Roberto Cruz Arzabal
(México, 1982). Poeta y crítico literario. Licenciado en letras hispánicas por la UNAM, cursa la maestría en Letras en la misma universidad. Primer lugar del concurso de la Revista Punto de Partida, 2007. Ha publicado en revistas como Viento en Vela, Arca y Periódico de Poesía; ha sido incluido en diversas antologías. Habita, aunque no con frecuencia, "La casa del Cíclope" [www.alamoenllamas.blogspot.com]
Contraterapia
no depender del sol para atraer la brisa
no ceder al carcinoma amado, llamarlo a voces/ nombrar los bordes del dolor como se llama a la mesa al huésped distinguido/
al compañero de las noches frente al televisor con aburridos programas de revista
como esperando los felices minutos de la erección espontánea
asirse al clavo ardiendo
sentir su piel tersa
tensarse hasta la luz
hasta la incandescencia silenciosa
El luchador
En tu rostro la masa busca su identidad herrumbrosa
el rostro que dé forma a lo visible
el aullido calcinado que acompañe
la suma de los riffs que hieren la bocina
/una bocina/ (-.-)
cualquiera
la que sea que se encuentre en las orillas
de los bares
las que anuncian y cantan y ensalivan
el ardor de los cuerpos en el baile
los beats repetitivos, las falsas baterías, los acordes programados
que congregue la soledad
de los baños
el húmedo calor del mingitorio
el sonido dulce de la micción que cadenciosa moja
los zapatos/ la animosa grieta que
profunda se ofrece al fondo de las olas
» el mar es un sol enrarecido
una costumbre escandalosa
un aliento de peces
una caligrafía ensayada en el subsuelo «
Luz II
El cuarto iluminado,
desde su ventanal oblicuo
donde la luz que brilla
rompe la transparencia raptada por el vidrio
y la marcha grasienta de las huellas digitales,
el cuarto blanco iluminado
—donde las sombras son ausencia de todos los espacios
recorrido por la vista de
izquierda al centro
hacia abajo
en la esquina donde los adornos permanecen olvidados
como si de retóricas vacías se tratara
a la derecha el vaho
el espacio en blanco sobre el lienzo blanco que no es más espacio puro sino materia
dispuesta para los trazos de la invisible línea de Rothko
—el prestigioso blanco elaborado por la vista
álamoenllamas
Prólogo
Escribo por presagio y suelo de los condenados, mi corazón es una espiga henchida por la sal donde los árboles manan frutos de árboles suicidas.
Bajo los robles musicales me cobijo de la luz de las hogueras.
Y digo, con vergüenza de mis manos pútridas, tu nombre Antonio desazón Samantha, maestro Antonio.
Y comienzo a escribir de nuevo en la palma de mi mano torpe, dibujando mapas de las ciudades y las rutas a las que nunca llegaré.
—el hastío es un bajo que de continuo siempre merma—
Isabel Estambul Nueva Zelanda. Y tomaré tu
mano José Carlos en Brindisi, y tomaré tu mano para taparnos el sol con un dedo.
De tu cuerpo sedentario sacaré a dentelladas
los fulgores,
de las cornisas, de los pliegues.
Amo la grasa que reposa en tus orillas
desbordantes,
las bellas grietas de tu espalda arqueada
—oh, qué placer jalar tu piel,
cerrar y abrir las líneas
de piel rota—.
El cadencioso tam-tam de tus
nalgas carnondas suena
a Igor Stravinski y a tambores luces
de un tal Pérez Prado,
el baile de los cinco continentes recorre el temblor
de tus piernas que pisan como piedras
cuesta abajo.
Nacimiento de Venus
Los ojos del ciego en el abismo
semejan sus pacíficas tormentas
su andar a tientas por el viento
El ciego en la isla —mordiendo el aire—/ desciende por entrañas,/introduce
[su glande en
la arena…/el mar en una concha,
estalla en blanquísimos estruendos.
Respuesta a un epitafio (J. Keats)
a Guillermo Fernández, il caro fabro
…sin embargo, tu nombre
no fue escrito en la corriente ni en la roca
que se alzó entre nosotros,
muertos cuyos nombres jamás serán
escritos en el agua…
El descubridor
con mano temblorosa —asustada de sí misma—
Alejo Carpentier
Recorreré el mundo en sus confines, veré que no hay límite o caída al final del
[camino.
Diré, incluso que no hay final sino principio, que todo es lo mismo donde inicia
—alfa y omega fue mi vientre y mi nación—
descenderé del barco hacia mí mismo. Tomaré posesión
de los reinos con el filo de la palabra incomprensible.
Primero nosotros fuimos simios en la jaula de arenosa inmensidad,
nuestros bocados fueron de oro, sin que hallara nuestro estómago el hastío.
—¿Creerás Columba, lo que mis ojos te cuentan?
No respondas, te hablaré de las copas altísimas que se parecen
a las palmas del Califa,
de esta tierra de vino donde no existe la vid ni el hielo y todo es verde
y triste.
—¿Y tú, ustedes?
—Cada corazón fue espiga sobre el hielo, perfil anticipado de molinos.
Monólogo de Adriano, emperador
I
Heredad de la penumbra y soliloquio de destellos:
qué amarga nervadura es la memoria de tu voz en el desierto.
La amapola de tu pecho descansa en las noches del calígrafo que al saltar por
[ la ventana
no recuerda más que los fulgores o tu nombre.
II
Con los ojos cóncavos de luz el amante perece como un ciervo al desaparecer la noche. En
el cuerpo de mi amado,
el ave canta.
Oración del burgués
El hastío es, pues, en realidad una representación enfermiza
de la brevedad del tiempo provocada por la monotonía
Thomas Mann
Furiosamente el tiempo se levanta como mano sobre el césped del lugar. Tu rostro, amiga, se levanta también sobre mis manos. Tus dedos se mantienen sobre el centro del mundo, el caucásico hospital en las alturas a donde vinimos a morir en compañía de los enfermos incurables del mundo: insoportables extasiados de realidad oropelada.
Detesto la llanura y su vulgar fulgor pues sólo aquí, Clawdia en la montaña, bebí de tu epidermis de entreguerras.
Sigamos, pues amiga mía, la pedagogía de la derrota: el amor en las alturas frígidas de este cementerio para aves de muy delgados vuelos.
En las pupilas del que se ciega
así quise comenzar el Paraíso:
tirar a la luz de los cabellos y arrojarla,
como un puño, directo hacia la cara
del que, estúpido, me mira en el espejo.
El último minuto del poeta
septiembre 1973-2003
En la habitación contigua a la celda que se ensancha, el hombre hilvana dedos que le hacen, tal vez, recordar la matriz en donde se gestó aquello que los viejos llaman hambre—o rumor de espinas.
Sus frases encarnadas en el rostro pueril de la enfermera transforman el aire en pesadas, informes bayonetas —las cuencas de luz desorbitada bajo el mismo ritmo que sus dientes sujetos con tenazas de tender—
los están fusilando a todos, los están fusilando a todos
el hombre calla. Desmorona los llamados, también piedras
que surgen de las aves que practican el siempre saludable
ejercicio del mutismo.
Labios de mi padre
a Rafael Mondragón
Aprendamos a leer el diccionario, y tras las dunas busquemos el nombre de nosotros.
Canto: hoguera que hablará sobre el silencio.
Hoguera: el mirlo encadenado a su paisaje navega en páramos inciertos:
de nuevo, el álamo entre llamas.
Nota roja
Muerta, sobre un charco de sangre y semen,
la victima ridícula del amor ofrece su mejor sonrisa en la cortadura que, perfecta, se extiende por el vientre.
El rostro putrefacto, comido bellamente a puñetazos, adquiere la perpetuidad encandilante
del morbo callejero
en el escupitajo fosfórico del hambriento: periodista.
Autorretrato (o epílogo en forma de solicitud)
No hay poeta que no muera al ver su sombra proyectada en las manos de su amante —que no musa—; sin embargo, yo no he muerto.
Las líneas que salen de mi pluma —o cálamo si usted quiere un arcaísmo— no son sangre o semen o escalera, son mera diversión o tufo azucarado —en verso libre, y sin mérito de sueldo, por supuesto—.