Fernando Calderón y Beltrán
Fernando Calderón y Beltrán (Guadalajara, México 20 de julio de 1809 – Villa de Ojocaliente, 18 de enero de 1845) fue un poeta, dramaturgo, abogado y político mexicano. Ocupó los cargos de magistrado en el Supremo Tribunal de Justica en Zacatecas y de diputado al Congreso del Estado. En el ámbito político fue un liberal de profundas convicciones y en el terreno literario es considerado uno de los iniciadores del romanticismo mexicano.
Fernando Calderón y Beltrán nació en la ciudad de Guadalajara, en el entonces Reino de la Nueva Galicia, el 20 de julio de 1809. Tuvo por padres a don Tomas Calderón y a doña María del Carmen Beltrán. Este acaudalado matrimonio fue dueño de la hacienda La Quemada, en el actual municipio de Villanueva, en el estado de Zacatecas, muy cercana a la zona arqueológica de La Quemada, perteneciente al Cultura del Valle de Malpaso. De ellos heredó el título de Conde de Santa Rosa, mismo que jamás usó. Por motivo de los negocios de su padre, pasó su adolescencia en esta región. Cursó estudios latinos, de filosofía y letras en el Real Colegio de San Luis Gonzaga de Zacatecas. Posteriormente tomó las cátedras de derecho civil, derecho canónico y derecho constitucional, bajo la tutela del licenciado Santiago Villegas.
Tras la dolorosa muerte de su madre, en 1823, y de su padre, en 1826, volvió a Guadalajara y continuó sus estudios de jurisprudencia hasta obtener el título de abogado por el Supremo Tribunal de Justicia de Jalisco en mayo de 1829. Tras esto regresó a Zacatecas y desempeñó diversos cargos públicos: magistrado en el Supremo Tribunal de Justicia de esta entidad, diputado al Congreso del Estado, coronel de artillería de la antigua milicia nacional, secretario de acuerdos del Supremo Tribunal de Justicia y durante el periodo de gobierno de Marcos Esparza, ocupó el cargo de secretario general del gobierno de Zacatecas.
Fernando Calderón abrazó el ideal liberal y luchó con tenacidad por un gobierno republicano, representativo, popular y federal. Vivió en la época de desavenencias ideológicas entre liberales y conservadores. Él participó en una de las muchas rebeliones acaecidas en México durante esta época y fue herido de gravedad en la Batalla de Guadalupe, en la cual salió victorioso Antonio López de Santa Anna en las inmediaciones de Zacatecas en 1835.
A causa de su orientación y opiniones políticas, el gobernador de Zacatecas lo desterró y él se refugió en la Ciudad de México. En ella asistió a la Academia de Letrán y se incorporó al círculo literario de Guillermo Prieto, José Joaquín Pesado, Manuel Payno, Ignacio Cumplido y el cubano José María Heredia, con quién entabló estrecha amistad. Pocos meses duró el exilio, ya que él volvió a Zacatecas, por orden del ministro de la guerra, el general José María Tornel, quien expresó: “El genio no tiene enemigos; los talentos deben ser respetados por las revoluciones”.1 Mermada su fortuna, ocupó nuevamente diferentes cargos públicos. Finalmente, tras largos padecimientos, murió en la villa de Ojocaliente, la madrugada de 18 de enero 1845, a la aún joven y prometedora edad de 36 años.
Poeta y dramaturgo, Fernando Calderón comenzó a escribir sus primero versos de manera precoz, teniendo tan sólo quince años, misma edad en la cual escribió su primer comedia titulada Reinaldo y Elina, la cual se estrenó en Guadalajara tres años más tarde (1827). Después, en una época de fructífera creación dramática, que va de 1827 a 1836, se estrenan en los teatros de Guadalajara Zadig, Zeila o la esclava indiana; Armandina; Los políticos del día; Ramiro, conde de Lucena; Ifigenia y Muerte de Virginia por la libertad de Roma. Desafortunadamente gran parte de estas obras no se conservan en la actualidad. Sin embargo, gracias a la minuciosa investigación de Fernando Tola de Habich, se posee un fragmento de Los políticos del día y la totalidad de la pieza trágica Muerte de Virginia por la libertad de Roma. Las obras más conocidas y que le dieron prestigio en la literatura nacional, son dos dramas caballerescos: El torneo (1839) y Hernán o la vuelta del Cruzado (1842); un drama histórico: Ana Bolena (1842) y una comedia: A ninguna de la tres.
En al año de 1844 el editor Ignacio Cumplido inició una colección bajo el nombre “El Parnaso Mexicano” con la selección de 27 de sus poemas y las cuatro obras dramáticas, antes mencionadas, con el título Obras poéticas y con prólogo escrito por Manuel Payno. Esta publicación resulta significativa, pues fue la última que formó en vida Fernando Calderón y Beltrán. Más adelante, ya de manera póstuma, nuevamente Ignacio Cumplido decidió realizar una nueva edición de las Obras poéticas, en 1850, en esta ocasión con prólogo escrito por José Joaquín Pesado.
Portada del libro Obras de D. Fernando Calderón y Beltrán, 1902.
Obra
Teatro
Los políticos del día
Muerte de Virginia por la libertad de Roma
El torneo (1839)
Hernán o la vuelta del cruzado (1842)
Ana Bolena (1842)
A ninguna de las tres
Antologías
Obras poéticas (1844)
Su “rosa marchita” y “la vuelta del desterrado” merecen particular mención entre sus composiciones líricas, porque están impregnadas de poesía y de sentimiento:
“rosa marchita”
¿Eres tú, triste rosa,
la que ayer difundía
balsámica ambrosía,
y tu altiva cabeza levantando
eras la reina de la selva umbría?
¿Por qué tan pronto, dime,
hoy triste y desolada
te encuentras de tus galas despojada?
Ayer viento suave
te halagó cariñoso,
ayer alegre el ave
su cántico armonioso
ejercitaba, sobre ti posando;
tú, rosa, le inspirabas,
y a cantar sus amores le excitabas.
Tal vez el fatigado peregrino
al pasar junto a ti quiso cortarte:
tal vez quiso llevarte
algún amante a su ardoroso seno;
pero al ver tu hermosura,
la compasión sintieron,
y su atrevida mano detuvieron.
Hoy nadie te respeta;
el furioso aquilón te ha despojado;
ya nada te ha quedado,
¡oh reina de la flores!,
de tu pasado brillo y tus colores.
La fiel imagen eres
de mi triste fortuna:
¡ay, todos mis placeres,
todas mis esperanzas, una a una
arrancándome ha ido
un destino funesto, cual tus hojas
arrancó el huracán embravecido!
¿Y qué, ya triste y sola
no habrá quien te dirija una mirada?
¿Estarás condenada
a eterna soledad y amargo lloro?
No; que existe un mortal sobre la tierra,
un joven infeliz, desesperado,
a quien horrible suerte ha condenado
a perpetuo gemir: ven, pues, ¡oh rosa!,
ven a mi amante seno, en él reposa,
y ojalá de mis besos la pureza
resucitar pudiera tu belleza.
Ven, ven, ¡oh triste rosa!
Si es mi suerte a la tuya semejante,
burlemos su porfía;
ven, todas mis caricias serán tuyas,
y tu última fragancia será mía.
¿Eres tú, triste rosa,
la que ayer difundía
balsámica ambrosía,
y tu altiva cabeza levantando
eras la reina de la selva umbría?
¿Por qué tan pronto, dime,
hoy triste y desolada
te encuentras de tus galas despojada?
Ayer viento suave
te halagó cariñoso,
ayer alegre el ave
su cántico armonioso
ejercitaba, sobre ti posando;
tú, rosa, le inspirabas,
y a cantar sus amores le excitabas.
Tal vez el fatigado peregrino
al pasar junto a ti quiso cortarte:
tal vez quiso llevarte
algún amante a su ardoroso seno;
pero al ver tu hermosura,
la compasión sintieron,
y su atrevida mano detuvieron.
Hoy nadie te respeta;
el furioso aquilón te ha despojado;
ya nada te ha quedado,
¡oh reina de la flores!,
de tu pasado brillo y tus colores.
La fiel imagen eres
de mi triste fortuna:
¡ay, todos mis placeres,
todas mis esperanzas, una a una
arrancándome ha ido
un destino funesto, cual tus hojas
arrancó el huracán embravecido!
¿Y qué, ya triste y sola
no habrá quien te dirija una mirada?
¿Estarás condenada
a eterna soledad y amargo lloro?
No; que existe un mortal sobre la tierra,
un joven infeliz, desesperado,
a quien horrible suerte ha condenado
a perpetuo gemir: ven, pues, ¡oh rosa!,
ven a mi amante seno, en él reposa,
y ojalá de mis besos la pureza
resucitar pudiera tu belleza.
Ven, ven, ¡oh triste rosa!
Si es mi suerte a la tuya semejante,
burlemos su porfía;
ven, todas mis caricias serán tuyas,
y tu última fragancia será mía.
La risa de la beldad
Bella es la flor que en las auras
con blando vaivén se mece;
bello el iris que aparece
después de la tempestad:
bella en noche borrascosa,
una solitaria estrella;
pero más que todo es bella
la risa de la beldad.
Despreciando los peligros
el entusiasta guerrero,
trueca por el duro acero
la dulce tranquilidad:
¿quién su corazón enciende
cuando a la lucha se lanza?
¿Quién anima su esperanza?...
La risa de la beldad.
El conquistador altivo
precedido de la guerra,
cubre de sangre la tierra,
de miseria y orfandad.
¿Y quién el curso detiene
de su cólera siniestra?
¿Y quién desarma su diestra?
La risa de la beldad.
¿Quién del prisionero triste
endulza el feroz tormento?
¿por quién olvida un momento
su perdida libertad?
¿Y quién, en fin, del poeta
hace resonar la lira?
¿Quién sus acentos inspira?
La risa de la beldad.
Una suerte inexorable
llena de luto mi vida,
y mi alma gime oprimida
por la dura adversidad;
pero yo olvido estas horas
de tanta amargura llenas,
cuando suaviza mis penas
la risa de la beldad.
Soldado de la libertad
Sobre un caballo brioso
camina un joven guerrero
cubierto de duro acero,
lleno de bélico ardor.
Lleva la espada en el cinto,
lleva en la cuja la lanza,
brilla en su faz la esperanza,
en sus ojos el valor.
De su diestra el guante quita,
y el robusto cuello halaga,
y la crin, que al viento vaga
de su compañero fiel.
Al sentirse acariciado
por la mano del valiente,
ufano alzando la frente
relincha el noble corcel.
Su negro pecho y sus brazos
de blanca espuma se llenan;
sus herraduras resuenan
sobre el duro pedernal;
y al compás de sus pisadas,
y al ronco son del acero,
alza la voz el guerrero
con un acento inmortal:
'Vuela, vuela, corcel mío
denodado;
no abatan tu noble brío
enemigos escuadrones,
que el fuego de los cañones
siempre altivo has despreciado,
y mil veces
has oído
su estallido
aterrador,
como un canto
de victoria,
de tu gloria
precursor.
'Entre hierros, con oprobio
gocen otros de la paz;
yo no, que busco en la guerra
la muerte o la libertad.
'Yo dejé el paterno asilo
delicioso:
dejé mi existir tranquilo
para ceñirme la espada,
y del seno de mi amada
supe arrancarme animoso;
vi al dejarla
su tormento,
¡qué momento
de dolor!
Vi su llanto
y pena impía;
fue a la mía
superior.
'Entre hierros, con oprobio
gocen otros de la paz;
yo no, que busco en la guerra
la muerte o la libertad.'
'El artero cortesano
la grandeza
busque adulando al tirano
y doblando la rodilla;
mi trotón y humilde silla
no daré por su riqueza,
y bien pueden
sus salones
con canciones
resonar:
corcel mío,
yo prefiero
tu altanero
relinchar.
'Entre hierros, con oprobio
gocen otros de la paz;
yo no, que busco en la guerra
la muerte o la libertad.'
'Vuela, bruto generoso
que ha llegado
el momento venturoso
de mostrar tu noble brío,
y hollar del tirano impío
el pendón abominado.
En su alcázar
relumbrante
arrogante
pisarás,
y en su pecho
con bravura
tu herradura
estamparás.
'Entre hierros, con oprobio
gocen otros de la paz;
yo no, que busco en la guerra
la muerte o la libertad.'
Así el guerrero cantaba
cuando resuena en su oído
un lejano sordo ruido,
como de guerra el fragor.
'¡A la lid!', él fuerte grita,
en los estribos se afianza
y empuña la dura lanza,
lleno de insólito ardor.
En sus ojos, en su frente,
la luz brilla de la gloria,
un presagio de victoria,
un rayo de libertad.
Del monte en las quiebras hondas
resuena su voz terrible,
como el huracán horrible
que anuncia la tempestad.
Rápido vuela el caballo,
ya del combate impaciente,
mucho más que el rayo ardiente
en su carrera veloz.
Entre una nube de polvo
desaparece el guerrero:
se ve aún brillar su acero,
se oye a lo lejos su voz:
'¡Gloria, gloria!¡Yo no quiero
una vergonzosa paz;
busco en medio de la guerra
la muerte o la libertad!'
LA FELICIDAD.
¿En donde está la verdadera calma
Decidme, amigos, que jamas la vi?
Tras ella corre sin cesar el alma,
Y ella ¡oh dolor! huyendo va de mí.
Busco en vano en los salones
Del alcázar poderoso
El dulcísimo reposo
Que llaman felicidad:
Una ilusión agradable
A mis ojos se presenta,
Quiero abrazarla, se ahuyenta,
Y aparece la verdad.
Oigo las alabanzas que al guerrero
Prodiga aduladora poesía:
"Al fin, exclamo, un corazón de acero
A la felicidad será mi guía'
Ya escucho el marcial estruendo;
Dejo la lira sonora,
Y la espada brilladora
Quiero valiente empuñar:
Ya soy feliz; mas ¡oh cielos,
Qué reflexión tan terrible!
¿Puede un corazón sensible
Ser feliz viendo llorar?
¿Cómo podéis en medio de la guerra
Tranquilo respirar?
¡oh cielo santo!
¿Puede agradaros devastar la tierra,
Y esparcir por do quiera luto y llanto?
En torno de vuestro carro
Sólo se escuchan gemidos
De infelices sumergidos
En dolorosa orfandad.
Yo no miro en ese cuadro
Sino un placer horroroso:
No el dulcísimo reposo
Que llaman felicidad.
2$o hay dicha, en fin,
exclaman tristemente
El sabio, el rey, el hábil cortesano;
¡Necios! venid, y la veréis patente
Sobre la alegre faz del aldeano;
Vuestros deslumbrados ojos
Buscan poder y riqueza,
Y en medio de la grandeza
Queréis la dicha encontrar.
Dejad vuestro error funesto;
Bajad á ese valle umbroso;
Veréis un hombre dichoso
Junto del humilde hogar.
De su amada familia acariciado
Pasa él allí su vida deliciosa;
Su placer es amar y ser amado,
Su riqueza, sus hijos y su esposa.
En su habitación sencilla
No brilla el mármol ni el oro:
Mas ¿qué importa? otro tesoro
Tiene allí su corazón.
El cariño de su esposa,
De sus hijos la terneza:
Hé aquí toda su riqueza,
Hé aquí toda su ambición.
No eres un nombre vano: una quimera;
Te hallaré al fin, felicidad amada:
La mano de una tierna compañera
Me ofrecerá tu copa embalsamada.
¡Felicidad, felicidad querida,
Te encuentra al fin mi corazón ardiente!
¡Ven, y consuela mi alma dolorida!
¡Ven, y refresca mi abrasada frente!
1827.
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