la defensa de los periodistas que habían sido enviados al exilio a causa de los recién vividos acontecimientos.
1841 fue un mal año para Pastor Díaz. Tuvo que guardar cama por un fuerte y doloroso ataque de artritis y asistir al funeral de su padre, a quien no veía desde hacía nueve años. Aun así, aquel año, y en colaboración con Francisco Cárdenas, inició la composición de una serie de biografías en la llamada Galería de españoles célebres contemporáneos entre las que destacan la del Duque de Rivas, el general Diego de León (cuyo proceso y fusilamiento por parte de Espartero le conmovió profundamente), Ramón Cabrera y Javier de Burgos. Junto con Francisco Cárdenas, Joaquín Pacheco y Antonio de los Ríos Rosas, fundó una revista muy influyente hasta que fue cerrada por orden gubernativa, El Conservador (1841), con la cual proyectaba oponerse, situándose entre las filas políticas del moderantismo (sector de los puritanos), a Espartero, lo que le llevó a ofrecer sus servicios a la Reina Gobernadora durante el conflicto de la Regencia; este acto, que le valió una prisión de un mes y cristalizó su prestigio político entre los monárquicos. Después de su paso por Correo Nacional y El Heraldo, funda el periódico El Sol junto a Antonio de los Ríos Rosas y Gabriel García Tassara. En este medio precisamente es el primero en solicitar abiertamente en 1842 la mayoría de edad de la futura reina Isabel II,[cita requerida]lo que lo convierte en centro de todos los debates. Era entonces muy amigo de Gabriel García Tassara, con quien había fundado El Heraldo (1842) tras el cierre de El Conservador.
Elegido diputado a Cortes por la Coruña en 1843, una vez disueltas estas renueva su escaño, aunque en esta ocasión por la circunscripción de Cáceres, donde aún se recordaba su paso por la provincia como Jefe Político. Más adelante sería también diputado por Pozoblanco, y por Navalmoral de la Mata. Cabe señalar en este punto, que el sistema electoral español del siglo XIX asignaba los diputados por partidos judiciales, al estilo de los distritos británicos, y no por provincias como prescribe la actual ley electoral. Le ofrecen desde el sector privado la secretaría del Banco de Isabel II. Desde este puesto creó en 1847 el Real Consejo de Agricultura, Industria y Comercio. A comienzos de ese mismo año es nombrado Subsecretario de Gobernación, y pocos meses después, cuando ocupaba la presidencia del Gobierno su amigo Francisco Pacheco, es nombrado Ministro de Comercio, Instrucción y Obras Públicas. Su paso por el ministerio estuvo marcado por una febril actividad: legisló sobre los derechos de aguas, que tantas y tan enconadas disputas producían en la época; reformó la legislación de las sociedades anónimas para evitar que siguieran siendo instrumentos de fraude y corrupción; estableció la intervención para el control de los presupuestos de ejecución de las obras públicas, y modificó la administración de los presupuestos de sanidad y agricultura. Asimismo, y en el ámbito de la instrucción pública, dotó de fondos a la biblioteca de la Universidad de Sevilla y nombró a Bretón de los Herreros como director de la Biblioteca Nacional. También en 1847, el 18 de marzo, fue nombrado Pastor Díaz miembro de la Real Academia Española de la Lengua, junto a Hartzenbusch y Olivari. A partir de aquí, su salud y su negativa a aceptar ciertos cambalaches políticos lo apartan progresivamente de la política, aunque periódicamente será llamado a moderar las disputas entre las distintas facciones.
Se centra entonces en su vida intelectual y trata de convertirse en uno más de los dedicados tranquilamente a su trabajo y su estudio, sin mayor notoriedad pública. Entre 1847 y 1850 fue rector de la Universidad de Madrid y en 1856 fue nombrado Consejero de Estado. Fue ministro de Estado en 1856 con la Unión Liberal de Leopoldo O'Donnell. En 1857 es elegido miembro de número de la real Academia de Ciencias Morales y Políticas. En 1858 fue nombrado senador del Reino. Además de todo esto, cumplió también varias misiones como embajador en Cerdeña (1854) y Lisboa (1859-1861), pero ya nunca llegaría a alcanzar un cargo de la importancia del ministerio que desempeñó en 1847. Consejero de Estado y ministro de Gracia y Justicia de nuevo con O'Donnell durante dos meses en 1863, ya enfermo y a pique de morir, lo que ocurrió en efecto el 22 de marzo de 1863.
Pese a la importancia de los cargos que ocupó y su permanente dedicación a la vida política, su honradez fue intachable y hubo de concederse una pensión a su madre y hermanas para que pudiesen sobrevivir a poco de su muerte. Se le concedieron cinco condecoraciones en vida (la de Carlos III, la de San Genaro, la de Cristo de Portugal, la de San José de Parma y la de San Mauricio y San Lázaro).
Obras
Publicó sus Poesías (1840) después de haberlas dado a conocer en El Artista y otras revistas, aunque según él las había venido componiendo desde 1828. De hecho, su poema en gallego Alborada (1818) se considera una de las primeras muestras del renacer de esa lengua. Precede al tomo un prólogo en que declara que la poesía debe tener una función social y ser expresión del alma del poeta. La segunda afirmación encuentra cabal cumplimiento, pues casi todos sus poemas son reflejo autobiográfico. Alma gallega, obsesionada por la muerte, la soledad y el paisaje brumoso de su tierra natal, se adelantó, con Enrique Gil y Carrasco, a la intimidad desgarrada y saudadosa de Gustavo Adolfo Bécquer y de Rosalía de Castro. Fue muy estimado y aún imitado por sus contemporáneos: de su poema "Mi inspiración" (1828) derivó Zorrilla su idea de la misión del poeta y la concepción de éste como desterrado en el mundo.
Predominan los poemas amorosos que giran en torno a dos mujeres, Lina, el amor de su adolescencia, y otra, quizá una aristócrata madrileña a la que pretendió en edad más madura. Las composiciones inspiradas opor Lina están llenas de dolor, angustia, visiones tétricas, desconsuelo, como presididas por una "Mariposa negra", (1835), según se ve en una de sus más famosas piezas. Destacan "Al silencio", evocación de las nocturnas citas, "A la muerte", amargo grito de angustia por la desaparición de la amada; "A la luna", donde se combina el paisaje gallego y la saudade de la ausente. Las dedicadas al segundo amor hablan de la belleza de la amada y de la imposibilidad de conseguirla.
Compuso también poemas descriptivo-filosóficos. El paso del tiempo y la inanidad de la vida del hombre llenan "Al Acueducto de Segovia" y "En las ruinas de Itálica". "La sirena del Norte" describe el paisaje marinero de Galicia, la aventura cotidiana de los navegantes y el fervor religioso que pone en le cielo el fin de la búsqueda. "A la inmortalidad" expresa una duda, quizá íntima, quizá solamente poética, sobre el más allá y la perduración. Hay que añadir algunas traducciones del francés y varias composiciones de circunstancias, como "A don José Zorrilla". En métrica se mostró bastante original, inventando estrofas como las octavas de pie quebrado.
Contribuyó al desarrollo de la novelística con dos obras clasificadas como sentimientales y con elementos autobiográficos. Una cita (1837), escrita en 1833, es una novela corta ambientada en Galicia que revive los amores con Lina y su muerte. Su desarrollo es parecido al de "La promesa" de Bécquer. De Villahermosa a la China. Coloquios de la vida íntima (1855), publicada previamente en La Patria, es una novela en clave en que Javier, el protagonista, ha de indentificarse con el autor. Narra los amores de un calavera y su conversión religiosa, desde las fiestas mundanas del madrileño palacio de Villahermosa hasta la marcha a China como misionero.
Juan Valera elogiaba el estilo "fácil, elevado y rico" de Pastor Díaz, lo que viniendo de un estilista como él no es pequeño elogio, y señalaba el predominio del análisis sobre la acción. También apercibió que los cuatro personajes principales son desdoblamientos del alma lírica del autor en diálogo angustiado con sentimientos opuestos. Apuntaba asimismo sus doctrinas religiosas y sociales, con las que no estaba de acuerdo. Como libro de estilo, decía, tiene pocos rivales, y como análisis de pasiones es único. Alababa también su poder descriptivo y calificaba la novela de libro triste, en que el único consuelo proviene de la religión. No debería extrañar que el epicúreo autor de Pepita Jiménez lo tuviera entre sus modelos y de hecho Pedro Antonio de Alarcón se inspiró en él para su novela El escándalo. Se afirma que la propia vida del escritor gallego está en la base que cimenta El escándalo. En cualquier caso De Villahermosa a la China es un paso adelante en la consolidación del Realismo narrativo.
Compuso además numerosos artículos de varia índole y varios libros consecuencia de su actividad múltiple como periodista, político y orador. Condiciones del Gobierno Constitucional en España. Palabras de un diputado conservador sobre las principales cuestiones de nuestra situación política (1846) estudia la estructura de los partidos políticos y pide la unión liberal; fue publicada en 1848 con el subtítulo de A la Corte y a los partidos. Una serie de conferencias dadas en el Ateneo de Madrid constituyen la médula de Los problemas del socialismo (1848-1849), aunque ya fueron publicadas en La Patria (1849). En ellas se revela su mentalidad conservadora al oponerse a las doctrinas sociales modernas y esperar de la religión la solución de los conflictos de grupo. En colaboración con Francisco Cárdenas escribió una Galería de españoles célebres y contemporáneos o biografías retratos de todos los personajes distinguidos de nuestros días en las ciencias, la política, en las armas, en las letras y en las artes (1842) en varios volúmenes a la que contribuyó con las biografías de Ángel de Saavedra, Duque de Rivas, y Ramón Cabrera. Hombre muy culto, publicó un Compendio Histórico-Crítico de la Jurisprudencia Romana (1842) basado en la obra del historiador inglés Gibbon donde analizaba el desarrollo del Derecho Romano hasta los tiempos de Justiniano.
Entre sus artículos de crítica destacan "Del movimiento literario en España" (Museo Artístico y Literario, 1837), brillante defensa del Romanticismo, y "De las novelas en España" (El Conservador, 1841), en el que, a propósito de la aparición de Sab, señala la falta de las mismas. Sus Obras fueron publicadas por la Real Academia (1866-1868) en seis volúmenes, con prólogo de Fermín de la Puente, Juan Eugenio Hartzenbusch, Antonio Ferrer del Río, Juan Valera y Patricio de la Escosura. Existe una edición moderna de sus Obras (Madrid, BAE, 1969-1970), con estudio de José María Castro y Calvo.
Mi inspiración
Cuando hice resonar mi voz primera
Fue en una noche tormentosa y fría:
Un peñón de la cántabra ribera
De asiento me servía:
El aquilón silbaba,
La playa y la campiña estaban solas,
Y el Océano rugidor sus olas
A mis pies estrellaba.
No brillaban los astros en el cielo,
Ni en la tierra se oía humano acento:
Estaba oscuro, silencioso el suelo,
Y negro el firmamento.
Sólo en el horizonte
Alguna vez relámpagos lucían,
Y al mugir de los mares respondían
Los pinares del monte.
Fuera ya entonces cuando el pecho mío,
Lanzado allá de la terrestre esfera,
Vio que el mundo era un árido vacío,
El bien una quimera.
Nunca un placer pasaba
Blando ante mí, ni su ilusión mentida,
Y el peso enorme de una inútil vida
Mi espíritu agobiaba.
Quise admirar del mundo la hermosura,
Y hallé do quiera el mal. De amor ardía,
Y nunca a mi benévola ternura
Otro pecho se unía.
Solo y desconsolado,
Cantar quise a la tierra mi abandono,
Mas ¿dó tienen los hombres voz ni tono
Para un desventurado?...
Al destino acusé, y acusé al cielo
Porque este corazón dado me habían;
Y de mi queja, y de mi triste anhelo
Los cielos se reían.
¿Dó acudir?... ¡Ay!... Demente
Visitaba las rocas y las olas
Por gozarme en su horror, llorar a solas
Y gemir libremente.
Un momento a mi lánguido gemido
Otro gemido respondió lejano,
Que sonó por las rocas cual graznido
De acuático milano.
De repente se tiende
Mi vista por la playa procelosa,
Y de repente una visión pasmosa
Mis sentidos sorprende.
Alzarse miro entre la niebla oscura
Blanco un fantasma, una deidad radiante,
Que mueve a mí su colosal figura
Con pasos de gigante.
Reluce su cabeza
Como la luna en nebuloso cielo:
Es blanco su ropaje, y negro velo
Oculta su belleza.
Que es bella, sí: de cuando en cuando el viento
Alza fugaz los móviles crespones,
Y aparecen un rápido momento
Celestiales facciones.
Pero nube de espanto
Tiñó de palidez sus formas bellas,
Y sus ojos, luciendo como estrellas,
Muestran reciente el llanto.
Cual manga de agua que aquilón levanta
En los mares del Sur, así camina,
Y sin hollar el suelo con su planta
A mi escollo se inclina.
Llega, calladamente
En sus brazos me ciñe, y yo temblando
Recibí con horror ósculo blando
Con que selló mi frente.
El calor de su seno palpitante
Tornome en breve de mi pasmo helado:
Creí estar en los brazos de una amante,
Y... «¿quién, clamé arrobado,
Quién eres que mi vida
Intentas reanimar, fúnebre objeto?
¿Calmarás tú mi corazón inquieto?
¿Eres tú mi querida?»
«¿O bien desciendes del elíseo coro
Sola, y envuelta en el nocturno manto,
A ser la compañera de mi lloro,
La musa de mi canto?
Habla, visión oscura;
Dame otro beso o muéstrame tu lira:
De amor o de estro el corazón inspira
A un mortal sin ventura.»
«No, me responde con acento escaso,
Cual si exhalara su postrer gemido;
Nunca, nunca los ecos del Parnaso
Mi voz han repetido.
No tengo nombre alguno,
Y habito entre las rocas cenicientas,
Presidiendo al horror y a las tormentas
Que en los mares reúno.»
«Mi voz solo acompaña los acentos
Con que el alción en su viudez suspira,
O los gritos y lánguidos lamentos
Del náufrago que espira.
Y si una noche hermosa
Las playas dejo y su pavor sombrío,
Solo la orilla del cercano río
Paseo silenciosa.»
«Entro al vergel, so cuya sombra espesa
Va un amante a gemir por la que adora;
Voy a la tumba que una madre besa,
O do un amigo llora.
Pero es vano mi anhelo;
Sé trocar en ternezas mis terrores,
Sé acompañar el llanto y los dolores,
Mas nunca los consuelo.»
«Ni a ti, infeliz: el dedo del destino
Trazó tu oscura y áspera carrera.
Yo he leído en su libro diamantino
La suerte que te espera,
A vano, eterno llanto
Te condenó, y a fúnebres pasiones,
Dejándoos sólo los funestos dones
De mi amor y mi canto.»
«De ébano y concha ese laúd te entrego
Que en las playas de Albión hallé caído;
No empero de él recobrará su fuego
Tu espíritu abatido.
El rigor de la suerte
Cantarás solo, inútiles ternuras,
La soledad, la noche, y las dulzuras
De apetecida muerte.»
«Tu ardor no será nunca satisfecho,
Y sólo alguna noche en mi regazo
Estrechará tu desmayado pecho
Iluso, aéreo abrazo.
¡Infeliz si quisieras
Realizar mis fantásticos favores!
Pero ¡más infeliz si otros amores
En ese mundo esperas!»
Diciendo así, su inanimado beso
Tornó a imprimir sobre mi labio ardiente.
Quise gustar su fúnebre embeleso,
Pero huyó de repente.
Voló: de mi presencia
Despareció cual ráfaga de viento,
Dejándome su lúgubre instrumento
Y mi fatal sentencia.
¡Ay! se cumplió: que desde aquel instante1
Mi cáliz amargar plugo a los cielos,
Y en vano a veces mi nocturna amante
Volvió a darme consuelos.
Mis votos más queridos
Fueron siempre tiranas privaciones,
Mis afectos desgracias o ilusiones,
Y mis cantos gemidos.
En vano algunos días la fortuna
Ondeó sobre mi faz gayos colores:
En vano bella se meció mi cuna
En un Edén de flores:
En vano la belleza
Y la amistad sus dichas me brindaron:
Rápidas sombras, ¡ay! que recargaron
Mi sepulcral tristeza!...
Escrito está que este interior veneno
Roa el placer que devoré sediento.
Canta, pues, los combates de mi seno,
Infernal instrumento.
Destierra la alegría
Que nunca pudo a su región moverte,
Y exhala ya tus cánticos de muerte
Sin tono ni armonía.
Y tú, amor, si tal vez te me presentas,
Yo pintaré tu imagen adorada,
Describiré el horror de las tormentas
Y mi visión amada.
En mi negro despecho
Rocas serán mis campos de delicias,
Lánguidas agonías mis caricias,
Y una tumba mi lecho.
Una voz
Yo conozco esa voz: a su sonido
Todo mi ser se estremeció temblando;
Hela subir cual bélico alarido
A los cielos mi muerte demandando.
Conozco ya esa voz: un tiempo ufana
La señal dio de paz y de alegría.
Hoy retumba cual lúgubre campana
Que al alta noche anuncia la agonía.
La oyó mi corazón la vez primera,
Y entre aromas y púrpura sonaba.
Fue el céfiro vital de primavera,
Y amor, amor, su acento pronunciaba.
Ahora se eleva de una tumba oscura;
Nube la sigue de terror secreto;
Aún pronuncia aquel nombre de ternura,
Pero es quien le pronuncia un esqueleto.
Agigantado, aéreo, luminoso,
Veole alzar la vengadora frente:
Lánzame ese gemido doloroso,
Y se hunde entre las sombras de repente.
Do quier que vuelvo mi aterrada planta,
Allí me sigue, inseparable sombra;
A cada paso airada se levanta,
Mi nombre dice, y otro ser me nombra.
Óigola entre la espuma del torrente,
Óigola en el bramar del torbellino,
En el sordo murmullo de la fuente,
En el tronar del piélago marino.
Ya, como aterrador remordimiento,
Mi sueño torna en convulsión inquieta;
Ya despierto a su estrépito violento,
Cual si escuchara la final trompeta;
Ya del placer el desmayado instante
Con bárbara ficción remedar quiere;
Ya en resuello profundo agonizante
Imita las congojas de quien muere...
De quien murió... ¡Gran Dios!... De quien me llama
De quien me emplaza a su desierto asilo,
De ese tremendo ser que me reclama,
Que ni en la tumba me miró tranquilo.
Obedézcote ya, voz misteriosa;
Heme sumiso a ti como en la vida;
Heme postrado ante la yerta losa;
Ve tu incesante petición cumplida.
A pasar van cual tu vivir amargo
Los lentos días de mi amargo duelo,
Y será más profundo mi letargo,
Que mi tumba también será de hielo.
De ti quedó un recuerdo de hermosura,
De ti la somhra que implacable miro,
De ti esa voz de muerte y de ternura,
Ese que vaga universal suspiro.
De mi existencia oscura, solitaria,
No quedará ni voz, ni sombra leve:
No habrá en mi losa funeral plegaria.
Nadie que un ¡ay! por mi memoria eleve.
A nadie llamaré, ni quien se asombre
Habrá en el mundo a mi nocturno acento;
Ni como el tuyo mi olvidado nombre
Eco será jamás de un pensamiento.
El amor sin objeto
Vanamente mis ojos inquietos
Por do quiera se tienden y giran,
Vanamente mis labios suspiran
Abrasados de fúnebre ardor.
Soledad espantosa me cerca,
Noche eterna mi pecho ha cubierto:
Para mí todo el mundo es desierto
Pues que nadie responde a mi amor.
Todo es fuego mi pecho exaltado,
Sólo amando me place la vida,
Y fijando en otra alma querida
De existir la penosa ilusión.
Ilusión... ilusión desgraciada,
Que la triste verdad no realiza,
Ilusión que mi pena eterniza
Porque nadie responde a mi amor.
Yo no sé lo que quiere mi pecho,
Yo no sé por qué tiemblo y qué lloro,
No conozco lo mismo que adoro,
No hallo objeto a mi triste pasión.
Sólo encuentro un inmenso vacío
Donde el alma se agita sedienta,
Y esta sed de querer se acrecienta
Porque nadie responde a mi amor.
Tal vez amo en mis tristes delirios
A un fantasma que forja mi mente,
Y do quiera le miro presente,
Le da vida mi fúnebre ardor.
Yo le escucho, le estrecho en mis brazos,
Yo su aliento de aroma respiro,
Yo... infelice... demente deliro...
Nadie, nadie responde a mi amor.
Vanamente de nácar y rosas
El Oriente engalana la aurora:
Vanamente su faz brilladora
Lanza el sol con radioso esplendor.
Ni la tarde en los campos me agrada,
Ni de noche la luna brillante;
Luz y sombra buscaba en mi amante,
¡Ay!... y nadie responde a mi amor.
Con mi amante risueña la aurora
Me inundara de blanda alegría,
Con mi amante gozara yo el día,
Campo y sombras, y grato frescor.
Con mi amante la luna me viera,
De sus rayos bañado y de llanto,
Apurar ese mágico encanto
Que a las penas les presta el amor.
Tú tal vez, corazón que yo busco,
Que tal vez solitario palpitas,
Y en fantásticos sueños te agitas,
Y suspiras y lloras cual yo.
Ven a mí, yo te haré venturoso,
Yo te ofrezco esas horas risueñas,
Yo te ofrezco esa dicha que sueñas...
Ven, querida, responde a mi amor.
Ven a mí... yo no busco hermosura:
No apetece este pecho vacío
Sino un pecho de amor como el mío,
Sino el alma, sino el corazón.
Ven... abiertos te esperan mis brazos,
Ya parece que en ellos te estrecho:
Ya parece que siento tu pecho
Contra el mío latiendo de amor.
Nadie me oye... mis voces se apagan,
Y se apaga con ellas mi vida.
Donde no halla mi pecho querida,
Un sepulcro hallará mi dolor.
Un sepulcro es el lecho florido
Que apetece mi anhelo postrero;
Un sepulcro la dicha que espero,
Pues no existe la dicha de amor.
La mariposa negra
Borraba ya del pensamiento mío
De la tristeza el importuno ceño:
Dulce era mi vivir, dulce mi sueño,
Dulce mi despertar.
Ya en mi pecho era lóbrego vacío
El que un tiempo rugió volcán ardiente;
Ya no pasaban negras por mi frente
Nubes que hacen llorar.
Era una noche azul, serena, clara,
Que embebecido en plácido desvelo.
Alcé los ojos en tributo al cielo
De tierna gratitud.
Mas ¡ay! que apenas lánguido se alzara
Este mirar de eterna desventura,
Turbarse vi la lívida blancura
De la nocturna luz.
Incierta sombra que mi sien circunda
Cruzar siento en zumbido revolante,
Y con nubloso vértigo incesante
A mi vista girar.
Cubrió la luz incierta, moribunda,
Con alas de vapor informe objeto;
Cubrió mi corazón terror secreto
Que no puedo calmar.
No como un tiempo colosal quimera
Mi atónita atención amedrentaba,
Mis oídos profundo no aterraba
Acento de pavor;
Que fue la aparición vaga y ligera,
Leve la sombra aérea y nebulosa,
Que fue sólo una negra mariposa
Volando en derredor.
No cual suele fijó su giro errante
La antorcha que alumbraba mi desvelo;
De su siniestro misterioso vuelo
La luz no era el imán.
¡Ay! que sólo el fulgor agonizante
En mis lánguidos ojos abatidos
Ser creí de sus giros repetidos
Secreto talismán.
Lo creo, sí... que a mi agitada suerte
Su extraña aparición no será en vano.
Desde la noche de ese infausto arcano
¡Ay Dios!... aún no dormí.
¿Anunciarame próxima la muerte,
O es más negro su vuelo repentino?...
Ella trae un mensaje del destino...
Yo... no le comprendí.
Ya no aparece solo entre las sombras;
Do quier me envuelve su funesto giro;
A cada instante sobre mí la miro
Mil círculos trazar.
Del campo entre las plácidas alfombras,
Del bosque entre el ramaje la contemplo,
Y hasta bajo las bóvedas del templo
Y ante el sagrado altar.
Para adormir mi frenesí secreto
Cesa un instante, negra mariposa:
Tus leves alas en mi frente posa:
Tal vez me aquietarás...
Mas redoblando su girar inquieto,
Huye, y parece que a mi voz se aleja,
Y revuelve, y me sigue, y no me deja,
Ni se para jamás.
A veces creo que un sepulcro amado
Lanzó bajo esta larva aterradora
El espíritu errante que aún adora
Mi yerto corazón.
Y una vez ¡ay! estático y helado
La vi, la vi, creciendo de repente,
Mágica desplegar sobre mi frente
Nueva transformación.
Vi tenderse sus alas como un velo
Sobre un cuerpo fantástico colgadas
En rozagante túnica trocadas,
So un manto funeral.
Y el lúgubre zumbido de su vuelo
Trocose en voz profunda melodiosa,
Y trocose la negra mariposa
En genio celestial.
Cual sobre estatua de ébano luciente
Un rostro se alza en ademán sublime,
Do en pálido marfil su sello imprime
Sobrehumano dolor,
Y de sus ojos el brillar ardiente,
Fósforo de visión, fuego del cielo,
Hiere en el alma como hiere el vuelo
Del rayo vengador.
Un momento ¡gran Dios! mis brazos yertos
Desesperado la tendí gritando.
Ven de una vez, la dije sollozando,
Ven y me matarás.
Mas ¡ay! que cual las sombras de los muertos
Sus formas vanas a mi voz retira,
Y de nuevo circula, y zumba, y gira,
Y no para jamás...
¿Qué potencia infernal mi mente altera?
¿De dónde viene esta visión pasmosa?
Ese genio... esa negra mariposa,
¿Qué es?... ¿Qué quiere de mí?...
En vano llamo a mi ilusión quimera;
No hay más verdad que la ilusión del alma:
Verdad fue mi quietud, mi paz, mi calma;
Verdad que la perdí.
Por ocultos resortes agitado
Vuelvo al llanto otra vez hondo y doliente,
Y mi canto otra vez vuela y mi mente
A esa extraña región,
Do sobre el cráter de un abismo helado
Las nieves del volcán se derritieron
Al fuego que ligeras encendieron
Dos alas de crespón.
1834
A la muerte
Te teneam moriens.
TIB. Eleg. I, lib. I.
Ven a mis manos de la
tumba oscura,
Ven, laúd lastimero,
Do Tibulo cantaba su ternura
Dando a Delia su acento postrimero.
Y traeme los ayes encantados
Con que dulce gemía,
Cuando ya con los párpados cerrados
En brazos de su amor desfallecía.
Ven, y el son de tu armónico suspiro
Sobre mi arpa vibrando,
Al viento de las ansias que respiro
El fin de mi existencia preludiando.
Yo lloraré de un alma solitaria
El insaciable anhelo,
Invocando en mi lúgubre plegaria
El solo bien que me reserva el cielo.
Yo ensalzaré tu celestial dulzura,
Muerte consoladora.
Yo cantaré en tus brazos tu hermosura;
Nadie en el mundo como yo te adora.
Parece ya que en el dintel sombrío
De la tumba dichosa
Siento exhalarse un delicioso frío
Que el ardor templa de mi sed fogosa,
Y que un ángel más bello que mi Lina,
Con semblante risueño,
En féretro de rosas me reclina,
Y el himno entona de mi eterno sueño.
«Venid, exclama, a los sepulcros yertos
A terminar los males.
No es ilusión la dicha de los muertos;
La nada es el vivir de los mortales...»
Lo sé, lo sé; mas de otro modo un día
Brillante a mis ardores
El campo de la vida se ofrecía
Vertiendo aromas y brotando flores.
«Do más placer divise, dije ufano,
Allí está mi ventura.
El ser que me formó no es un tirano,
Y el bien en el gozar puso natura.»
«Destiérrese de mí la razón lenta
Y su impotente brillo:
Será mi norte lo que el pecho sienta,
Será feliz mi corazón sencillo.»
Dije, y cual ave del materno nido
Lanceme en vuelo osado;
La senda del placer hollé atrevido,
Siempre de sed inmensa arrebatado.
Corrí a las fuentes do mi lado ardiente
Beber el bien quería,
Y a su hidrópico afán desobediente
El néctar del deleite no corría...
Y corrió por mi mal... y era veneno:
Bebiéronle conmigo:
Crimen en vez de amor ardió en mi seno,
Fui amante inútil y funesto amigo.
Denso vapor al fin anubló el alma,
Y en letargo profundo
De quietud falsa, de horrorosa calma,
Dejé los hombres, y maldije al mundo...
¡O natura falaz! tú me engañaste
Con pérfida mentira
Cuando en mi débil corazón grabaste
Esa imagen ideal por que suspira.
Pasó de mis fantásticas visiones
La magia encantadora.
Destino atroz, no tengo ya pasiones,
Y un solo bien mi corazón implora.
Envía sólo un rayo de contento
Sobre mi hora postrera:
Dame un solo placer, solo un momento,
El momento no más en que me muera.
Ya que entoldaste siempre mi ventura
Con tan nubloso velo,
Rasga en mi ocaso su cortina oscura,
Déjame, cuando espire, ver el cielo.
¡Ay! y al sentir ese éxtasis profundo
Que da la patria eterna,
A la que fue mi patria en este mundo
Volver me deja una mirada tierna.
Llévame de mi Landro a los vergeles,
Y allí, muerte piadosa,
Bajo los mismos sauces y laureles
Do mi cuna rodó, mi tumba posa...
Apura, o muerte, mi deseo apura,
Y a mis votos te presta.
Lleva a su colmo mi postrer ventura;
Premia un instante una pasión funesta.
Propicia a la ilusión que me alucina
Llévame a la que adoro:
Tremola entre los brazos de mi Lina
Tu crespón, para mí bordado de oro.
En ellos ¡ay! exánime posando,
Mi rostro al suyo uniendo,
Al compás de su lloro agonizando,
Y sus tardías lágrimas bebiendo,
Mis brazos se enlazaran a su cuello,
Que apoyo me prestara
Para esforzar el último resuello
Que en sus labios mi espíritu exhalara...
¡Ay! accede al ansiar de un alma triste,
Muerte que anhelé tanto,
Y en vez de esa corona que no existe
Cubra una flor no más tu negro manto...
Mas no... no cederás tu poderío,
O destino inclemente,
Y contra el mármol del sepulcro mío
Con furor ciego estrellarás mi frente.
Mi tierna juventud, mis padeceres,
Mi llanto no te apiada...
Moriré, moriré, mas sin placeres;
¡Ay! moriré sin ver a mi adorada.
1829