VELMIRO AYALA GAUNA
Velmiro Ayala Gauna (Corrientes, 22 de marzo de 1905 – Rosario, 29 de mayo de 1967) fue un escritor, músico, docente y periodista argentino. De su vasta obra se recuerdan sobre todo los cuentos literatura policiales del comisario Frutos Gómez, una versión folklórica del detective intelectual de veta holmesiana; el personaje gozó de gran popularidad, llevándose a la radio y el cine, y granjeó fama a su autor.
Ayala Gauna, nacido en Corrientes, provenía de familia de la provincia de Santa Fe. Estudió magisterio, y a los 19 años abandonó su ciudad natal para afincarse en la localidad santafesina de Rufino, donde fundaría la escuela nocturna para la educación de adultos. Al año siguiente se trasladaría a Santa Fe, convocado para enseñar en el Liceo Militar General Belgrano, en el cual ejercería como director de estudios hasta 1930.
Sería tras su mudanza a Rosario en este último año en que daría mayor espacio a su vocación como escritor. Promotor de la formación continua de las clases trabajadoras, contribuyó a la fundación de bibliotecas populares, y comenzó a desarrollar actividad como periodista. Escribió prolíficamente para varios medios, y a través de la emisora radial LT8 Radio Rosario desarrolló el programa Sendas de la Patria), programando folclore de Argentina|música folklórica. Músico aficionado él mismo, compuso la banda sonora de la película Viejo barrio, dirigida por Isidoro Navarro.( A la vez desarrolló una intensa actividad como educador, siendo parte del comité fundador de la Universidad Popular de la Zona Sury luego director de la misma.
En estos últimos años ....y Ella?, su sobrino Alcides Lanza, a quien introdujo a la música y las bellas artes. Lanza se dedicaría a la composición profesionalmente, siendo uno de los compositores de música académica contemporánea más importantes de la Argentina.)
Ayala Gauna escritor
La temática folklórica sería también el eje de su obra literaria; en 1944 publicó su primer libro, el ensayo histórico-cultural La selva y su hombre, en el que recopilaba fábulas e historias mitológicas de la región correntina. En 1950 editaría Litoral, que obtuvo el premio Mesopotamia de la Comisión Nacional de Cultura, y en 1952 Rivadavia y su tiempo. Abordó la ficción a partir de este último año, con la publicación de los Cuentos correntinos, que marcaría el inicio de su etapa más prolífica. Cuentos correntinos volvió a granjearle el premio Mesopotamia, y sus obras vieron la luz en numerosas revistas. En 1953, año de su matrimonio, publicó Otros cuentos correntinos, La semilla y el árbol y Teatro de lo esencial.
En 1955 publicó su obra más ambiciosa, la novela Leandro Montes, y más ficción breve recogida como Cuentos y cartas de correntinos y Los casos de don Frutos Gómez, donde introdujo al más exitoso de sus personajes. El género policial gozaba de gran vigor en la Argentina de entonces, gracias sobre todo a la colección Séptimo Círculo, dirigida porJorge Luis Borges; el gran escritor había hecho de su fascinación con las fórmulas hermenéuticas del género —formulada con bastante precisión teórica en Leyes de la narración policial, de 1933— un impulso colectivo para la narrativa nacional y americana en general, introduciendo a autores juzgados menores hasta entonces y estimulando el juego con las fronteras clásicas del policial.
Marcadamente influido por la tradición simenoniana del aspecto humano de la investigación, don Frutos Gómez es un sensato y prosaico representante de la ley; su sentido común contrasta con la meticulosidad infructuosa de su ayudante, un cabo formado en los medios modernos de investigación en la ciudad, a quien desespera la falta de medios en el remoto pueblecito correntino donde ha sido destinado. El sentido del humor y la fina ironía de la narrativa, aunada a la crítica nacionalista a la seducción de los modelos procedimentales y culturales importados tout court de Europa, causaron sensación; la revista Vea y Lea reprodujo con frecuencia las historias del comisario en sus páginas y el director de cine ítaloargentino Catrano Catrani llevó la obra al cine con el nombre de Alto Paraná, con Ubaldo Martínez como Gómez y un jovencísimo Carlos Gómez (actor paraguayo)|Carlos Gómez como el cabo Leiva.
En los años siguientes daría a la imprenta Paranaseros (1957), Don Frutos Gómez, comisario (1960), el tercer volumen de Cuentos correntinos (1964), la obra de teatro ¿De qué color es la piel de Dios? (1964) y Provinciano y del interior (1965). En 1961 Rubén W. Cavalloti realizó una premiada segunda parte fílmica de las historias del comisario, titulada Don Frutos Gómez. Su actividad radial fue más intensa en estos años, adaptando sus cuentos al formato radiofónico y conduciendo varios programas de temática folklórica.
En 1967 falleció, apenas cumplidos los 62 años de edad.
El hachero
Los capitalistas de Wall Street
los accionistas de la City, en Londres,
no sabían su nombre,
ni siquiera conocían su existencia.
Para ellos “that company in South America”
era sólo un papel
que destilaba oro en dólares o libras esterlinas.
Sin embargo, aquí estaba la tierra,
leguas y leguas de tierra,
y de árboles,
y entre ellos había hombres, mujeres y niños
trabajando desde el alba hasta el crepúsculo
en una larga agonía de miserias,
para alimentar con sangre los gruesos dividendos
de lejanos magnates que no sabían
ni el nombre criollo de sus obreros.
Ni el nombre criollo de Liberato Sosa,
el hijo de Dominga Sosa y un hombre,
uno de los hombres que hicieron noche en el rancho
cuando ardían en las sombras las luciérnagas
y olía a humus la tierra humedecida.
Se escupía las manosy el hacha iba y venía,
cortaba el aire y abría heridas
en la carne vegetal;
iba y venía
como un péndulo que fuga y que regresa,
como un palpitante corazón: toc… toc…
como un pájaro carpintero horadando los troncos;
iba y venía
desde que cantaban los gallos
sacudiendo la noche de sus alas,
hasta que la primera estrella
le hacía guiños, como una mujer,
desde la ventana del cielo.
Un día,sus ojos cegados por el sudor no vieron
un tronco que caía
y lo sacaron con las costillas molidas
y el corazón reventado como un tomate podrido
pero con las manos aún cerradas
sobre el mango del hacha.
Liberato quedó en un rincón del montepara
que su carne nutriera las raíces
de otros árboles que arrojarían dividendos
para esos gordos señores que no sabían
el nombre de los hombres
de “that company in South America”.
Y en manos de otro criollo
iba y venía el hacha
desde el alba al crepúsculo…
¡ITALIANO!
¡Italiano! que un día llegaste
a estas tierras, trayendo el aporte
de unos brazos fornidos y una
esperanza risueña por norte.
Que dejaste en la aldea lejana
a una madre anegada en el lloro,
por buscar a través de los mares
el fugaz vellocino de oro.
¡Italiano! en tus labios florecen
mil canciones ya tristes o tiernas
recordando los cielos de Nápoles
o el canto de Roma la eterna.
O buscáis en el Ande el reflejo
de aquel Apenino querido y lontano
las canciones del mar de Sicilia
que aún arrullan tu pueblo lejano.
A ti, el rudo y doliente inmigrante
yo te guardo un afecto profundo.
Tu sudor se ha volcado en el surco
para hacer a este suelo fecundo.
Cada espiga de trigo argentino
es tu esfuerzo volcado en el grano.
Por eso te brindo mi canto
por esto te digo yo: ¡Hermano
eres mío! Inmigrante paciente,
que no es valla ni el mar ni el espacio
para unir a este trozo de América
con el suelo glorioso del Lacio”. (28)
(28) Martín Antonio, De la Carreta al Brillante. Rufino:
Historia de una Ciudad, Tomo I, Ed. All Publicity, Rosario, 1964.
en El Imparcial, en Setiembre de 1929
El lobisón*
— No, no era un hombre bueno el Capitán Giménez. Una vez mató a un hombre porque le hizo trampas en el juego y otra, tuvo a su asistente estaqueado toda una larga siesta porque le quemó la comida.
¡No! — afirmó Don Cleto — bueno, lo que se dice bueno, no era, aunque esa vez del lobisón... Se interrumpió para beber su vaso de caña, hizo chasquear golosamente la lengua y luego pasó el dorso de la mano para secar los ralos bigotes y continuó:
— ¿Usted cree en el lobisón? Bueno, yo tampoco creía porque como usted me he criado en la ciudad y aunque ahora sea un viejo borracho hubo un tiempo en que...
Golpeó el grueso vaso contra el zinc del mostrador y con su ronca voz pidió:
— ¡Don Pedro, otra caña!
Y ante la mirada desconfiada del dueño, advirtió:
— Sirva nomás que el señor paga.
Hice un gesto afirmativo con la cabeza y el viejo, después de volver a humedecer sus labios, prosiguió:
— Hay muchas cosas que parecen absurdas en los grandes centros, a la sombra de las universidades, como la cura del empacho, la luz mala, el lobisón, etc., pero que no son tales en estos lugares.
El bolichero, que había quedado escuchando, añadió:
— Pa'l empacho no hay como Ña Belén. El doctor Levinsky, de Ramada Paso, le manda sus enfermos.
— ¡Claro!... ¡Después que le salvó la vida a su criatura! — Interrumpió Don Cleto —. Antes le hacía la guerra, pero cuando vio que la hijita se le iba y que toda su ciencia no le servía para nada, agachó la cabeza y la mandó a la vieja para que le tirase el cuerito de la espalda...
— ¿Y sanó? — pregunté.
— ¡Pero cómo no había de sanar! Si para eso no hay como las curanderas. Los médicos lo habrán estudiado en los libros pero ellas lo han estudiado en sus hijos. Y antes que hubiera ciencia ya había madres que, por no ver sufrir a sus críos, ensayaban de todo... Casualidad o lo que sea, pero para curar el empacho no hay como las viejas...
Terminó de saborear su caña, y clavándome sus ojillos inquietos agregó:
— En cuanto a lo del lobisón, dígame, ¿por qué si es una cosa falsa la gente sigue creyendo en ella? Y no es de hoy, ni de aquí... Ya en la Biblia se habla de esos seres que se convierten en animales, y no hay parte del mundo sin esa creencia: Asia, Europa, América, África. Y siempre es el séptimo hijo varón, si no hubo mujer entre ellos...
— ¿Pero qué tiene que ver todo esto con el Capitán Giménez? - interpuse para evitar que se desviara del tema.
— ¡Ah! Es cierto — dijo. — Voy a tomar otra cañita para recordar y se lo contaré. - Don Pedro llenó el vaso y tras ingurgitarla, don Cleto empezó así:
— Fue para el año 32, creo. Eran tiempos malos, tiempos de crisis. Había poco que comer y los hombres se iban a buscar trabajo en «La Forestal», en el norte de Santa Fe, en los yerbales de Posadas o bajaban a Corrientes para engancharse en la policía o en el cuerpo de bomberos.
Hizo una pausa y cerró los ojos como para mejor evocar y continuó:
— Aquí, en Capibara Cué, sólo quedaban las mujeres, los niños, los viejos y unos cuantos que tenían trabajo fijo o no les importaba pasar hambre de tiempo en tiempo. Pues bien, una noche en que estábamos unos pocos en el boliche, cayó Aniceto corriendo, blanco como el papel y diciendo:
— ¡Ahí! Cerca'l cementerio...
— ¿Qué? — le dijeron burlonamente. — ¿Se te apareció el tata'e tu novia?
— ¡No, no!... ¡El lobisón!
Primero lo tomaron a broma pero luego creyeron en su sinceridad y un grupo, encabezado por el capitán Giménez, salió a buscar al fantástico animal, pero no hallaron ni el rastro.
Dos o tres días después fue un tropero el que llegó con la noticia y cuando a la otra mañana continuó la marcha, echó de menos a un ternero.
Y así, periódicamente, fueron muchos los que lo vieron. Era una especie de perro grande o algo parecido, con los ojos brillantes, como si ardieran...
Debía andar con hambre porque siempre faltaba algo en los ranchos por donde aparecía: unas gallinas, una tira de chicharrón, un trozo de charqui, una bolsa de batatas, etc. Esto último era lo que más extrañaba a la gente porque los lobisones, según se cuenta, sólo se alimentan de arroz y de cadáveres...
Don Cleto calló, pasó la lengua por los labios resecos y miró soñador a la botella. Comprendiendo la insinuación, ordené:
— Sirva otra vuelta, don Pedro.
El viejo borrachín bebió un sorbo y siguió:
— Pero por más dudas que tuviera la gente, nadie se atrevía a salir de noche. Apenas llegada la hora de oración, todos cerraban puertas y ventanas y ya no salían hasta el otro día. Por último al boliche sólo caíamos «El Capitán», su asistente y yo.
Las historias eran cada vez más espantables ya que para unos la apariencia tenía las dimensiones de un perro, mientras que para otros alcanzaba la de un caballo. Hubo quien afirmó que lo divisó arrastrando el cadáver de una joven, y quien juró que lo vio comerse a una criatura.
Fue entonces cuando el capitán paraguayo me propuso:
— ¿Se anima, Don Cleto, a enlazar al lobisón?
A mí, francamente, no me seducía la idea, pero no quise demostrar cobardía y accedí.
Era un viernes, a la noche, propicia como ninguna para esa clase de aventuras.
Después de entonarnos con unas copas, salimos; el capitán armado con su pistola, el asistente con un machete y yo con un grueso garrote.
Íbamos por las desiertas calles del pueblo que una espléndida luna iluminaba como si fuera de día. No se veía un alma por ningún lado y solamente, a veces, salían grupos de perros a ladrarnos. No encontramos nada por ninguna parte y eso que hasta dimos vuelta al cementerio, por las dudas.
El capitán quiso entrar pero el asistente no quiso saber nada con los muertos y yo lo secundé. Desencantados volvimos, cuando, cerca del rancho del capitán, vimos un bulto negro alzarse en el camino.
— ¡El lobisón! — dijo el asistente y se persignó.
Yo no dije nada, pero me quedé duro mientras sentía que me corría un sudor frío por todo el cuerpo. El capitán, solamente, siguió avanzando y cuando estuvo a pocos pasos, sacó la pistola y apuntó.
Pero antes de apretar el gatillo, se oyó un grito de pavor.
— ¡No! ¡Capitán! ¡No, mi capitancito!
Y una viejecita salió detrás de un árbol donde estaba escondida y se arrojó a los pies del ex militar, mientras el lobisón se incorporaba y arrojando al suelo el cuero que lo cubría, venía a nuestro encuentro.
Gracias a la luna lo reconocimos: era «Moncho», el nieto de doña Juana que vivía a pocas cuadras más adelante.
El capitán guardó el arma y alzó a la vieja que seguía sollozando.
— Venga, — le dijo — vamos a mi casa.
Luego ordenó al asistente:
— ¡Traé el cuero!
Avanzamos unos metros, cuando el muchachito se volvió corriendo y fue hasta el árbol donde se había ocultado la abuela para traer una bolsa sospechosamente henchida.
Después que se nos unió fuimos hasta el rancho y una vez acomodados, la viejecilla nos hizo escuchar su historia. Pero eso, bien merece un trago, ¿no es verdad?
Bebió el sobrante de su vaso y esperó hasta que le hubieran llenado de nuevo para reanudar su relato.
Doña Juana tenía un hijo que había trabajado allí cerca, en la estancia de unos ingleses, pero, a causa de una discusión con el capataz, perdió el puesto. En Capibara Cué no pudo encontrar trabajo, así que se fue para Misiones hacía varios meses. Desde entonces no supo nada de él. Poco a poco la vieja fue empeñando o mal vendiendo sus muebles para comprar con que mantenerse ella y el nieto, hijo del que se fuera y de una mujer que lo abandonó al año de nacer y andaría quién sabe adónde.
Pasaron hambre y mil privaciones hasta que se les había ocurrido lo del lobisón. Con un cuero de oso hormiguero, un pedazo de vela encendida dentro de una lata agujereada puesta dentro de la cabeza para que la luz saliera por los ojos, y el nieto andando en cuatro patas, habían creado el fantástico animal. Mediante ese expediente pudieron conseguir lo necesario para ir viviendo.
— Hasta que esta noche Ud. casi me lo mata al "Cunumí", capitán Giménez -concluyó la abuela, secándose las lágrimas que corrían por su arrugado rostro.
El capitán se rascó la cabeza pensativo y luego nos dijo con voz que no admitía réplica:
— Nadie ha visto ni sabe nada del lobisón. ¿Estamos? Desde mañana, Moncho, irá a ayudar a don Pedro en el boliche ya que hoy mismo me decía que le faltaba un muchacho para los mandados.
— Gracias, mi capitán, gracias — le interrumpió la anciana y tomándole una de las manos se la besó.
El gesto pareció emocionar al ex militar que con tono que quiso ser enérgico, ordenó al asistente:
— Pasá la alcancía.
El subordinado se la alcanzó y abriéndola entregó a doña Juana los pesos que allí había, a pesar de las protestas de la mujer que no quería recibirlos.
Después los acompañó hasta la puerta y les dijo:
— Y ahora, váyanse tranquilos a dormir.
Partió doña Juana y tras ella el nieto con la bolsa a cuestas, pero al pasar junto al capitán, éste lo detuvo, miró el contenido y sacando de adentro una gallina, se la entregó a su asistente diciendo:
— Tomá, para el puchero de mañana.
Don Cleto paladeó su último trago y al dejar el vaso, dijo sentenciosamente:
— No, si bueno lo que se dice enteramente bueno, no era el capitán Giménez. Ya ve, ¡sacarle una gallina a la vieja!...
— ¡Pero — salté — si antes le había dado todos sus ahorros! ¿Qué le hacía una gallina más o menos?
— ¿Sus ahorros? Los del asistente querrá decir, que el pobre estaba juntando para comprarse un caballo... No, si es como yo le dije, señor, bueno, enteramente bueno no era el capitán Giménez.
* El cuento «El Lobisón» de Velmiro Ayala Gauna está tomado de la primera edición de la colección de relatos Cuentos Correntinos, Editorial Castellvi (Santa Fe : 1952); pp. 132-139.
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