Miguel Ángel Ortiz Albero
(Zaragoza, 1968). Poeta, artista plástico y dramaturgo. Pasea y observa. Ha escrito y le han publicado los libros de poemas: "Cuaderno azul de la distancia" (Ed. Zambucho/Corral, Madrid 1999), "Donde comienza el desorden" (Lola Editorial, Zaragoza 2001), "Cuaderno de la sal en la mirada" (Ed. Aqua, Zaragoza 2005), "Sbattimento, notación para un libro de las sombras" (Ed. Diputación Provincial de Zaragoza, Zaragoza 2006), "Algunas palabras para las desapariciones" (Ed. Eclipsados, Zaragoza 2008), "Nombrar el lugar, decir silencio" (Ed. PUZ, Zaragoza 2009) y "Troupe" (Olifante Editorial, Zaragoza 2010). También el libro "Bajo un centenar de cielos" (Ed. Los Libros del Canal, Zaragoza 2003), ilustrado por su hermano, el dibujante Álvaro Ortiz, y las novelas "La herida es el comienzo" (Ed. Comuniter, Zaragoza 2010), "Un día me esperaba a mí mismo" (Jekyll & Jill, Zaragoza 2011) y La danza de la muerte. Bailar lo macabro en la escena, la literatura y el arte contemporáneos (Fórcola, 2015).
Como se anotan las palabras, en el cristal empañado, para que desaparezcan. Palabras para las desapariciones, para los silencios. Palabra de silencio y desaparición, que se traza con la yema. Y que abre huecos para ver las calles. Sois, somos, para los transeúntes, el escaparate móvil, la galería de retratos de este tiempo. Somos, dentro de esas palabras que, en el cristal, trazamos. Hacedlo. Y mirad por ellas a las gentes de afuera. Que así veréis, de nuevo, a la mujer del cuaderno azul en e1 regazo, la que espera callada, con gestos en las manos para subir de nuevo con la mirada entornada. Buscadla en las calles y trazad la palabra. Trazad vuestra palabra azul, en los silencios vuestros.
Título: “Algunas palabras para las desapariciones” de Miguel Ángel Ortiz Albero. Editorial ECLIPSADOS, colección de poesía.
XVII
Qué bocanada preciosa es esta que respiro, de tu mapa de vida tatuado en mis pupilas. Qué nervio es éste que siento de tus músculos abiertos en venas sobre mi pecho. Qué es tan de fuego esto que siento que a tu piel me encadena y a tus labios, y me cose a tus ojos con hebra de oro hilada de tu pelo. Qué es todo este asombro tan buscado que se abre al fin al fondo de mis pasos y es tu rumbo y es el mío hallados en huellas de arena y espuma de mares. Qué es que no puedo dejarlo ni pretendo, pues habría de ahogarme si lo hiciese. No sé qué es y lo sé sin embargo, que siendo lo que eres lo eres todo, mi centro, mi vientre, mi reina y mi sirena.
poema de su libro de amor Cuaderno de la sal en la mirada
'La danza de la muerte'
Miguel Ángel Ortiz Albero
FÓRCOLA
Espejo del mundo en que nacieron, las Danzas Macabras o Danzas de la Muerte han alcanzado ya todos los lugares, todas las épocas, todos los universos posibles. Desde la Edad Media se han repetido sus cantos, pasos y gestos en la plástica, en la danza, en la poesía y en el teatro. El espejo es, más que nunca, universal.
Esa macabra ceremonia de las sensaciones, que desde sus orígenes han sido estas «danzas de la muerte», ha impregnado también numerosas manifestaciones artísticas y literarias contemporáneas, desde Baudelaire a Pina Bausch, desde Bertolt Brecht a Jan Fabre, o desde Thomas Mann a Tadeusz Kantor. Han sido, son y serán muchas y variadas las modernas formas de poner en escena la Muerte, de dejarse arrastrar de su mano, de bailar con ella para conjurarla o para celebrarla: bailar por no morir, danzar hasta la Muerte.
A medio camino entre la narración, la poesía y el ensayo, La danza de la muerte no pretende sino retomar esa idea de la «Danza macabra» para, desde ella, reflexionar acerca de esos modos y maneras de llevar a la escena el último baile. Miguel Ángel Ortiz Albero escribe cerca de una literatura mixta o mestiza, de una literatura en la que los límites se confunden y la realidad puede «bailar» en la frontera con lo ficticio. A partir de conceptos como la condenación, el umbral, el deambular, el vuelo, el abandono del cuerpo, la máscara, el temblor o la sombra, su ensayo trata de convertirse a sí mismo en una Danza de la Muerte contemporánea que refleje las distintas danzas que en el teatro, la poesía, el arte o, por supuesto, en la danza misma han sido en el mundo moderno, así como las distintas formas en que otros ya han narrado tal proceso. Coreografiar la Muerte no es nada nuevo. La sombra de las danzas es alargada. El intento es, tal vez, legítimo y necesario.
AQUÍ, DE ESTE LADO
«Todo pende de un hilo.»
Tadeusz Kantor
La tarde en la que todo comienza, o la tarde en la que todo termina, debiera ser, me dicen, una tarde sin límites, o de límites confundidos, al menos, y desdibujados. Una tarde en la que la realidad pudiera bailar con lo ficticio sobre las líneas invisibles, turbias, de esas fronteras que debieran ser inexistentes, como así me repiten ahora o desde siempre. Es el ritmo de ese baile, me dicen, el que borrará todas las fronteras que, de un tiempo a esta parte, obligan a alejarse de ellas, a hacerse extranjero. El ritmo de ese baile de lo cierto con lo incierto es el ritmo que nos aleja, el que nos arrastra más allá, el que nos invita cautelosamente a ser extranjeros, acaso, de nosotros mismos, aun sin saber muy bien si esto, ser extranjero de uno mismo, es ahora posible o no. Así me lo dice, así nos lo dice, Enrique Vila-Matas.
La tarde en la que todo comienza, o ésta en la que todo tal vez termina, una multitud de espectadores desciende las escaleras que conducen a los sótanos de la Galería Krzysztofory de Cracovia. Afuera sopla un fuerte viento que golpea las ventanas y abre, una por una, todas las puertas. Se escucha el bramido de una tormenta de mediados de noviembre, así como la orquesta de un baile lejano, demasiado lejano. La multitud de espectadores va situándose. Repartidos por la sala todavía no saben si han entrado o no, si han ocupado sus propios sitios o no, si son, o no, espectadores de algo, sea ese algo lo que quiera que sea. Tan sólo una cuerda, apenas un cordel, los separa de lo que debiera ser el escenario. Acaso no sea el lugar más propicio, y a nadie hubiese extrañado que a la entrada, sobre el dintel de la puerta, una inscripción, como se sabe que así sucedía en el anfiteatro anatómico de Toulouse, advirtiese de que ése es el lugar en el que la muerte gusta de ayudar a la vida. Hic locus est mors gaudet succurrere vitae, sí, parecen pensar algunos de los muchos espectadores, éste es el lugar, este sótano de bóvedas de ladrillo, este lugar de nada o de nadie a este lado de una cuerda que apenas nos separa de algún otro lado.
[Principio del libro]