Luigi Tansillo
Luigi Tansillo (Venosa, 1510 - Téano, 1568) fue un poeta italiano.
Amigo de Garcilaso de la Vega, alcanzó notoriedad en España por su poema Las lágrimas de san Pedro, traducido en quintillas por Luis Gálvez de Montalvo (Toledo, 1587).
Introdujo en la lírica una flexibilidad pasional, una acentuación tonal y un sentimiento idílico que preludian los modelos barrocos.
Obras: Égloga Los dos peregrinos, El vendimiador, Capitoli, Las estancias a Bernardino Martirano, los poemas pedagógicos El dominio y La hacienda y, publicadas póstumamente, Las lágrimas de san Pedro y Cancionero.
EL LLANTO DE SAN PEDRO
Habiendo Pedro jurado
Con esfuerzo y osadía
Que, de mil lanzas cercado,
A su señor seguiría
Hasta morir á su lado.
De la gran falta que ha hecho,
Vergüenza y lástima junto,
De le ver en tal estrecho,
De mil puntas en un punto
Le traspasaron el pecho.
Las más bravas y derechas,
Que en el corazón le dieron,
Por el Señor fueron hechas,
Cuyos ojos arcos fueron,
Y cuyo mirar, las flechas;
Y siguiendo los despojos
Hasta el alma penetraron,
Cuyas heridas y enojos
Ungir siempre le obligaron
Con el licor de sus ojos.
Tres veces jurado había
A la moza, al siervo, al bando,
Que al Señor no conocía,
Cuando el gallo, despertando,
Llamó en testimonio el día;
Y hecho Pedro bienquisto
Del mal pueblo (sin mirar
Su yerro, de todos visto),
Dejó venir á encontrar
Sus ojos con los de Cristo.
Decir lo que en él pasó
Es excusada fatiga,
Cuando el Señor le miró,
Porque no hay lengua que diga
Lo que allí Pedro entendió.
Parecía que, olvidado
Del mal que pasaba allí,
Dijese Cristo, admirado:
«¡Cuán verdadero salí,
Discípulo mal mirado!»
No ve su rostro mejor
En el cristalino espejo
La doncella, que su error
Vido el miserable viejo
En los ojos del Señor;
Ni oído jamás atento
Pudiera oír ni escuchar
Tanto en diez años ni en ciento,
Cuanto con solo mirar
Oyó Pedro aquel momento.
Aunque es injusto mezclarse
Lo profano y lo sagrado,
Así suelen, sin hablarse,
Dos heridos de un cuidado
Entenderse con mirarse;
Y lo que puede asconderse
Dentro de una alma amorosa,
Sin escribirse ó leerse,
Con la vista es fácil cosa
Escucharse y entenderse.
Cada ojo parecía
De Pedro un atento y listo
Oído que recibía,
Y cada ojo de Cristo
Lengua que así le decía:
«Mas fieros vienen á serme
Tus ojos que los tiranos
Que en cruz tienen que ponerme,
Pues no han podido sus manos
Como tu lengua ofenderme.
Ninguno cortés he hallado
De cuantos habia escogido;
Mas tú, Pedro, me has dejado
Más que todos ofendido
Por ser de mí más amado.
Si me huyeron aquellos,
Negóme en estos tu boca,
Y están tus ojos con ellos
Atentos, como á quien toca
Parte del contento de ellos.»
¡Quién las palabras diría,
De desdén y de amor llenas,
Que á Pedro le parecía
Que en las dos luces serenas
De Cristo impresas veía!
Morir sería más llano,
Mas si mortal ojo es diño
De efecto tan soberano,
¿Que hará un mirar divino
En un sentimiento humano?
Como nieve que, caída
En selva cerrada y fiera,
Del invierno empedernida,
Con el sol de primavera
Sale en agua convertida;
Así el temor y el espanto
Que en Pedro causó el herror,
El resplandor vivo y santo
De los ojos del Señor
Le hizo salir en llanto.
No fué como arroyo ó fuente
Su llanto, que se agotaba
Por tiempo ó sazón ardiente,
Pues el Señor, que le amaba,
Le volvió la gracia ausente.
Siempre lloraba velando,
Siempre al gallo matutino
Recordaba sollozando,
Nuevas lágrimas contino
A la vieja culpa dando.
El rostro, que habia quedado
Mortal y despavorido,
De color desamparado,
Por haber la sangre ido
Al corazón salteado;
Tocado del resplandor
De aquel sumo Sol sin fin,
Tornó su hielo en ardor,
Hizo púrpura el jazmín
y vergüenza su temor.
Viéndose cuan diferente
Del primer estado estaba,
Y viendo tan firmemente
Ofendido al que le amaba,
No pudo estar más presente.
La sentencia no atendiendo
Que el pueblo falso daría,
De aquel lugar triste horrendo,
Donde el Señor padecía,
Salió llorando y gimiendo.
Deseando algún extraño
Que la merecida pena
Le diese de error tamaño,
Su propia mano refrena,
Con miedo de mayor daño;
Pero gritando salía
Por el nocturno destierro,
Como quien aborrecía
Ya, como causa del yerro,
La vista que antes quería.
«Vete, vida; vete, digo,
Clamaba, pues te deshecho,
No es razón irte conmigo,
Ni, pues tanto mal me has hecho,
Yo debo quedar contigo;
Vete, vida, vete á mal,
Sin más mostrarme en que yerre;
Que por la vida mortal
No es justo que se destierre
El alma de la eternal.
Vida falsa y sin consuelo,
Que, porque no te ofendiese
La breve guerra del suelo,
Ordenaste que perdiese
La paz eterna del cielo;
A aquel que contento das
Quieres que poco te vea,
Y continuamente estás
Con el que morir desea.
Por atormentarle más.
¡Oh cuántos de tu salud
Vinieron á estar quejosos,
Que en próspera juventud
Acabaron venturosos,
Sin llegar á senectud!
Porque la prosperidad
Mejor menos aseguras,
Y yo lloro esta verdad,
Porque no duraste y duras
Tan contra mi voluntad.
Si no anduvieras tras mí
Tantos años, no hallara
Mi fe tal tropiezo en tí,
Ni el largo tiempo llevara
Seso y memoria tras si;
Y acordárame cuan cierto
Al cojo vi estarse en pié,
Al ciego el mirar despierto,
Lengua al mudo, y lo que fué
Sobre todo, vida al muerto.
Obras de tanto valor
Trujéranme á la memoria
Que su ilustre Hacedor
Era fuente de victoria
Para lavar mi temor;
Mas ya del largo vivir
La memoria consumida,
Desmayó mi resistir,
Y viene á anegar la vida
Con el temor de morir;
Aquella vida sin par,
Do la vida toma el ser,
Y á do quien sabe arribar
No tiene de qué temer
Ni le queda qué esperar;
Y pues que de tal manera
Le dejé, justicia es llana
Que mi triste vida muera;
Vete, vida ó sombra vana,
Pues negué la verdadera.
¡Oh cuan venturosa suerte
Fue la de los niños santos
Cuando aquel tirano fuerte
Quitó las vidas á tantos
Por dar á uno solo muerte!
Pues primero que en el suelo
Pecar pudiesen murieron;
Flores dignas, que en el cielo
Primero traspuestas fueron
Que las ofendiese el hielo.
Cuanto á aquellos les valió
Su niñez cuando acabaron,
La edad á mi me dañó,
Porque á su Dios no negaron
Por no morir como yo;
Y si les faltó aceptar
Su muerte en voces despiertas,
Por no poderlas formar,
Por sus gargantas abiertas
Su sangre supo hablar.
No por las lenguas de aquellos
Recien nacidos infantes,
Pero por su muerte de ellos
Tuvieron coronas antes
Que les naciesen cabellos.
¡Suerte digna de memoria!
Sin saber qué cosa es guerra
Merecieron la victoria,
Y sin tocar en la tierra
Gozan en el cielo gloria.
¡Con cuánta solemnidad
Fueron todos asentados
En la misma dignidad
Que perdieron los pasados
Por soberbia y vanidad;
Debajo de la bandera,
Como gente de valor,
La gloriosa escuadra entera
En el triunfo del Señor
Entró puesta en delantera.
¡Oh dignidad admirable!
Pues que viniendo á la tierra
Encubierto el Inefable,
A librarnos de la guerra
Del tirano miserable,
Estos primeros lucharon
En la batalla cruel,
Estos su sangre dejaron
Por ejemplo y guía fiel
De cuantos la derramaron.
Madres que los muy queridos
Hijos os visteis quitar,
De vuestros pechos asidos,
Como se suelen robar
Los pájaros de los nidos;
Y de la mano homicida
Su pura sangre quedó
Por los suelos esparcida,
No lloréis su muerte, no;
Dejadme llorar mi vida.
Si os pudiera ser mostrado
El fruto que salir debe
Deste licor derramado,
Que aunque la tierra le bebe,
En el cielo está guardado,
No fuérades lastimosas,
Sino de las más felices,
Pues solas sois las dichosas,
Por haber sido raíces
De flores tan generosas;
Mas yo, pecador cuitado,
Debo, si, llorar mi suerte,
Refrenando mi cuidado
Por no darme yo la muerte,
Como hombre desesperado.
Sin lazo, hierro ó bebida,
A no faltarme el vigor,
Con la culpa cometida
Bastar debiera el dolor
Para quitarme la vida.
Alma, ¿cómo puede ser
Tan pequeña la pasión
En culpa tan de temer?
Llama cuantas almas son
Sujetas á padecer,
Y diles que su tormento
Cada cual te preste y dé;
Dales en tu pecho asiento,
Y donde es poca la fe,
Supla el mucho sentimiento.
Haz, si es posible, en el suelo
Igual al yerro el quebranto
A fuerza de amargo duelo:
Mas ¿dónde puede haber llanto
Que iguale á mi desconsuelo?
Si te pusieren delante
Cuantas penas tiene en sí
El infierno, no te espante;
Que mirando al que ofendí
No son castigo bastante.»
Así el cuitado llorando
Cuanto sus ojos bastaban,
Sus culpas siempre acusando,
Donde los pies le llevaban,
Cabizbajo caminando;
O fuese acaso ó destino
Soberano, en su jornada
A aquel mismo huerto vino,
De á do la tarde pasada
Partió tras el Rey divino.
Como el que con ansia fuerte
Su hijo entierra y se parte,
Y es su cuidado de suerte,
Que le vuelve por la parte
Donde le dieron la muerte;
Viendo la tierra teñida
Con la sangre del cuitado,
Renuévase la herida,
Y crece tanto el cuidado,
Que pone á riesgo la vida;
Así el viejo, que excedía
A mil padres en amor,
Viendo el huerto do aquel día
Le quitaron su Señor,
Con más dolor se afligía.
La compasión acrecienta
Cuando sus pisadas mira,
Y las lágrimas aumenta,
Y de vergüenza y de ira
Solloza y casi revienta.
Cual si le fueran cortadas
Entrambas piernas, cayó,
Y besando las pisadas
De su Señor, las dejó
Con sus lágrimas bañadas,
Si antes de esto no las viera,
No hubiera andado tras ellas,
Aunque en confusa carrera,
El olor divino dellas
A conocer se las diera.
«Si de tu gracia, decía,
Que perdí, me quedó tanto,
Que la tierra que oprimía,
Rey del cielo, tu pié santo
Toque yo por .suerte mía;
Ya que mi dolor no baste
Para que merezca verte,
Si en algún tiempo me amaste,
Haz que me tome la muerte
En la tierra que pisaste.
Pisadas santas, aquí
Impresas, del Rey sin par,
Que os subieron sobre sí
Las estrellas en la mar,
Como en este suelo vi.
Y adonde otros se hundían,
Siguiéndoos ubre pasé
Las veces que lo querían,
Porque debajo del pie
Las aguas se endurecían.
¡Quién viera sin rostro triste
El poco amparo y abrigo
Que de los doce tuviste,
Que para vivir contigo
Entre todos escogiste!
Cuando tu aflicción se entiende,
Los diez se te van por pies,
Otro al mal pueblo te vende,
Otro te niega, y este es
Quien más que todos te ofende.
¿Quién sufrirá que descienda
Sobre sí el hierro cruel,
Sin que el débil brazo extienda,
Y aunque á gran costa de él,
La cabeza se defienda?
Siendo pues cabeza fuerte
Tú, y nosotros miembros de ella,
Viendo llevarte á la muerte,
Debiéramos hasta ella
Ponernos á defenderte.»
La sombra, á los malhechores
Amiga, se iba apartando,
La aurora con mil temblores
Salia del mar, derramando
Lágrimas en vez de flores,
Triste el rostro, sin consuelo
De terrestre humor manchado,
Y aquel cabello que el cielo
Suele mostrar sonrosado,
Envuelto en un negro velo,
El sol tras ella venía
Como persona llevada
Por fuerza á do no quería;
Su claridad olvidada,
Los celajes no rompía;
Tristes las nubes divinas,
Y padeciendo desmayos,
Juzgó sus sienes indinas
De la corona de rayos,
Teniéndola Dios de espinas.
Estaban los aires graves
Con una niebla inhumana,
Y las avezadas aves
A saludar la mañana,
Con sus cantos tan suaves,
Tristes callando en sus nidos
Su desconsuelo mostraban,
Y en sus cuevas escondidos,
Los buhos se querellaban,
Los lobos daban aullidos.
Sintió Pedro con el día
Su gran vergüenza crecer,
Que, aunque está sin compañía
De quien la pueda tener,
De si mismo la tenía;
Que si el magnánimo yerra,
Lo ha de mostrar en la frente,
Si en mil cavernas se encierra,
Y si sólo ve presente
En su culpa cielo y tierra,
Traducción: Luis Gálvez de Montalvo
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