Óscar Tiberio
(seudónimo de Jacinto Bordenave) nació en Dolores, Provincia de Buenos Aires, en 1871. Llegó a La Plata en plena juventud y, al poco tiempo, se incorporó al cuerpo de redactores del diario El Día. Publicó dos libros de poemas: Palingenesia, con prólogo de Julio Herrera y Reissig (1912) y Cantos de mi camino (1919). El primero –según Lázaro Seigel– da cuenta “de una inspiración voluptuosa, de una complexión aristocrática. Resalta el brillo y la suntuosidad dinámica de la palabra, la elaboración plástica del cuerpo verbal, la esplendidez señoril del verso”. En cuanto al segundo –agrega Seigel– “se advierte, a través de la totalidad de sus composiciones, la evolución del poeta. El estilo es más apacible y llano. La sencillez desplaza al enjoyado policromo de Palingenesia, la mesura léxica a la ebriedad preciosista, la moderación de la estructura verbal –fruto ya de la madurez poética– a la obsesiva opulencia anterior. Una discreta expresión lógica enseñorea al verso. Lo mece un aliento de íntima terneza, lo puebla de hondas sugestiones, le confiere un tono de melancolía...” Tiberio estuvo relacionado con importantes figuras de su época, como Lugones, Almafuerte y el ya citado Herrera y Reissig, y fue un apasionado lector de Lamartine, Musset, Hugo, Baudelaire, Verlaine y Darío. Su nombre se inscribe en el nutrido grupo de poetas que dieron origen a la llamada “generación del 17” o “primera generación platense”. Murió en La Plata el 23 de marzo de 1943.
Imagen: Retrato de Óscar Tiberio. Fuente: Palingenesia, Óscar Tiberio, La Plata, Casa Editorial de José María González, 1912.
Bohemia
Es verdad... Metafísico y artista,
cabalgando en mis sueños juveniles,
vagué un tiempo a través de los pensiles,
donde el mundo real no está a la visca.
Amé entonces — platónico optimista, —
la mujer-perfección, de alma y perfiles,
y esculpí sobre diáfanos marfiles
la visión de mi espíiitu idealista.
Pero al irla a concluir, vi con tristeza
que era huérfana de alma, y que en sus dones
un negro fondo había do Impureza.
¡Y por eso, entre mil desolaciones,
hoy me siento a llorar sobre la huesa
donde el mundo enterró mis ilusiones!
Publicado en el « Libro de los sonetos. Antología poética » Ortografía original.
Prerafaelista
Mientras se cubre el campo de albas alfombras
y oprimo entre los dientes la pipa de opio,
cruzan mi pensamiento lívidas sombras
como vistas de un raro caleidoscopio.
Pasa grácil y leve la ideal medalla
de una niña de tristes ojos extraños;
parece la heroína de una rondalla,
sobre la cual lloraran los Desengaños.
Luego pasa temblando cual lirio tierno
otra virgen de formas misteriosas;
cargada va de niveas flores de invierno,
y sobre éstas vuelan las mariposas.
Vienen detrás, muy pulcras y aristocráticas,
las sombras de dos hadas meditativas;
¿qué sentirán tan tristes, mudas, hieráticas,
en ese largo viaje de pensativas?...
Yo no sé lo que sienten; yo sé que vienen
del país fabuloso del Rey Ensueño,
y sé que van á la isla blanca que tienen
en la patria infinita con que yo sueño.
Por eso, mientras nieva con más porfía,
masco angustiosamente la pipa de opio,
y se alarga en mi mente la ideal theoría
de visiones de un raro caleidoscopio.
Desfilan todas blancas, finas, pueriles,
las cándidas viajeras desamparadas;
todas visten antiguos trajes gentiles
y van walkíriamente desmelenadas.
Son las almas que flotan en los notables
dibujos de Chavannes y otros pontífices;
son esas pobres tísicas inconsolables
que hoy marcan nuevos rumbos á los artífices.
Son todas las princesas, tristes y pálidas,
que al sol cual golondrinas tienden el vuelo,
y sin haber dejado de ser crisálidas
en vez de amar á Isis, se van al cielo.
Y pasan más; pasa otra con un gran traje
de corte inverosímil: joyante, lila;
¡oh! ¿qué hay de aquella muerta de mi linaje
en el llameante azufre de su pupila?...
Pasa, al fin, y es la última, con lenta marcha,
la más inconsolable, la menos fuerte;
¡su rostro es un marchito rostro de escarcha
que se ve que no acaba de hallar la Muerte!...
Sus cabellos peinados de un modo arcaico
lucen diademas de algas y de clemátides;
y en sus ojos de amargo fulgor judaico
hay algo de los ojos de las cariátides.
Son ojos dolorosos; ojos de inerme
que hablan de paraísos y de nirvanas;
son ojos de persona que nunca duerme
pensando en cosas tristes y muy lejanas.
Marcha como una errante sombra de duelo
que no encontrara patria consoladora,
y en su fúnebre traje de terciopelo
parece un lirio muerto que se evapora.
La miro alucinado; la miro y llamo;
pero ella, triste y muda, más se adelanta...
hasta que al fin se pierde y entonces clamo:
¡Con razón se me fuga, si es mi Atalanta!...
Es mi novia invencible, mi errante estrella,
la que ama lo que aman los girasoles;
y ¡ah! si me fuera dado partir con ella
hacia el país donde arden perpetuos soles!...
La Plata (República Argentina), 1900.
Publicado en el « Almanaque Sud-americano para 1901 » Ortografía original.
V
Tendida en los escaños de la plaza,
Bajo el frescor tardío de la fronda,
Promiscua serie de hombres se solaza,
Mientras alguna hembra cruza oronda.
Éste, a través de su ilusión la abraza;
Aquél, la insulta con su boca hedionda;
Y otro, desecho de una noble raza,
Sin verla apenas en sí mismo ahonda.
Los más, arriba el pensamiento vuelven.
Muertos de hambre o muertos de pereza,
Allá en el infinito se revuelven.
Para caer después desde la altura,
Soñando siempre: aquél, con la riqueza;
Y éste, con el cajón de la basura.
XXII
¿Quién es esa mujer desconocida
Que en medio de la turba he tropezado,
Y que así como yo la he contemplado
Me ha visto ella también, estremecida?
¿Quién es esa mujer que me ha mirado
Desde el fondo insondable de su vida,
Y que luego, sonámbula y perdida,
Detrás del compañero se ha marchado?
¡Ya sé quién es! ¡Esa mujer pasea
Por lo inmenso del mundo su idealismo,
Como un dolor, como una cruel presea!
¡Y al presentir mi trágico lirismo,
Habrá entrevisto el alma que desea,
Y habrá retrocedido ante el abismo...!
Fuente: Cantos de mi camino, Oscar Tiberio, Buenos Aires, Edición de la Revista Nosotros, 1919.
Manuscrito del borrador de una página del prólogo de Julio Herrera y Reissig a Palingenesia (1907) del poeta argentino Óscar Tiberio.
Fuente: Roberto Bula Píriz, Herrera y Reissig (1875-1910). Vida y obra. Bibliografía. Antología, New York, Hispanic Institute in the United States, 1952, p. 78
Palingenesia (1907) del poeta argentino Óscar Tiberio
Artículo de Alejandro Korn (1860-1936), en la revista Nosotros
Palingenesia* 2
El último acontecimiento literario de nuestro pequeño mundo intelectual ha traído hasta mi mesa un volumen y por acaso ha venido a tropezar con las poesías de Ricardo Gutiérrez, que poseo en una edición humilde, de papel de estraza y renglones oblicuos. Este no; se impone por su factura tipográfica y honra las prensas que le dieron luz. Un poco decorativo, un tanto cargado, un algo presuntuoso, así mismo no salva los lindes del buen gusto aunque los toque, porque es opulento y suntuoso como una matrona ataviada. Bien dispuesto se presenta, sin duda, a brindarnos la palingenesia de un espíritu que se despoja de las escorias del pasado, para renacer a nuestra vida, sereno y victorioso.
Abrámosle; acallemos la desconfianza siempre suspicaz ante cada tomo de versos y veamos si por esta vez el estro nacional realiza en estrofas nuevas sus viejos anhelos. Saludemos de paso la estampa del poeta, que exhibe su apostura con mucha gallardía y tolerable afectación. Respetuosos, oremos la dedicatoria. Prólogo? bien, dejémosle para más tarde, no sea que nos perturbe la primera e inmediata impresión.
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* 2 Consecuentes con nuestra norma de conducta de acoger en las páginas de Nosotros todas las opiniones, publicamos a continuación el juicio que le ha merecido a un distinguidísimo universitario el reciente volumen de versos de Oscar Tiberio, sin perjuicio de la nota crítica que esta revista le dedicará en el próximo número. Respetuosos de la voluntad del autor, conocido hombre de ciencia, dejamos al pie de estas páginas las dos letras con que ha querido firmarlas, probablemente para que sus graves colegas no se enteren de que se ocupa de versos.-N. de la D. Nosotros, año 7, v. 10, nº 47, p. 72-76, marzo 1913. Cuyo. Anuario de Filosofía Argentina y Americana, nº 23, año 2006, p. 269 a 287. 273
En efecto, la suerte nos es propicia; de golpe acertamos con estos versos:
Son tan evanescentes sus perfiles,
Tan delicadas sus morbideces,
Que recuerdan estos místicos marfiles,
Que tallan los artistas japoneses.
Me ha parecido ver, cuando con gala
Se alza sobre sus ojos bordequines,
Un alma misteriosa que se exhala,
En busca de un país de querubines,
Bajo el casco auroral de sus quejas,
Medita con mirar de luz ignota
Y se abren las arcadas de sus cejas,
Lo mismo que dos alas de gaviota.
Complace volver a encontrar versos bien medidos y rítmicos, que fluyen con espontánea sencillez y hallan la palabra precisa para el rasgo oportuno, como si a un tiempo surgieran del cerebro. Evocan la imagen visual como si se destacara, circuida por una orla de luz sobre el fondo de lontananzas misteriosas, hieren el oído como los últimos arpegios de un órgano que enmudece e impregnan el ambiente con la casta fragancia de un sentimiento bien nacido. Feliz el poeta cuando así logra transmitir la sensación de la belleza que ha estremecido sus entrañas, que así contagia su emoción y ofrece la obra cincelada, gentil, libre, sin un resabio de la tosca realidad, ni de las penosas ansias del artista.
Pálida es, por cierto, una composición destinada a ocupar un sitio entre las mejores de nuestra literatura nacional. Aun se encuentra en este libro una que otra que se le aproxima, ninguna que la iguale, si bien no hay una página sin una estrofa magistral, una veces tenue y suave como la última de Incógnita, otras veces valiente y varonil como la primera de Pellegrini, algunas eróticas de buena ley, como las de Prima noche, o de trama firme y prieta como ésta, que citaremos antes de enderezar por el otro flanco:
Nada tan hondo al corazón nos llega,
nada nos toca tanto el sentimiento,
cual la visión de un barco que navega,
entre lo azul del mar y el firmamento.
Pero he ahí que nos hallamos con lo siguiente: Que sus insondables pupilas de amianto, nadan en orejas de puro amaranto y nos hablan en dulce esperanto! Ojos de amianto? Y a qué hora ha visto el autor semejante fenómeno digno de ser conservado en alcohol? Sírvase ir hasta el taller de la vuelta y solicite un poco de amianto e imagínese una pupila de esa arcilla algodonosa, opaca y blanca. Pero eso resulta de hacer tercetos con baratijas. Y tan luego a propósito del faisán. Es cierto que el autor agrega que para loar el ave de más señorío, se requiere el arte de Rubén Darío. Puede que sí, pero la consecuencia se desprende, aunque no haya derecho de pedir a los poetas mucha lógica.
Si el faisán se debate alicaído en la red de sus versos infantiles, no puede decirse otro tanto del soneto impecable, que lleva el epígrafe Brama o Tenaglia en acecho. Es de admirar la plasticidad soberana del artista, que le permite adaptarse a todas las situaciones e interpretar con maestría el sentido ajeno, así se trate del personaje que menos atingencia puede tener con sus propios afectos. Pero no valía la pena de malgastar tanto talento en asunto tan pobre, y si no pedimos cuatro tiros para el poeta como su inspirador, convengamos que bien merece cuatro azotes –metafóricos se entiende.
En realidad sorprende la distancia que separa una composición de otra, y con frecuencia, dentro de la misma, una estrofa de las restantes. Digamos con brevedad cómo se explican estas contradicciones tan visibles. El autor posee, sin duda, vigor, imaginación, intuición creadora y dominio del idioma, pero adolece de un defecto tan grande como sus cualidades: la falta de gusto. Por eso en vez de darnos su propia personalidad, que continuamente pugna por sobreponerse, cede a influencias perniciosas y no se atreve a decir como el poeta francés: Mi copa es pequeña, pero bebo en mi copa. De ahí las negligencias de la versificación, la publicación inútil de ensayos ocasionales, algún climax hiperbólico y contraproducente, los desplantes naturalistas y sobre todo la simulación de estados de alma postizos. Es la influencia del pseudo-modernismo que contamina a nuestra juventud y aún hace presa, como en este caso, en espíritus de vocación más alta.
No ha de desconocerse la trascendencia del movimiento moderno que se manifiesta en la producción artística de todos los países civilizados. Su mismo
carácter universal es la prueba más concluyente, que esta orientación responde al estado actual de los espíritus cultos y que no es posible detenerla, ni es lícito condenarla en nombre de ideales desvanecidos, que definitivamente pertenecen al pasado.
Este movimiento tiene su razón de ser porque emancipa de reglas y normas petrificadas, abre el campo a la libre expansión de la individualidad, multiplica y renueva nuestros medios de expresión y se asocia a los anhelos y aspiraciones de la eterna palingenesia humana, sin que esto signifique que ha de descender de las regiones del arte puro, para servir los intereses del día. Pero si ha de venir a reemplazar dogmas viejos por otros nuevos, a aprisionar todas las genialidades en moldes amanerados, a imponer el ritual de sutilezas bizantinas y a consagrar lo vetusto, lo enfermo y lo parasitario, entonces carece de objeto y de dignidad. Las obras del arte no subsisten con vida perdurable porque pertenezcan a tal o cual escuela, sino porque una personalidad poderosa y genial concreta en ellas el pensamiento secreto de una capa social, de un pueblo, de una cultura o de un momento histórico.
Los imitadores no cuentan. Quién recuerda ya la turba melenuda, que fue la cauda de los grandes románticos? A los minúsculos superhombres actuales no les cabrá otra suerte, por más que se empinen sobre los zanquitos. Hoy remedan a Rubén Darío, como sus antecesores hicieron con Bécquer o Espronceda. La borrachera o la concupiscencia de Poe, de Musset o de Verlaine puede imitarse, no tan fácilmente lo demás. Y ahí lo vemos. Hacen alarde de ser complejos y son tan primitivos y simplistas que no alcanzan a disociar el deseo del afecto, el sentimiento de la sensación. Pretenden abarcar el conjunto de la vida moderna en sus múltiples manifestaciones y tendencias y padecen de un monoideísmo tan indigente que les obliga a soñar de continuo con la mujer desvestida, y sus devaneos mentales no giran sino en torno del acto fisiológico, que constituye la obsesión enfermiza de los castrados y de los niños pálidos y ojerosos. Todo, hasta lo más ruin lo santifica el genio, todo, hasta lo más santo lo embadurna la mediocridad, pues si bien el arte no tiene como el hombre barreras morales, las tienen estéticas.
¿Qué necesidad obliga al autor en el caso sub-judice a afectar una pose parisiense, decadente, montmartrista y de beber ajenjo, si es un criollo varonil, sano y sobrio, si Dios le ha hecho la gracia de poder expresar las congojas y las alegrías de su alma, si con tenaz empeño ha trepado a las cumbres de la cultura contemporánea y posee en su propia personalidad riquezas superiores a todos los oropeles de cambalache?.
El prólogo nos da la clave; es un cuerpo extraño que, como una joroba oprime la obra del poeta y ejemplo clásico de las sugestiones malsanas que llegan a pervertir una inteligencia robusta hasta torcerla de sus rumbos propios.
El prólogo nos da la clave; es un cuerpo extraño que, como una joroba oprime la obra del poeta y ejemplo clásico de las sugestiones malsanas que llegan a pervertir una inteligencia robusta hasta torcerla de sus rumbos propios.
No lo han logrado del todo; pero aquello es un conglomerado de entimemas ancestrales o glaucos atavismos cuyo efluvio astral fosforece con reflejos megalómanos, sobre el laberinto de la gibas corticales, donde se encuban en solitarios espasmos, glabros y macabros, vehementes e impotentes, los irisados espermas de un cosmos crepuscular, ebrio de aromas, matices, gongorismos y ósculos hasta languidecer en místico aquelarre, semejante a un candombe poliestulto, en el cual estridula la sinfonía monocorde de la u como una carcajada gualda.
“Y pensarán ahora vuesas mercedes que es poco trabajo hinchar un perro”.
Ese párrafo ha sido confeccionado como lo prescriben los iniciados, con un arte sutil y perverso, y apuesto que no lo habéis entendido. Yo tampoco. Pero esto se llama épater le burgeois, en español despatarrar el sentido común. Es una frase nuevita que se inventó en la época del chaleco rojo de Téophile Gautier y aunque a la fecha está un poco mugrienta, todavía no se ha logrado substituirla y siempre es un socorrido recurso cuando necesita disculpar una indecencia o, lo que es peor, una necedad.
En fin, esperemos confiados otra palingenesia que sea a la vez una palinodia.
W W
La Plata, Marzo de 1913.
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