Miniatura de un manuscrito del s. XIII que se conserva en la Biblioteca Nacional de Francia.
Arnaut de Mareuil
Arnaut de Mareuil (Maruelh, Marolh, Marol, Maroill, Maruoill, o Meruoill) fue un trovador occitano de fines del siglo XII. Su nombre indica que procedía de Mareuil-sur-Belle, actual departamento de Dordogne, en la región del Périgord. De las veinticinco o quizá veintinueve obras que compuso, todas ellas Cançóes (canciones), tan solo han sobrevivido seis con música.
La tradición provenzal cuenta que Arnaut era un clérigo de origen pobre. Salió al mundo a vivir de sus letras, se estableció en la corte de Tolosa y posteriormente en la de Béziers. Parece que amó a la condesa Azalais, hija de Ramón V de Tolosa y esposa de Roger II Trencavel. La narración de este amor es el tema de la mayoría de los 31 poemas que nos han llegado de su autoría. Alfonso II de Aragón fue su rival por los afectos de Azalais y, según la razó de unos de los poemas de Arnaut, los celos del rey la persuadieron de romper su amistad con este poeta. Pasó entonces a Montpellier, donde encontró el patrocinio del conde Guillermo VIII.
Arnaut de Mareuil era menos famoso que su contemporáneo Arnaut Daniel (Petrarca los compara y opta por éste último), pero destacaba por la elegante simplicidad de la forma y la delicadeza del sentimiento. Su cantaire (cantor) y jongleur (juglar) fue el trovador Pistoleta.
SEÑORA, MÁS GENTIL DE LO QUE SÉ EXPRESAR
Señora, más gentil de lo que sé expresar,
por quien no hago más que gemir y suspirar,
éste, tu fiel amigo, bondadoso y cordial
—seguro lo conoces y adivinarás cuál—,
te dirige y envía la salud que él no tiene:
jamás tendrá algún bien si de ti no le viene.
Hace mucho, señora, que intento comprender
cómo conseguiré decirte mi querer,
mi pensamiento y los fines de mi intención:
por mensajero o por mi propio corazón;
por mensajero no me atrevo, temeroso
de que ello te moleste y resulte enojoso.
Lo dijera yo mismo, pero estoy tan turbado
por el amor, que, al verte, olvido lo pensado.
Remito para ti un mensajero muy fiel:
una misiva mía sellada va con él.
A ningún mensajero conozco más cortés
ni hábil para esconder lo que realmente es.
He aquí el consejo que me ha inspirado Amor,
a quien todos los días dirijo mi clamor:
ya que lo quiere, Amor me ha ordenado escribir
aquello que la boca no se atreve a decir.
No me atrevo a buscar ni pretexto ni excusa
al mandato en que Amor no tolera recusa.
Escucha pues ahora, señora, si lo quieres,
lo que mi carta te dirá donde estuvieres.
Señora cortés, dueña de un saber exigente
que te vuelve agradable para toda la gente,
eres poseedora de toda perfección
en el pensamiento, en la palabra, en la acción:
la gracia, la belleza, el encanto sutil,
el habla, la cultura, el cuerpo gentil,
tu radiante sonrisa, tu color, tu valor,
y demás cualidades; la mirada de amor,
las hermosas acciones y dichos de alegría,
son materia que me hace meditar noche y día.
Cuando ocurre que no te voy a poder ver,
ni gozo ni deleite me es posible tener;
ni gozo ni deleite tengo, y soy como un muerto
si finalmente no puedo llegar a puerto;
porque la larga espera y el deseo de oír
de ti, y el mucho velar y el tan poco dormir,
el anhelo de verte y la preocupación
incesante me oprimen cruelmente el corazón.
Cien veces, noche y día, pido a Dios el horror
sombrío de la muerte si no tengo tu amor.
¿Cómo obtendré tu amor?: ya no tengo albedrío.
Sabe Dios que soy tuyo cien veces más que mío;
porque de ti, señora, conozco que me viene
lo que bien hago o digo, y cuanto me conviene.
El primer día que te vi, Amor penetró
en mi corazón con tal fuerza que encendió
una hoguera, que no menguó una vez prendida
y no se extingue: a diario aumenta, enardecida.
Mientras más alejado estoy de ti, señora,
más y más se acrecienta el amor, que te adora;
pero cuando sucede que te consigo ver,
o admirar, nada siento, no me sé conmover.
Sé que el dicho que suele decirse es falso: miente
lo de ‘ojos que no ven, corazón que no siente.’
Señora, el corazón me duele al comprender
que no te podré ver. Y ya no sé que hacer.
Mi corazón fue allí el día que te vi;
nunca más ha podido separarse de ti:
no se aleja de ti ni un segundo, día y noche
vive contigo y te corteja, día y noche
está contigo allí donde esté, y no reposa
incapaz de pensar en cualquier otra cosa.
Si creo pensar en otra cosa, un mensaje
recibo: el corazón, proclive a tu hospedaje,
como tu mensajero, razona, me recuerda,
y de tu ser gentil la memoria se acuerda:
tu hermosa cabellera rubia, tu clara frente
que es más blanca que el lirio, tu mirada sonriente;
la nariz recta, el rostro de encendido color,
más blanco y sonrosado que ninguna flor;
la boca breve y húmeda, y los dientes, más blancos
que la plata acendrada, mentón, garganta, blancos,
y el pecho cual la nieve o la flor del espino;
tus bellas manos blancas, de largos dedos finos
y delicados, tu agraciada figura
donde nada es innoble y todo es hermosura;
tus respuestas sinceras y finas, tu agudeza,
la gentileza de tu trato, tu franqueza;
y el hermoso semblante que al fin me dirigiste
la primera ocasión que te vi y tú me viste.
Si el corazón te evoca y me dice todo esto,
me arrebata a tal grado que actúo descompuesto;
porque ya no sé adonde voy ni de donde vengo,
y es una maravilla si apenas me sostengo;
el corazón me falla y se me va el color:
tanto así me tortura, oh señora, tu amor.
De día padezco el rigor de esta batalla
y, con todo, en la noche sin piedad me avasalla.
Porque en el momento en que me he ido a acostar
y pienso que por fin lograré descansar,
comienzo a dar entonces vueltas y vueltas, giro,
me revuelvo, pienso una y otra vez, sí, suspiro
y después me levanto, para luego sentarme,
sólo para enseguida regresar a acostarme;
y me recuesto entonces sobre el brazo derecho
y luego lo hago sobre el izquierdo y del lecho
arrojo las cobijas apresuradamente
para después taparme de nuevo lentamente.
Cuando creo que me he esforzado bastante,
saco los brazos y, las manos delante
del pecho, con los ojos hacia el sitio en que sé
que estás, voy repitiendo esto que contaré:
“¡Señora excelentísima, perfecta y agradable,
quiera Dios que en su vida le fuera una vez dable
a este fiel enamorado tuyo conocer
el día o la noche en que pueda por fin ver
furtiva o libremente, tu cuerpo deseado,
grácil y gentil, entre mis brazos, y besado
dulcemente tus ojos y tu boca, que un beso
me valga más que cien, y me ate el embeleso!”
He dicho demasiado, pero no pude más;
he dicho demasiado, ya no debo hablar más.
Si bien únicamente una vez he expresado
lo que en el corazón mil veces he pensado.
Cierro los ojos, dejo escapar un gemido
y suspirando me voy quedando dormido.
Entonces va mi espíritu derecho a ti, señora,
a ti, cuya presencia anhela a toda hora,
y de la misma forma como yo lo deseo
noches y días, cuando medito en ello, veo
que a placer te corteja, besa, abraza, acaricia.
Ser conde o rey desdeño: soñar es mi delicia.
Pues he aquí que prefiero dormitar disfrutando
a, anheloso sin fin, languidecer velando.
Ni Rodocesta, Biblis, Blancaflor, Tisbe, Elena,
ni Semíramis, Leda, Antígona, ni Ismena,
ni la hermosa Isolda, la de rubios cabellos,
gozaron con su amor de deleites tan bellos
ni la mitad de la dicha ni del deseo
que yo tengo contigo, o al menos eso creo.
De dulzura suspiro, y luego al despertar
abro febril los ojos y contemplo el lugar
despacio, aquí y allí, y me imagino hallarte,
a mi lado, señora, mas no logro encontrarte
ni verte: cierro los ojos, vuelvo la cara
junto las manos, por si eso me deparara
el dormir; y sin éxito me reintegro a la dura
batalla de amor que me vence y me tortura.
Señora, no puedo ni la centésima parte
de mis penas ni de mis males enumerarte;
ni de los sufrimientos, angustias y dolores
que padezco, señora, por tu amor, Amor es
causa de mis tormentos: me abraso estando vivo
y en medio de esta hoguera me consumo cautivo.
Ahora te suplico, señora, por piedad,
que me absuelvas si peco o yerro, en soledad.
Escucha, señora, esta plegaria, la criatura
más gentil que en el mundo concibiera natura,
mucho más bella que bello día de mayo,
sombra de estío, sol de marzo, rosa de mayo,
lluvia de abril, flor de gracia, espejo de amor,
llave de leal mérito, recipiente de honor,
sol de juventud, germen y flor de discreción,
lugar de encanto, cámara de deleites, mansión
de liberalidad... No sé decir, señora,
más ni puedo mejor. De rodillas ahora
te ruego que me aceptes como tu servidor
y que no dudes en prometerme tu amor.
No pido nada más porque ello no conviene;
todo queda en tus manos y a tu merced se atiene.
Y puesto que de mí mismo hago tu alabanza,
cuando menos prométeme brindarme tu esperanza
para que me consuele, si acaso tengo suerte,
magnífica esperanza mía, sí, hasta la muerte.
Pues prefiero con buena esperanza morir,
a despechado arder y dejarme abatir.
Señora: no me atrevo a insistir ni a rogar,
pero que Dios te salve y te quiera guardar;
y, si quieres, devuélveme esta salutación.
¡Puesto que Amor ha obrado mi capitulación
por causa tuya, pido ahora, por mi bien,
que Amor que todo vence, te venza a ti también,
Señora!
TRADUCCIÓN: Francisco Serrano • Poesía de los trovadores
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