DIEGO ARAVENA INOSTROZA
Temuco, Chile 1986
Los textos buscan retratar un sur chileno desde una visión particular, bajo la mirada de la historia reciente, fragmentada, difusa y poco definida de la Araucanía. Se escribe sobre la pérdida de significados a partir de la construcción de una región con ciudades fundadas hace poco más de cien años y cuya formación, al igual que su historia, resulta convulsa, poco clarificada y en constante redefinición entre ruralidad y urbanidad, entre memoria e invento. Se retrata una persistente necesidad de conexión entre las personas, de búsqueda de identidad en la raigambre y en las relaciones, describiendo un mundo mestizo, mezclado, interconectado, pero desmembrado y nostálgico, de identidad difusa y sin significados definitorios. Se escribe sobre una melancolía sin especificidad, en búsqueda continua y en constante pérdida y olvido, tanto del vínculo con la tierra y el pasado, como de las personas, sus relaciones y sus historias, que son finalmente el reflejo del entorno en donde se han forjado.
Ha participado en la Revista “A Las Espuelas de mi Caballo” (2006), escribió el cuento infantil La Historia del Pudú que quería volar, 2012, ha publicado el poemario "Perro Paraíso" (Poemas Ilustrados, 2015) y es autor del poemario inédito Polvo en las pozas del cielo, 2013.
Antes que acabe el invierno
Antes que acabe el invierno podríamos pasar al cementerio y oler la tierra cuando se humedece, salir al patio y ver el sol mortecino cruzarse como grillo por las hojas, hablar de la madera, del carbón y el fuego que adormecen la helada. Podríamos reflejarnos en las pozas del cielo y el barro de las calles, buscando esa cadencia única que tienen las bolsas de pan a cuatrocientos la compra sin vuelto.
Estamos vivos, sé eso. Sé que estamos vivos cuando dormimos, cuando escuchamos nuestros murmullos y nos tocamos el cuello. Tenemos un poco de fuego y presente. Tenemos un paso y el siguiente, y el camino que recorremos sin decirnos nada. Tenemos pan tostado, agua caliente, un dolorcito en el alma y mantequilla. Tenemos pena, una manzana en la mochila y piernas. A veces dejamos huellas pero se borran. A veces también hablamos pero lo olvido.
El mapa
Los busco a todos en la bruma que ilumina mi velador. Sobre él hay un vaso medio vacío, anotaciones, evidencias y venas sin sangre. Desparramados, sus rostros se esconden en el sarro de la memoria, en el esmalte descascarado de mi deseo, en la insignificancia invaluable que tienen los objetos en que imprimieron sus dedos.
En un reloj sin pilas se reflejan los míos. Y en muñones de papelitos tontos: servilletas usadas y una foto vieja, boletas sin fecha y envoltorios de dulce. Sé que en alguna parte en medio de la basura, en un sitio pisoteado mil veces, debe haber algo de verdad sobre nosotros: quizás un puñetazo al hígado como testimonio rabioso o el murmullo ahogado de un animal extinto.
Cuando pienso en verlos de nuevo siento en la piel el vértigo previo a una batalla de sables y cuchillos.
Siento el nerviosismo de estar a punto de competir con la vida luego de tanto tiempo royendo el cielo. Puedo hallarlos, digo, y este es el mapa para encontrarlos. Puedo capotar aún, sé que puedo, aunque la avioneta sea muy vieja y en vez de alas tenga esquirlas.
No es necesario abrir los ojos luego de dormir. Ellos están aquí conmigo, tranquilos, afables. Sus caras dibujan una hermosura que me deja mudo. Me embriaga sospechar sus pasos, perseguir su miel, aunque no logro recordar nunca ningún nombre.
Pajarito
Mi vecino fuma por las noches cuando cree que nadie lo ve. Enciende la luz de su pieza y abre su ventana al frío. Yo lo veo y cuando lo veo lo amo. Él no se da cuenta que lo miro y que lo escucho, ni se da cuenta de que sé que llora. Gime como niño con el hielo de la noche, pero cuando hay gente ríe y canta como un pajarito. Se asoma creyendo que está solo para rozar con sus labios el rocío, besándome a mí bien de lejos pero sin querer.
Tiene en su cara mi imagen, aunque todavía no lo sabe, porque él no sabe nada y sólo vuela y sólo huye. Huye por los rincones pelados buscando carbón para el brasero. Huye de mí, de mis caricias, y se golpea la cara llorando. Mira como buscándome, como si yo estuviera allí, en el golpeteo humilde de su corazón. En sus dedos fríos que se quiebran. En su mirada trizada como vidrio roto que se queja.
Figuras de estrellas
Más que la lluvia y más que el pasto, lo que nos define es el silencio. Nuestra dulzura se añeja con el pan mientras nos sentimos perdidos y no nos importa. Pasamos de moda y lo que decimos pierde relevancia, si es que alguna vez la tuvo. Amigo, si no tenemos vasos no sabemos qué sentir y eso nos asusta. Nos asusta tanto, sobre todo la noche, sobre todo las palabras, pero más que nada tocarnos.
Reconocemos nuestro lugar junto a la escoria, lo amamos y lo agradecemos. Amamos tanto estirar los labios al vacío, al anverso de la felicidad. Estamos contentos. Pensamos en los ángeles. Pensamos en el lazo que ata nuestros ojos con la lava, escondido tras las frases que divinizamos. Tiramos una carreta de papeles y chistes con el pelo bien lavado, aunque en el rostro se nos adivine la lana rota y la peste.
Solo buscamos sentir un poco, ¿quién nos puede culpar? Solo queremos saber quién es ese tipo en el reflejo del agua, cómo se llama y qué hace. Amigo, déjame seguirte a ver qué encuentras, sonreír contigo aunque cada sonrisa pese tanto. Déjame dormitar un rato apoyando la espalda en el techo o en los fierros. Dime por qué, más que deseo, sexo o diversión, hay tanto cansancio. Figuras de estrellas irrumpen en mi cara como soldados de alambre arrastrando la torpeza.
Mi ventana
Abre mi ventana. Está lloviendo afuera y el metal se oxida rápido. No se alcanza a ver entre el vidrio y el infinito, por las gotitas rojas pegadas entre mis ojos y el futuro; atravesadas en mis nervios y mis sueños, a medio camino entre la euforia y la tristeza. Ayúdame a subir por donde baja la lluvia, a la negrura total de la noche sin estrellas. Ayúdame a ir arriba de esas nubes aunque sea a mirar por unos segundos el cielo despejado. Dar un salto gigante para asomarme arriba de la oscuridad, y como nunca antes, verlo todo iluminado con una claridad absoluta: el fiel reflejo de un millón de astros destellando el paraíso, y luego caer.
Mueren las naranjas
Mueren las naranjas. Su muerte me fractura la belleza, la voz se me enreda. Como las manos. Como los ojos y el techo, las siluetas y el humo. Todo se vuelve risas, piruetas y manoteos del hambre. Dime dónde queda el cielo del que me hablaste una vez porque confundo su imagen con un perro enfermo que no duerme por las noches.
Confundo también mi cara con la tuya y me aturde el tiempo, querida, cuando quiero hablar. Es tanta la vida que pierdo y a la vez las piernas marchitas. Se me erizan los pelos cada noche con un gritito de nena que me confunde. Es que no quiero más que los fierros azotándome la espalda, y las palabras verdaderas recorriéndome el desvelo.
Ya nos olvidamos del gusto por fumar. También de los otros gustos. Trabajamos para satisfacer la carne, sin aire tendencioso ni afán de pelear. Busco la vida en los nervios y en la leche; en los ojos vidriosos y el tecleo inútil de trasnoche; en el tono pretencioso y desparramado, irregular, torpe. Tono martilloso, pretendidamente macho, pastizal quebrado en la mañana más fría. Fría como mi sangre. Fría como la voz que llevo adentro, animal y aguada. ¿Será la voz del mismo perro que atropello vez tras vez?
Mueren las manzanas. Sudo, no puedo reír. Quiero mascar el polvo viejo, la arcilla roja y los olores. Siempre los olores. Los olores en el cuello, en las hojas nuevas, en la madera encerada y la lluvia. Los olores en la atmósfera. Tras el barro, en los pliegues de tu mano. En la pera. En la nostalgia dulzona ya vinagre.
Acompañado por un animal con recuerdos, vadeo el camino de los abuelos.
Ramas
Existe una distancia insalvable en cada momento en que callamos. Nos atrae, no nos estorba. Hemos aprendido mucho viviendo en el bosque, en lo más profundo de la selva, aquí, en el desierto, en la nieve. Solo nos interesa el sol en la cabeza, en la piel, aquí, en la sangre. Solo el sol y los aromas de la tierra. Siempre el sol, siempre tú.
El resto es mover las piernas una vez y otra más. Avanzar con lentitud restregando nuestros ojos en la maleza y la grava. Hay un martillo dentro de nosotros y trabaja siempre, herrando caballos, forjando mazas. Nos volvemos fuertes como un pájaro que sabe su lugar en el mundo: un nido insignificante de ramas débiles y el alma endurecida por la negrura de la noche.
Costillas
Tu belleza siembra la tierra sin vida cosechando enanos deformes que en sus rostros reflejan buitres. Tu belleza surge cuando nos miramos con ojos de animales antiguos y dentellamos los juramentos que no hicimos. Porque nos hundimos sin saber. Nos hundimos sin llorar, riendo y cantando.
Somos oleaje y vida salvaje, sin perdones ni bondades. Vomitemos el aserrín de nuestras casas y destrocemos los faroles de las calles. Mastiquemos el ruibarbo y el polvo de las alfombras. Levantemos la ilusión por el mar coagulado en su negrura y enamorémonos del suelo sucio, las piedras toscas y el odio.
Dispárale a los perros. Dispárale a los gatos. Deja que la sangre salpique hasta las nubes y que la lluvia luego la devuelva. Deja que se hundan las costillas y los huesos de mi tórax porque no necesito respirar.
Matar gatos a balazos
Hay que romper las puertas y las ventanas y cortarse con los pedazos de vidrios y las astillas. Dejar que la sangre se ponga verde y crezcan flores o cardos que huelan a resurrección de insectos llenos de brillo. Eso quiero y no la sombra penca del sarro ni lo repetido. Apartar un puñado de aire para los tiempos de miseria en que no quede nada y estemos tirados en alguna pampa de mierda sin luz ni amor.
Hay que superar la montaña de ripio falso lleno de arañas y de moscas, de piedras y cansancio. Sobre todo de cansancio. Tener de nuevo pasto y azul en la cabeza y vaciar en nuestro pecho un líquido viscoso lleno de maravilla, que nos mueva las piernas aunque nos paralice el corazón.
Quiero una verdad vibrante aunque sea apócrifa y decadente para decir que luchamos y perdimos, y volvimos a perder. Que fuimos bellos y putos. Que nos convertimos una vez en pájaros y te hallamos, y que cuando te hallamos tuviste lo que nosotros no. El dolor sin rencor, nuestra música sorda.
Porque estuvimos donde se recuerda el mugido de las vacas. Donde se recupera lo digno. Donde se puede parir el cableado eléctrico de tu sangre: cuna mestiza de un montón de espíritus apaleados que alguna vez se enamoraron del trigo.
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