DANIEL MIRANDA TERRÉS
(Ciudad Netzahualcóyotl, México 1988), es egresado del Diplomado en Creación Literaria del Instituto Nacional de Bellas Artes (2012).
Recientemente, obtuvo el Premio Nacional de Poesía Clemencia Isaura 2015 por Pan: el dios del miedo, así como el Premio Nacional de Poesía Sonora Bartolomé Delgado de León 2015 por su segundo libro Anatomía del fracaso (aún en prensa).
La historia sin mar de Isidoro
Allá en verdad estaba mi patria,
por encima de todo templo,
más allá de las conversaciones en el mercado,
en los idiomas del mundo.
Bernardo Ruiz
Lo soñabas desde niño, Isidoro,
agotaste las noches de tu infancia anhelando el mar.
Creciste en un pueblo donde el polvo se pegaba a los zapatos
y nunca se sabía de otras ciudades;
el paisaje frente a la casa eran pálidas vacas pastando,
como atraídas siempre
por los ojos abiertos de tu padre sentado a la ventana.
Fue él quien te habló de los océanos y la marea.
Te contó cómo era el mar antes de que el hombre llegara con el fuego;
aprendiste que las estrellas guiaban navíos
con música de luz y giros.
Viste el mar por vez primera en la televisión a blanco y negro de Bartolo,
tu único amigo con quien compartías los días y la miseria,
a quien, jugando, mostrabas tu mano para decirle:
el mar es una palma donde cabe todo el cielo.
En las horas cálidas, aún sin haber estado ahí,
imaginabas las olas rompiéndose en la escollera
y creías, Isidoro, que esa era la música
que traía de vuelta a los viejos barcos de madera.
En las mañanas, esperando se cumplieran tus deseos pueriles,
ibas a sentarte entre las agrimonias
que rodeaban el pozo del pueblo.
Adivinabas el silencio
de aquella agua, enterrada y vieja,
que en vano podía mojar tus manos,
cuando era el mar lo que deseabas.
Primero lo imaginaste en el patio,
cuando hallabas esperanzas eternas en las lluvias
que abrían pequeños ríos sobre la tierra,
te hincabas y de tus manos zarpaban
silenciosos barcos de papel.
Los veías cruzar la cerca de alambres
pensando que no tardarían en llegar al mar,
pero al día siguiente, sorprendido, encontrabas tus naves varadas
a un costado del granero, frente al rostro cansado de los caballos.
Esperabas los días en el sueño de siempre, Isidoro.
Descubriste los acantilados detrás de tus párpados,
abordaste navíos en la penumbra de la noche.
Contemplabas los naranjos
y los campos sembrados de promesas.
Todas las tardes estabas en el silencio de los despeñaderos
mientras los pájaros remendaban el cielo de un pueblo
que bien podría ser un cementerio de barcos.
El rumor de las horas te llevaba al lugar de siempre:
te imaginabas coronado de gaviotas
y pensabas que lo que se oía, era el mar.
Fuiste callado y cada vez menos inocente.
Llegó el tiempo de aprender a descabezar gallinas,
de mirar a los cerdos del criadero desangrarse en la manos de tu padre,
sin embargo, Isidoro, seguías deseando que una lluvia
te llevara en una barca
hasta amanecer sobre algún océano baldío.
Tu padre dijo que te habías vuelto hombre
y te mandó desollar animales. Te volviste hábil
con las cuchillas, aprendiste pronto a dejar animales sin vida.
Acumulabas almas en tus manos.
Salías de las cantinas del pueblo con el delirio y la cojera,
caminabas ebrio entre la oscuridad tendida sobre la hierba,
le ofrecías a Dios dejar inválidos los caballos de tu padre
a cambio de conocer el mar.
¿Cuántas botellas vacías de alcohol
pudiste haber arrojado al agua desde una isla, Isidoro?
Quizá en una de ellas le hubieras mandado un mensaje a tu madre,
preguntándole si el dolor en los huesos había vuelto,
o si las palomas aún bajaban con el color de la nieve
que había en las montañas. Pero nunca te atreviste a dejar
los caminos rotos de tu pueblo, te rodeaste de animales viejos y enfermos;
cuidabas los escombros que abandonaban los vivos.
Te resignaste a no ir más allá de donde dejara de escucharse
el silencio del lugar donde naciste.
Sabías leer el cielo y nadie mejor que tú escribía sus pasos en el polvo,
pero te hizo cobarde no conocer siquiera las vocales.
El viento que salía de los huertos
te despertaba en las mañanas
para traerte de vuelta a tu tierra nativa,
a vivir así: entre lomas y oyameles.
Las ancianas del pueblo, en su andar cansino,
decían que te habías vuelto desdichado.
Preguntabas por la vida
y no hallabas más que un rincón del mundo
donde los inviernos te ajaron las mejillas.
En las noches, ya cansado y con la piel sinuosa,
te dedicabas a mirar la muerte de los insectos en las lámparas del pórtico;
para cuando las luciérnagas de luz llegaban,
tú ya estabas en la vastedad azul de los océanos,
contemplando desde un peñasco el naufragio de los astros.
Toda tu vida fue así, Isidoro,
trazaste una cartografía en tu memoria para hallar el mar,
para ir y restaurar el tiempo desde los tablones viejos de algún muelle,
volver al pueblo aún con la brisa en tus cabellos, lleno de gracia.
La presente selección de textos pertenece al libro Pan: el dios del miedo, que obtuvo el Premio Nacional de Poesía Clemencia Isaura 2015
El miedo era un perro que andaba por toda la casa
Lo adoptamos el día que mi padre nos abandonó
Mi hermano mayor procuraba
que no nos mordiera el alma
Mi madre nos acariciaba el rostro para borrarnos sus lamidas
A todos nos roía el sueño
y nos ladraba en el pensamiento
A mi hermana y a mí nos tocaba darle de comer
Le acercábamos en un plato nuestro corazón palpitante
cubitos
En las noches íbamos al canal de aguas negras
que había cerca de la casa
Mis amigos eran más valientes que yo
que me quedaba al último del grupo
y a cada paso pensaba en volver
Deseábamos hallar una bruja entre los apagados árboles
Oíamos nuestros pasos sobre la hierba seca
mientras nuestros cuerpos se volvían penumbra
cubitos
Mi hermana y yo coleccionábamos películas de terror
Estaban acomodadas en nuestra memoria
por los días de insomnio que nos provocaban
Nos sentábamos a verlas
con el corazón golpeándonos por dentro como un puño
Siempre nos mantuvo a salvo
saber que podíamos adelantar alguna escena
o decidirnos a parar la cinta
Lo que más nos aterraba
ocurría después de apagar el televisor
En nuestro pensamiento
comenzaba una vez más la película
sin posibilidad alguna de quitarla
Ni siquiera el sudor que nos escurría de la frente
nos deslavaba las imágenes
Uno crece y confía en que los miedos pasarán
Que todo se trataba del río de Heráclito
una vez que sabes amarrarte las agujetas
Con los años enfrentas el pecho a las noches
Confías en la fuerza de la tráquea
para aprender hablar sin punzada alguna
Pero la memoria no es un río caudaloso
Es un estanque
donde los recuerdos se empozan
y los días no terminan de pudrirse
No hay café que entibie las palabras
cuando se habla de los miedos propios
Ni bocanadas de cigarro por el que escape pronto
el eco que dejan en el pecho
Te miras al espejo
Descubres que ahí está la abuela Sabina
Miguel
Gerardo
Don Manuel
Contemplas sus apesadumbrados cuerpos
La cuenca de sus ojos
No deambulan en casonas abandonadas
ni en solitarios pasajes
como pensabas cuando niño
Los fantasmas habitan tu rostro
Enciendo la televisión a media noche
para hallar un paisaje que ilumine la recámara
Cambio los canales tratando de encontrar alguno
pero a esta hora solo ofrecen aspiradoras
y productos bobos para bajar de peso
La cama se torna incómoda y las sábanas rasposas
No hay postura posible
para permanecer a modo
Apago sin más la televisión
y trato de dormir entre tanta oscuridad
Espero hallar alguna noche un paisaje
en el que caiga nieve
para que cubra de blanco los muebles
y su luz me llegue hasta el sueño
Mi madre dice que de noche las carreteras
son boca del diablo
Me basta el primer enfrenón del autobús
para no poder viajar tranquilo
Trato de leer un libro
pero es difícil con la poca luz
que llega desde el pasillo
El temblor de una lata vacía
me espanta el sueño
Recorro la cortina
para mirar por la ventana:
afuera la oscuridad vigila con sus ojos negros
los campos de ganado
Es imposible distinguir hasta dónde el filo de la noche
ha cortado el camino