Jimmy Valdez-Osaku
Mao, Valverde, República Dominicana, 1975. Poeta, dramaturgo, pintor, gestor cultural, comentarista de noticias y articulista de opinión. Estudió Ciencias Sociales en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD) y tiene un certificado en Economía Política de Henry George School of Social Science. Ha participado en bienales de pintura y exposiciones colectivas en la República Dominicana, Puerto Rico y New York, ciudad ésta donde ha organizado y curado exposiciones colectivas e instalaciones artísticas tales como: “Poetas que pintan”, 2004; “Undertow”, 2012; “6to piso”, 2013; “Te Deum”, 2014, entre otras.
Ha publicado: Para todos sin importar lo que fumen (poemas, Mao, República Dominicana, 1999); Días enteros para una sopa (poemas, Media Isla Editores, 2010); La redonda peña despeñada (drama, Premio Letras de Ultramar 2009, Editora Nacional, República Dominicana, 2010); Maruja, de ser tú en el desgajo (poemas, New York, 2010) Un fragmento de narrativa, un cuento y varios de sus poemas aparecen en Nostalgias de Arena (antología de escritores de las comunidades dominicanas en los Estados Unidos, Santo Domingo, 2011); Las barcas viejas también se hunden (poemas, La Ovejita Ebooks, New York-España, 2011) Osaku: herrumbre para erigir un hombre vivo (poemas, Urpi Editores, New York, 2012), y; Cadáveres para el tiempo (poemas, Editora Nacional, República Dominicana, 2014). En la actualidad vive en la ciudad de New York donde ha tenido que afanarse la vida en toda suerte de oficios; desde cocinero, carnicero y chófer, hasta peón de construcción e instalador de arte.
Descubro que siempre he estado triste
y que toda la ciudad es una sentencia irrevocable.
Me queda un juego de palomas,
debe haber algo que no se muera.
En Me queda un juego de palomas
Jimmy Valdez
La Insignia, julio del 2006.
II
Si que has cambiado
no tienes el acostumbrado esmalte
carmesí
ni en tus ojos ya brilla
la plata de la estaca
que se incendia.
¿Acaso no te molesta mi sonrisa
o es qué el amor que me juraste
lo descubrió otro perro?
Principio
…pues eres polvo, exilio, hombre programado y oscuro, algo que arde fuera de control.
Estoy enfermo, en el desquicio, y por nosotros, con nosotros mismos
inauguro en soledad este libro de semillas,
esta mesa de pechos planos y el acordeón del quizás
sin tropiezos ni ternuras
porque así lo quiso Dios y a mí también me dio la gana.
Hace tiempo que la luna esta rota
y cargo solo con la cruz y el cuerpo
pero igual me da decir un nosotros
y repetir hasta el cansancio pájaros nuevos
en la bandera.
No te avergüences de este hombre encallado en la arena
el mar no besa tan adentro
ni permito lo festivo de lo que avasalla con desprecio
al niño que juega con el grifo y mete su cabeza en el chorro.
¡Que viva Juárez, coño!
y desenvaino la espada de madera con la que asusto al mundo
con la que marco la raya, con la que invento
esta protesta de misericordias
esta esperanza de un dos más dos
más uno
que contra todo es nocturno e igual
de bruces.
Bronx, puerta número cinco
El pie que se descalza para abrir la cerradura, un guante de béisbol, la redondez del espejuelo en el silencio de las nanas, el hombre cuyo palacio es un libro gravemente chamuscado, la carne de una mujer, de otra, de muchas.
Un Monet, la sensación a grito, los espectáculos orantes de la blasfemia, nuestra congregación, congregación acostumbrada a beber vino, pero no a fumar, haciendo inevitable que se nos culpe.
Así abordamos los principios, de inutilidad en inutilidad, sabiendo que al marcharnos, que al decir hasta luego, nos íbamos distintos, con otro cuerpo para esculpir nuevas piedras.
Y hemos regresado, y hemos cumplido con los ritos: empezar desde cero cada visita.
Regreso a casa y otros textos
Por Jimmy Valdez
Pepe
Hace ya muchos años que mi madre quiso contarme la llegada de los aviones: Estaba el árbol, la calle, Pepe, la humilde galería con sus dos mecedoras, doña Esperanza, que obligada al trasto prendía un fogón de leña, la radio que transmitía lo histórico del momento, y ese loco galopar de una ciudad sitiada a punto del desplome.
Pepe quería ser guardia, marchaba, corría, iba de gimnasia en gimnasia por toda la avenida. La guardia madrugaba, víctima de los cuarteles, y un gallo de madera se columpiaba a la entrada del chiquero.
Cada esquina estuvo apostada, el general no se rendía, y Pepe, portando un palo, se había puesto al servicio ajeno. ¡Recluta Pepe! y Pepe buscaba el café en las cocinas del barrio. ¡Recluta Pepe! y este hacia lagartijas. ¡Recluta Pepe! y Pepe encaramado en una mata de mango, de coco, comprándoles cigarros, alcanfor, quicio, el saludo repetido como gran pieza…
Y vinieron los aviones, y con ellos los primeros estruendos, la metralla, Pepe que volvía a correr como relámpago, que tropezó con una piedra, que cayó agarrándose una pierna pues algo le quemaba, y el general no tuvo de otras, se rindió.
Pepe se fue mudando del barrio, ya no se le vio correr detrás de la guardia, no quería ser Pepe el recluta, lo que le quemaba la pierna no llegaba a ser bala, ni la herida rampante de su matazo, erase la suave calentura de una mierda muy fresca que con el reperpero un gallinazo soltó.
Mi generación universitaria
Algunos, por ejemplo, hemos optado por el lado menos apuesto de la contienda, y en lo apenas del camino somos sustancia incorpórea. Otros, de cultivados sofismas y asociaciones extrañas, adictos a las exequias en donde se dialoga lo insignificante, tienen rúbricas magnánimas, ejercicios de preventa, amigos del eufemismo. Algunos son de ese modo alocado, se han tatuado con agujas el sexo y son expertos en no meterse con nadie, los hay también escuálidos y no van a la guerra, quieren la paz, el pan, el circo, lo excéntrico de una portada. Existen los del derecho y la banca, obligados a leer a Marx, la revolución francesa, a Roque Dalton, pero siempre ceñidos a la investidura del verdadero capital de sus depósitos. Otros tuvieron peores suertes, viajaron a Praga, a Lucerna, a Roma, y se hicieron carne fresca al alcanzar los aeropuertos. Los hay también viviendo de un tiempo ineludible y reverso, esos que se quedaron en casa, los que se ahogan en la abstracción y sienten que no hay futuro.
El poema persiste. Al pueblo de Jean Léopold Dominique.
Mi silencio se ha regresado por donde vino, como un toro impiadoso de alocadas cornadas la muerte bufó en el corazón más prójimo. Quería guardarme, esculpir, arar el amuleto de la ruptura, ser novela un día, vomitarlo todo en los reinos de este mundo, y supe dedicarle los instantes más cálidos a la historia inconclusa de una cuestión prefabricada.
Pude escribir, lo admito, páginas y páginas de una inédita aventura. Compartir ciertas vísceras, dejar rastros del apalabro, susurros de un secreto a voces, armaba la munición y me quería ajeno, la poesía dura un segundo y muere, el novelista puede pegar la puñalada.
Muy de niño, niño en fuga, cuando la madre servía nuestro pan, él tomaba su parte y escapaba, sólo para comerlo en lo bajo de un rompe viento junto con su amigo, el grandísimo hombre haitiano.
Jamás vi tanto dolor, jamás ha llorado con tanta sed, mi silencio se ha regresado por donde vino, el dolor redunda insensato, abre la tierra, pronuncia marejadas de vértigo, es tan profundo que ha dejado de ser anónimo, expedito, pues el dolor sembró sus rejas y solo en lo poema encuentra voz de auxilio.
Regreso a casa
Todos buscamos un turno, extendemos las manos, pedimos casas para los muertos, bifurcación. Todo se conmuta, quedando a los lados la higuera en su esquelética forma de brasas, los oídos sordos, incluso el albedrío; también a veces calla el viento en años y sólo suena la mesa de los cuervos cebados de piltrafas.
Existe el dolor no humano, la consciencia ferozmente borracha, la mansedumbre ecuménica, los muérdagos de tribunas, a los cuales se les ha trepado el mapa de lo horrendo como si se tratase de una galleta de barro invadida por hormigas.
La poesía no le sirve a nadie, estamos muertos
Existe la suerte del día, la mía es levantarme con la cabeza llena de pájaros: Doy los días a la asfixia, al primer trasto en el pasillo, a los números en rojo, al contrabando de perversas resinas, a lo rival de este corazón tuerto, vejestorio, reptil malhumorado, incapaz de góndolas, clavado por lo lastre de las indiferencias, lo que grita y no resplandece, pues de tantas oscuridades se ha llenado la casa que hacer señales de humo emana en lo desacierto.Vivo la noche cuadrada, trescientos sesenta y cinco cubos al año, y apenas he sido lo revuelto, el belicista de las bombas en racimo, príncipe de este antro, fecundo como el moho, manchando las paredes, las sábanas, el estribillo que ya produce nauseas, el formato originar de este culo de mundo que aún osa merecerse las odas.
A estas alturas en la que he donado parte de mi cuerpo a la ciencia, vísceras y cerebro, corazón incluido, pues el resto, desde el tobillo hasta el cráneo irán a parar a la primera fábrica de embutidos que se digne, lo que menos quiero es alarde, ya quisiera tener la voz suave y certera del que responde a los reproches de la serpiente sacándole la lengua.
Poema para Lucia
Justo en el punto ineludible de una huelga general, de algún modo lujuria, dueño de tu cintura, estrepitoso como los estragos, recobro al fantasma del soldadito de plomo, ya muy obeso, fecundo de gratitud, para jugar con él a que conquisto al mundo y se incendia la ciudad.
Cayó Moscú y queda la plaza roja, el gigantesco esqueleto de una lagartija. Apenas es la metrópoli del primer ministro en la que instalaron bares para ver el fútbol. Me preguntas qué soy para ti: La casucha de bloques del muy astuto cerdito.
No tengo credenciales
Tuve un oficio medio solemne: Bañaba muertos, colocaba altares y me alquilaba de doliente en aquellos casos que no vienen al ruedo… También fui juglar en taparetes, Sancho del municipio, trasto mandadero, incesante músculo de carretilla, como un junco de sol a sol, persistente, ceñido al ijar de lo barundo. ¿Qué más que mansedumbre para ganarle el pan al asombro, al rendir de cuentas?
Puedo confesarte, si acaso sirviese para algo, que estuve enamorado de la hija de la dentista. Es que yo era muy poca cosa y la madre me aplastó de una zancada. En fin sobreviví al suicidio, a la manguera rota en dos que no aguantó otro minuto de tan vieja y tostada. Allí fue donde te inventaste, de una herida mulata y de los cuentos de Bosch, donde maldije a los amos. Treinta y tantos años de indigencia y una sola mañana para rememorar las mil esquirlas de un primer poema desterrado.
Esa mañana, en la que intentaba derribar a un elefante, tropecé con los hierros del arado. Mi abuelo despertó temprano, no hubo agua para la sed, para sus ojos, y (me) enfermé de temores, vi a mi madre en el pasillo con la misma ropa de ayer mientras fumaba, estaba tan sola, líquida, amarga, deseándose la muerte, parecía sostenida en su propia sombra.
Esa mañana, al salir de casa, llevando conmigo esta historia, me hundí de amargo en la ciudad.
Papeles de la revolución
El antiguo rompe viento levantaba la calzada. Sus raíces penetraron las paredes y abrían como un rejón las columnas inclinadas de la vieja fortaleza. Podíamos escaparnos en el recreo, jugar a la guerra, corretear a los lagartos y darle caza con nuestros tiradores a las tórtolas arroceras y a los sapos en el arroyo. Éramos de la pandilla, los pequeños malvados. Desde el puente hasta la breña, cruzando la fábrica de block, los transformadores, el callejón de la guayaba, y la Colonia.
Llegábamos a pie, en el burro, de bola en la bartola, la vieja nave chevy del recordado Ciprian; chofer de los finqueros y popular abusador de nuestros miedos. -Ciprian solía acelerar el destartalado armatrote hasta el pitonear del mofle. Volábamos a la compuerta, nos tirábamos en su catre e íbamos orinándonos de lo atropellado en la maldad del acostumbrado enano y diablete.-
La llamada escuela grande, los profes cucaramangaros, la cisterna letrinada y el millón de gusarapos azuletes de tan robustos. Los roídos pantalones y pa’ mi casa con el boquete por brincar de una lado al otro y sin tener calzoncillos. Entonces fue cuando los vi, tomé los rumbos del canal, quería jondearme en la chorrera, cogerlo suave, nataguear con las patotas en los muros enrejados para luego subirme a los cocotales más pequeños en la finca del don Darío:
Estaban sepultándolo, eran tres y ninguno conocido. Vi las palas, los esfuerzos, el bulto amadrinado y el santo enterron del supuesto. Casi me caico, tanto monte, tal la sorpresa… cuando se alejaban, quise descender, averiguar lo visto, seguir a los mandrilos y luego chismoseárselo al mundo como la costumbre de nuestra casta.
Pero uno de ellos se devolvió, regresaba para tapar con pencas y charamicos la negrura de la tierra, lo movido. Me doble un tobillo, aguanté el grito; tirado en el suelo quedé quietecito, con el pecho pelado del apurón por bajar la palma y el pie comenzando a inflarse y ponerse morado.
No me pescó, cruzó muy apurado recogiendo jícaras y yaguas podridas. Las arrojó sobre el entierro y luego huyó buscando el camino trazado por sus socios.
Como pude salí a la jaida del camino. El susto podía más que los hincones del pie, que la segurísima paliza de papá y que los revenconazos posibles de mi madre al enterarse de que abandoné el deplorado cuaderno Petete, bajo las mayas limítrofes del fundo.
Fue cuando vi a la bartola, lejos, pero innegable. ¡Ciprian, como la honda ei diablo! Enderezando curvas, machacando piedras, levantando nubes asfixiantes, todo él y sus frutos…
Me reconoció, disminuyó la marcha, paró un poco antes del montón que hacia orilla y me voceó los acostumbrados motes al muchacho bellaco que se quedará bruto por escaparse de la escuela.
-Que se hablará con el compadre, que patatín que patatán, y que yo, para el momento como una magdalena, mocoso y con el cielo abierto por el rescate, iba a saber lo que era bueno con un chucho mojao.-
Y al abrir la bocaza, le conté las razones, las mitades del fondillo, la mata de coco y lo enterrao pa’ réquiem eterno entre lo de Darío Tió y las matas de samán. Luego, direitico hasta mi casa, recibido a cocotazos y con la encomienda de no decir ni pio.
Pero se supo, llegó la guardia, me llevaron con Ciprian y desenterraron el bulto. Mi papá nos traicionó, se fue de jablador con los del puesto y pa las cinco estaba de vuelta en la montería. Diez pistolas, quinces fusiles, granadas de mano y cuchomil papeles dizque de la revolución, con algunos pesos de ñapa.
A los pocos días fusilaron a los hijos de Ciprian. La maldita universidad los había dañado.
Fulana
Por el umbral, lo mismo que las siguiriyas en sus memorias del amor bonito, confieso haberme quebrado una pata tratando de aguaitai la piel morena de sus encantos. Me subí en la mata, parida a botar de tantos mangos, sin nunca imaginar el reperpero. Si llegó solita al rio, como en un acechón de los acostumbrados. Se quitó la ropa, lanzó el vestido, se fue metiendo entre las lilas orilladas en el recodo. Y yo allí, desde lo alto, con una mano abrazada al palo y la otra en las puras diligencias del momento.
¡Qué iba a imaginar lo del avispero! Si me agarraron de improviso. Nunca vi el jodido panal y vaya usted a saber…
Lo que me duele no son los remiendos, ni los raspones cruzados sobre las costillas. Es que me vio desprenderme y cuando vino en mi ayuda, ahí mismo comprendió lo que yo hacía.
Ahora no me quiere ver. Se lo ha dicho a mamá: Dizque que ya estoy muy grande pa que me cuiden. Que usted y to semos unos depravados y una recua más de habladurías. ¿Usted cree papá que no regrese?