Ding Dunling
(丁敦龄) nace en algún lugar de China en torno al año 1830. Obtuvo el grado de xiucai (秀才) -algo así como licenciado- en los exámenes imperiales. El resto de su vida en China es una sucesión de conjeturas, de testimonios apócrifos, de especulaciones con más o menos fundamento. Hay un hecho que parece incontestable: la vida de Ding Dunling corría peligro en China y el exilio fue su único modo de escapar de una muerte segura. Muriel Détrie sostiene que Ding Dunling estuvo seriamente comprometido con la Rebelión Taiping, una insólita empanada mental que degeneró en una guerra civil -una de las más sangrientas de la historia- en la que perdieron la vida varios millones de chinos entre 1851 y 1864. En un país asolado por hambrunas, desastres naturales, invasiones extranjeras, gobiernos corruptos e incompetentes, surge un visionario llamado Hong Xiuquan (1814-64) que, convertido al cristianismo por unos misioneros, se proclama Mesías, «hermano menor de Jesucristo» y exorcista imperial. A raíz de un sueño místico en el que un anciano de barba dorada y capa con un dragón negro le urgía a limpiar el mundo del mal, Hong Xiuquan ordena forjar dos enormes «espadas para matar demonios», se pone al frente de la Sociedad de los Adoradores de Dios y funda un estado paralelo llamado Reino Celestial de la Gran Paz, que tuvo que ver con la paz tanto como la Revolución Cultural con la cultura. Algunos de los demonios con los que Hong Xiuquan se batió fueron el confucianismo, el budismo, el taoísmo, pero también la prostitución, el juego y el opio.
Hong Xiuquan
El descontento social hizo que millones de campesinos se adhirieran a la llamada de Hong Xiuquan y formaran un gigantesco ejército que puso en jaque al imperio e instauró en las muchas ciudades conquistadas -con Nankín como plaza fuerte- un delirante régimen teocrático y militar. Ignoramos hasta dónde llegó la implicación de Ding Dunling en la Rebelión Taiping. Sabemos que, convertido al cristianismo, huyó de China para siempre con la ayuda del misionero francés Joseph Marie Callery (1810-62) antes de que la Rebelión fuera sofocada y la chaladura de su líder supremo, enrocado entre decenas de concubinas, culminara con una muerte por sobredosis de maná [sic], así llamaba Hong Xiuquan a los hierbajos de dudosa salubridad con los que se nutría. Joseph-Marie Callery es autor de una obra titulada Historia de la insurreción en China (1853), primer libro en una lengua europea que documenta el origen de la Rebelión Taiping. Es muy probable que Ding Dunling aportara al religioso información de primera mano sobre la entonces incipiente revuelta. Su amistad y colaboración continuó hasta el punto de que Callery acompañó a Ding en su huida a Francia con la intención de que este le ayudase a redactar un diccionario francés-chino. Desgraciadamente, a las pocas semanas de su llegada a París, Callery muere y deja a Ding Dunling en la indigencia.
Théophile Gautier, fotografía de Nadar, 1856
No son claras las circunstancias en las que Théophile Gautier, con un gesto quizá más dandy que altruista, rescató de las calles de París a un chino menesteroso para convertirlo en preceptor de su hija. Nada mejor que poner un chino en su vida para poder saciar cotidianamente una sed de lejanías y exotismos que Théophile Gautier había mostrado desde sus viajes juveniles a España, ese pintoresco umbral de otros orientes más remotos. Vale la pena recordar que en su Viaje por España (1843), Gautier estableció una sorprendente comparación entre los campanarios de Écija y los templos chinos y japoneses:
« Los campanarios no son bizantinos ni góticos ni renacentistas, parecen más bien chinos o japoneses; se les podría tomar por torrecillas de algún miao dedicado a Confucio, Buda o Jo, pues están revestidos de azulejos de colores muy encendidos, cubiertos con tejas verdes y blancas, lo que presenta muy extraño aspecto. »
Hija de su padre, Judith Gautier no tardó en descubrir que, a pesar de las apariencias, ella era china; y no una china cualquiera, sino nada menos que « la reencarnación de una princesa china» . Así que la tarea de ese antiguo secuaz de exorcistas imperiales que era Ding Dunling se prometía ardua: no sólo debía ser su preceptor, su profesor de lengua y cultura china y su guía en los viajes imaginarios por China, sino que debía liberar el alma de una china atrapada en el cuerpo de una francesa. La misión que Théophile Gautier encomendó a su hija no fue menos espinosa:
« Desentraña a este hombre amarillo y descubre qué es lo que esconde su misterioso cerebro.»
Estudiante entusiasta y concienzuda, Judith Gautier aprendió chino y, con poco más de veinte años, publicó una muy influyente antología de poesía china: El libro de jade (1867). En la primera edición, junto a los versos de los grandes poetas de las dinastías Tang (618-907) y Song (960-1279), Judith Gautier incluyó cuatro poemas de su maestro Ding Dunling. La próxima entrada del blog estará dedicada a explorar la notable influencia que este libro ejerció -para bien y para mal- en las letras francesas y europeas. La China que imaginó y tradujo -o adaptó- Judith Gautier con la ayuda de su preceptor en obras como El libro de Jade o En China, permeó por muchos años las fantasías sinófilas occidentales.
Ding Dunling, más conocido ya como «el chino de Gautier» o «la eminencia amarilla del Parnaso», se convirtió en una especie de gabinete de curiosidades andante y en una presencia habitual en salones como el del propio Théophile Gautier, el de Victor Hugo, el de Mallarmé o el de la musa de Baudelaire, Apollonie Sabatier. No obstante, los datos sobre su vida siguen siendo casi tan escasos como cuando vivía en China. Conversó, paseó, recorrió salones, tuvo varios alumnos de chino, pero salvo alguna contada mención en el Diario de los Goncourt, entusiasmados ante la presencia de « un verdadero chino», poco más trascendió de su vida. Mucho nos tememos que la admiración que despertó la «eminencia amarilla del Parnaso» no fuese sino una flor de loto en el ojal de esos dandis que paseaban con tortugas por las calles de París; otra chinoiserie con la que adornar los cenáculos literarios; un ailleurs al alcance de la mano; el muñeco por cuya boca hablaban de un Oriente imaginario los artistas ventrílocuos. Sólo en el caso de Judith Gautier, muñeco y ventrílocuo parecen intercambiar sus papeles de vez en cuando.
En 1875, Ding Dunling sale del anonimato y alcanza una breve e indeseada notoriedad: fue arrestado bajo la acusación de poligamia. Unos años antes había contraído matrimonio con una tal Caroline Julie. Cuando la señora de Ding descubrió que existía en China otra señora de Ding como consecuencia de un matrimonio precedente de su marido, decidió resolver el asunto en los tribunales. Judith Gautier asistió como testigo al juicio y aportó la traducción de un texto jurídico chino que establecía que si en un plazo de tres años el marido no recibía noticias de su mujer, el matrimonio dejaba de ser válido. Un interesante caso de derecho comparado del que tampoco nos ha llegado mucha documentación. Andrew Lang, aunque con algunas inexactitudes, dedicó al caso esta jugosa crónica contemporánea del juicio. Lo importante es que el veredicto fue favorable a Ding Dunling, que recuperó la libertad. Entre 1875 y 1886, año de su muerte, su pista vuelve a esfumarse. Murió en Francia. Eso todo lo que sabemos por ahora sobre la vida del chino de Gautier.
Ding Dunling, el chino de Gautier
Cementerio de Saint-Énogat, Bretaña
Esta es la tumba de Judith Gautier (1846-1917), hija de Théophile; viajera imaginaria; compositora; musicóloga; escritora; emperatriz china de los salones parisinos; musa de Wagner, de Baudelaire, de Mallarmé; amante de Victor Hugo; primera mujer miembro de la Academia Goncourt; una de las primeras traductoras de poesía china a una lengua europea. Junto a ella descansa su amiga y discípula Suzanne Meyer-Zundel, casi cuarenta años más joven. Sobre la lápida, una inscripción en chino tan parecida a un célebre verso del poeta Claudio Rodríguez que me voy a permitir la libertad y el capricho de traducirla así: « Siempre la claridad viene del cielo.»
Cualquier historia de la recepción de la cultura y de la literatura china en Occidente debería detenerse en la figura de Judith Gautier y en la del oscuro hombre de letras chino que marcó su vida: su preceptor y profesor de chino Ding Dunling.
Sabemos que, en la Europa decimonónica, en casi ningún salón de la alta sociedad faltaban las chinoiseries, que China, como bien nos recuerda todavía la lengua inglesa, era sinónimo de porcelana; también de seda; de té; de opio; de ambiciones coloniales y de suspiros orientales de marquesonas cursis que tendrían como consecuencia atrocidades como las Guerras del Opio o algunos poemas de Rubén Darío. Si bien es cierto que Judith Gautier incurre a menudo en banales exotismos orientalistas, su acercamiento a esa China que nunca pisó es bastante más profundo que el de la mayoría de sus contempóraneos y es que tras sus viajes imaginarios a China, tras sus traducciones parnasianas de poetas como Li Po, Du Fu o Su Dongpo, se oculta la sombra de Ding Dunling, un personaje del que sólo nos han llegado referencias indirectas. No se conservan fotos ni retratos, su vida está llena de lagunas que apenas logran colmar unos pocos artículos recientes y alguna que otra frase suelta de sus contemporáneos. Por no tener, no tiene ni entrada en la Wikipedia. Y, sin embargo, Suzanne Meyer-Zundel contaba que, en sus últimos años, Judith Gautier recordaba casi a diario las lecciones de chino y los relatos sobre el país de sus fantasías con los que aquel misterioso preceptor chino iluminó su adolescencia y juventud .
Mlle. Judith Gautier à la Fourberie, 1883-85, J.S.Sargent. © Musée Jean Faure, Aix-les-Bains, France.
Ding Dunling, el chino de Gautier ( 2ª parte)
Como anexo a la entrada anterior, he seleccionado una serie de textos que nos remiten directa o indirectamente al chino de Gautier -o a la China de Gautier-, es decir, no a la China física, sino a la China que el imaginario francés del siglo XIX concibe como una red de signos, como un texto tan afín a las inquietudes estéticas de su tiempo que acaba por convertirse, por un lado, en uno de los lugares privilegiados de la experimentación formal, por otro, en acicate para todo tipo fantasías. Muchos de los arquetipos que todavía perduran con respecto a China -la China enigmática y misteriosa, la China de todos los horrores posibles, la China amenazadora, etc. - cobran forma en esta época.
Custodia, Octavio Paz
En 1996, Octavio Paz y el poeta coreano Joung Kwon Tae debaten sobre el Yi Jing o I Ching (易经). Este es un extracto de su conversación:
« Joung Kwon Tae: Usted dijo sobre Un coup de dés: “No hay una interpretación final de Un coup de dés porque su palabra última no es una palabra final” Según su comentario, Un coup de dés tiene alguna similitud con la colocación de los signos en el I Ching. (...)¿Cree que Mallarmé tenía algún conocimiento del I Ching antes de escribir su poema Un lance de dados?
Octavio Paz: No, no lo creo. Sin embargo, es muy curioso que el tema de Un coup de dés sea precisamente el azar y lo absoluto. Son las ideas centrales, el eje que mueve a los signos del I Ching. Por un lado se lanzan los dados o las monedas; por el otro, el cielo inmóvil de los signos. Sólo que ese cielo inmóvil es el teatro de un movimiento que se resuelve en la aparición momentánea de un signo, un hexagrama. Al final de Un coup de dés aparece también una constelación momentánea, fija y en movimiento: cuenta total en formación. ¿Identidad o coincidencia entre el azar y el absoluto? Cada minuto es absoluto… por un minuto.
Joung Kwon Tae: Pensé que Mallarmé podía haber conocido el I Ching porque Théophile Gautier fue uno de sus maestros y su hija fue muy amiga de Mallarmé.
Octavio Paz. No se me había ocurrido esta hipótesis. No es descabellada. Sí, Judith Gautier fue la primera traductora moderna de poesía china al francés (Le livre de jade) y sus traducciones, o más bien adaptaciones (tradujo al simbolismo la poesía china), fueron muy estimadas. Influyeron en muchos poetas de aquella época y de muchos países, entre ellos varios modernistas hispanoamericanos. »
(Revista Claves de la Razón Práctica, número 61, abril de 1996, editorial Progresa, Grupo Prisa)
Un coup de dés jamais n'abolira le hasard
Con una célebre tirada de dados, Mallarmé logró desestabilizar a nuestros signos y abrir el paso a las vanguardias del siglo XX. Se ha escrito y hablado mucho sobre la coincidencia entre ciertos elementos de la poesía clásica china y la poética mallarmeana. Enumeremos muy brevemente algunas de estas afinidades:
- Página y poema son la misma cosa; la disposición tipográfica de las palabras y los espacios en blanco forman un todo inseparable. El poema comunica, por tanto, su propia estructura.
- El lector ideal para Mallarmé era alguien con « un espíritu abierto a la comprensión múltiple» . El único lector o traductor posible de un poema en chino clásico es alguien que acepte la multiplicidad de sus significados.
- En una carta a Degas, Mallarmé escribió una de sus frases más citadas: «Con palabras, no con ideas, se hace la poesía.» «La poesía china -dijo años más tarde Henri Michaux- es tan delicada, que jamás hospeda una idea (en el sentido occidental de la palabra).»
- François Cheng ( La escritura poética china, Pre-textos, 2007) nos recuerda que cada palabra, cada carácter - o ideograma- del casi monosilábico chino clásico, contiene en sí una metáfora en potencia, una imagen cargada de connotaciones, un símbolo. Parece el punto de partida perfecto para alcanzar ese mot total, esa palabra total a la que aspiraba Mallarmé.
- La ausencia de pronombres personales es un rasgo muy frecuente en la poesía clásica china. Esta despersonalización facilita la simbosis entre una voz poética ambigua y el universo poetizado. El Mallarmé del coup de dés suprime el yo y casi todos los demás pronombres personales. En una carta a Henri Cazalis, Mallarmé afirma:«Ahora soy impersonal, ya no soy el Stéphane que tú conociste sino una aptitud que tiene el universo espiritual para verse y desarrollarse a través de lo que fue yo.»
- En la compleja sintaxis de Mallarmé y en algunas de sus ambigüedades fonéticas se han observado también ciertas afinidades con la poesía clásica china.
Este poema de juventud de Mallarmé contiene algunos elementos que nos permiten reconocer al poeta de Un coup de dés. Se trata de una miniatura china titulada Epílogo o Cansado del amargo reposo escrita en 1864, un año en el que, con certeza, Mallarmé frecuentaba tanto a Judith Gautier como a Ding Dunling. La traducción es de Javier Sologuren.
Las de l'amer repos où ma paresse offense
Une gloire pour qui jadis j'ai fui l'enfance
Adorable des bois de roses sous l'azur
Naturel, et plus las sept fois du pacte dur
De creuser par veillée une fosse nouvelle
Dans le terrain avare et froid de ma cervelle,
Fossoyeur sans pitié pour la stérilité,
- Que dire à cette Aurore, ô Rêves, visité
Par les roses, quand, peur de ses roses livides,
Le vaste cimetière unira les trous vides ?
-Je veux délaisser l'Art vorace d'un pays
Cruel, et, souriant aux reproches vieillis
Que me font mes amis, le passé, le génie,
Et ma lampe qui sait pourtant mon agonie,
Imiter le Chinois au coeur limpide et fin
De qui l'extase pure est de peindre la fin
Sur ses tasses de neige à la lune ravie
D'une bizarre fleur qui parfume sa vie
Transparente, la fleur qu'il a sentie, enfant,
Au filigrane bleu de l'âme se greffant.
Et, la mort telle avec le seul rêve du sage,
Serein, je vais choisir un jeune paysage
Que je peindrais encor sur les tasses, distrait.
Une ligne d'azur mince et pâle serait
Un lac, parmi le ciel de porcelaine nue,
Un clair croissant perdu par une blanche nue
Trempe sa corne calme en la glace des eaux,
Non loin de trois grands cils d'émeraude, roseaux.
Cansado del amargo reposo donde ofende
mi pereza una gloria por la que huí antaño
de la infancia adorable de los bosques de rosas
bajo azul natural, cansado siete veces
del exigente pacto de cavar por velada
nueva fosa en la tierra frígida y avarienta
de mi propio cerebro,
de la esterilidad cruel sepulturero.
-¿Qué decirle a esta Aurora, oh Sueños, visitado
por las rosas, con miedo de las lívidas,
cuando junte el extenso osario los vacuos agujeros?
Renunciar quiero al Arte voraz de un cruel país
y sonriente para los caducos reproches
que me hacen mis amigos, el pasado y el genio, y
mi lámpara que conoce mi agonía,
imitar al sutil chino de fino y límpido
corazón cuyo albo éxtasis está en pintar el fin,
sobre tazas de nieve de una arrobada luna,
de una flor peregrina que perfuma su vida
transparente, la flor que sintió cuando niño a
la azul filigrana del alma injertándosele. Para
la muerte como solo sueño del sabio,
sereno, escogeré un juvenil paisaje
que he de pintar aún, distraído, en las tazas.
Un pálido y delgado trazo de azul sería
un lago, entre el cielo de nuda porcelana,
nítida media luna perdida en blanca nube
baña su quieto cuerno en las heladas aguas
no lejos de tres juncos, pestañas de esmeralda.
Ding Dunling fue también poeta; su única obra conocida son los cuatro poemas que han llegado hasta nosotros a través de las traducciones de Le livre de jade. Propongo ahora una versión de uno de ellos, así como un fragmento del capítulo que Judith Gautier dedicó a la música en su obra En China.
LA SOMBRA DE LAS HOJAS DEL NARANJO,
Ding Dunling
La muchacha, que trabaja todo el día en su alcoba solitaria, se estremece con el sonido
inesperado de una flauta de jade.
E Imagina que escucha la voz de un joven.
A través del papel de las ventanas, la sombra de las hojas del naranjo
acude a sentarse en sus rodillas.
E Imagina que alguien ha rasgado su vestido de seda.
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LA MÚSICA EN CHINA, Judith Gautier
«La música ha sido venerada en China desde la más remota antigüedad; no era considerada un pasatiempo frívolo sino la ciencia de las ciencias, y se le atribuían virtudes singulares. La música era para los chinos un eco de la armonía universal que equilibra el cielo y la tierra; por sí sola, era capaz de guiar y ennoblecer los pensamientos y las acciones de los hombres.
La leyenda cuenta que Fuxi, emperador casi legendario, inventó los primeros instrumentos musicales que, tocados por sus dedos, emitían un sonido celestial. Pero la leyenda cede paso a la historia cuando, bajo el emperador Huangdi, un sabio chino llamado Ling Lun recibió el encargo de fijar las leyes de los sonidos musicales. El sabio se refugió entonces en la soledad de un magnífico bosque de bambú situado cerca del nacimiento del Río Amarillo. Allá meditó y trabajó para lograr establecer de manera decisiva las reglas y los sonidos de la música. Cortó tallos de bambú de diferentes tamaños y determinó la longitud de cada uno de los tubos por medio de unos granos de una especie de grueso mijo negro, muy firmes y semejantes entre ellos. Descubrió que eran necesarios cien granos para colmar el tubo que emitía el sonido considerado fundamental. Ling Lun dividió entonces su progresión en base a múltiplos de diez y, de este modo, inventó el sistema métrico decimal, que fue inmediatamente aplicado a los pesos y a las medidas. Dio el nombre de liu (base, regla, principio) a la nota elegida como fundamental: esta nota corresponde a nuestro FA. El sabio no tardó en descubrir que la octava musical podía dividirse en doce semitonos. Cortó con cuidado doce tubos que reproducían exactamente los doce semitonos y los distribuyó en Yang-liu perfectos y en yn-liu imperfectos. Los Yang-liu corresponden a las notas naturales, los Yn-liu a los sostenidos. Ling Lun fijó a continuación siete modos formados por la reunión de 5 yang y 2 pien, es decir, de 5 tonos y de 2 semitonos: Fa, sol, la, si, do, re, mi, en chino: Kong, Chang, Kio, Pien-tche, Tche, Yu, Pien-kong. Exactamente la misma gama que se utiliza hoy en día.
Pitágoras, dos mil años después de Ling Lun, trató también de determinar la relación entre los tonos por medio de medidas y pesos. Es curioso constatar que , si bien en las conclusiones de Pitágoras se han detectado errores, las del matemático chino siguen siendo inatacables.
Algunos siglos después de Ling Lun, hace sólo cuatro mil quinientos años, el emperador Chun fundó un conservatorio de música, el primero de la historia. Sólo los hijos de príncipes y de las élites aristocráticas eran admitidos como estudiantes.
La dirección del conservatorio fue confiada a un músico de renombre, cuyo nombre no suena tan bien a nuestros oídos como el de Orfeo - se llamaba Kuai- pero que , mucho antes que Orfeo, pudo jactarse de poder domar a las fieras con el encanto de su música y, --cosa más inverosímil incluso en tiempos remotos- de lograr que los políticos se pusieran de acuerdo. »
Delmira Agustini (Montevideo, 1886- id, 1914)
En la entrevista con la que hemos comenzado la entrada, hablaba Octavio Paz de la influencia de las traducciones de Judith Gautier en los modernistas hispanoamericanos. Este fragmento del poema Divagaciones, de Rubén Darío, resulta especialmente ilustrativo:
¿Los amores exóticos acaso?...
Como rosa de Oriente me fascinas:
me deleitan la seda, el oro, el raso.
Gautier adoraba a las princesas chinas.
¡Oh bello amor de mil genuflexiones;
torres de kaolín, pies imposibles,
tazas de té, tortugas y dragones,
y verdes arrozales apacibles!
Ámame en chino, en el sonoro chino
de Li-Tai-Pe. Yo igualaré a los sabios
poetas que interpretan el destino;
madrigalizaré junto a tus labios.
Diré que eres más bella que la luna;
que el tesoro del cielo es menos rico
que el tesoro que vela la importuna
caricia de marfil de tu abanico.
Los enigmas que vienen de Oriente no sólo derivan en exploraciones lingüísticas y artísticas o en idealizadas evocaciones de la tierra de la seda, los abanicos y la porcelana. En el siglo XIX, y de manera particular en el círculo de amigos de Judith Gautier, comienza a gestarse otro arquetipo del imaginario europeo que en la cultura popular del siglo XX personificaría el insidioso doctor Fu Manchú:
«Imagínese una persona alta, delgada y felina, de hombros altos, cejas shakesperianas y cara de demonio, el cráneo afeitado y unos ojos alargados, magnéticos, verdes como los de un gato. Dótele usted de toda la astucia cruel de la raza oriental pero concentrada en una única inteligencia gigantesca y se hará una idea de quién es el Doctor Fu Manchú.»
(El Misterio de Fu Manchú, Sax Rohmer. 1913)
El arquetipo del chino astuto y maléfico, maestro en el arte de infligir perversas y sofisticadas torturas, aparece ya en Victor Hugo o en Octave Mirbeau y, pasando por Fu Manchú, llega hasta nuestras leyendas urbanas de chinos que no mueren, de cadáveres en los frigoríficos o de chinos que comen fetos. Baudelaire no estuvo particularmente interesado en China, pero en el poema El reloj de Pequeños poemas en prosa atribuye a los chinos un misterioso poder sobrenatural:
« Los chinos ven la hora en los ojos de los gatos. Cierto día, un misionero que se paseaba por un arrabal de Nanking advirtió que se le había olvidado el reloj, y le preguntó a un chiquillo qué hora era.
El chicuelo del Celeste Imperio vaciló al pronto; luego, volviendo sobre sí, contestó: "Voy a decírselo". Pocos instantes después se presentó de nuevo, trayendo un gatazo, y mirándole, como suele decirse, a lo blanco de los ojos, afirmó, sin titubear: " Todavía no son las doce en punto." Y así era en verdad.»
(Traducción de Enrique Díez Canedo)
Muy probablemente, la obra que mejor ilustre esa China virtual, inspiradora de los refinamientos más perversos y las más macabras voluptuosidades sea El jardín de los suplicios, de Octave Mirbeau, en la que un exotismo pasado por sangre, vísceras, sudor y lujuria se rebela contra los convencionalismos de una decadente civilización europea de cuyo tedio e hipocresía urge huir. Contemporánea del caso Dreyfus, El jardín de los suplicios denuncia la impostura y la corrupción de los hombres de poder en Francia (Mirbeau dedica sarcásticamente su novela « a los sacerdotes, los soldados, los jueces y los hombres encargados de instruir y gobernar a los hombres» ), que representan la antítesis de esa China sin límites ni constricciones por cuyo libertino y sangriento "jardín de las delicias" paseamos atónitos en el último tercio del libro.
« En China, la vida es libre, feliz, total, sin contratos, sin prejuicios, sin leyes... al menos para nosotros no las hay... Libertad, sin más límites que los que cada cual se traza... No más amor que la variedad triunfante del deseo... Europa, con su civilización hipócrita y bárbara, representa la mentira... ¿Qué hacéis allí más que mentir, engañaros a vosotros mismos y engañar á los demás, faltar á todo lo que en el fondo de vuestro corazón reconocéis por verdadero?... Venís obligados á fingir un respeto exterior por personas, por instituciones que encontráis absurdas... Usted se halla torpemente atado á convencionalismos morales o sociales que usted desprecia, que condena, porque no tienen razón de ser... Esta contradicción permanente entre vuestras ideas, vuestros deseos y todas las formas muertas, todas las vanas apariencias de vuestra civilización, os entristece y os desespera. En este conflicto intolerable perdéis toda la alegría del vicio, toda sensación de personalidad...porque a cada minuto se detiene el libre desenvolvimiento de vuestras fuerzas... He ahí la llaga emponzoñada, mortal, del mundo civilizado... Entre nosotros no ocurre nada parecido... ya lo verá usted. »
O. Mirbeau, El jardín de los suplicios, Impedimenta, Madrid, 2010
(Traducción: Lluís Maria Todó)
El descenso de un turbio francés y de una erotómana inglesa al exquisito infierno del jardín es un paseo desbocado por las pulsiones del sexo y de la muerte, un viaje convulso por los placeres de la autodestrucción que el Divino Marqués hubiera disfrutado. La editorial Impedimenta reeditó El jardín de los suplicios en el 2010. En la página EuskadiAsia -de la que me he traído tanto la anterior cita como la siguiente- podéis leer un artículo muy interesante dedicado a la China de Mirbeau.
« Advertí entonces que en la pared de la izquierda, enfrente de cada una de las celdas, había profundos nichos que contenían tablas pintadas y esculpidas donde se representaban con ese espeluznante realismo del extremo Oriente las diversas clases de tormentos usados en China: decapitaciones, estrangulaciones, descuartizamientos, invenciones infernales y precisas que llevan hasta un refinamiento desconocido en nuestras crueldades occidentales, poco numerosas y variadas, por cierto, el aire del suplicio. Museo del espanto y desesperación donde nada había olvidado la ferocidad humana y que, sin cesar, a todas las horas del día, recordaba a los presos por medio de fieles imágenes la bien meditada muerte que les reservaban sus verdugos.»
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