Samuel González-Seijas
Nació en Caracas, Venezuela el 20 de agosto de 1971. Estudió Letras en la Universidad Central de Venezuela; es corrector y editor de periódicos y ha acompañado proyectos y sellos editoriales (Reporte de la Economía, Meridiano, Así es la noticia); también acompaña proyectos y sellos editoriales como Biblioteca Ayacucho, Mondadori, Alfa, Fundación Polar y Los Libros de El Nacional. Parte de su trabajo ha sido publicado en suplementos literarios (Verbigracia, Papel literario). Mantiene el blog Lector de paso, sobre libros y escritores, en El Nacional.com, y en WordPress.com. .
En el 2009 publicó una plaquette de poemas “Pequeño fuego de labios” (Editorial La Espada Rota). Parte de su trabajo ha sido publicado en suplementos literarios (Verbigracia, Papel Literario).
Publica su primer libro de poemas “Espesa Marea” en el 2015.
“Espesa Marea”
Mi carta de navegación abre con puntos suspensivos.
La he venido llenando al azar
he escrito y borrado tantas veces sobre ella
con desdén, con estruendo, con ingenuidad.
Abundan en su piel los subrayados, los escritos al margen
las tachaduras.
Lo que debía ser correcto itinerario
no son sino círculos concéntricos
o laberintos redondos que me regresan
al comienzo, a la partida repetida, al bostezo.
Viajar guiado por el dibujo que trazan las estrellas.
No hay instrumentos de orientación
durante estas noches azules
interminables
cuando pasan los espejos sobre el agua.
La mirada jamás descansa si no asoman
por algún lado los puertos.
La costa de espaldas y los tanteos para llegar.
Las estrellas que nos muestran la ruta
de vez en cuando se apagan
e implica un esfuerzo enorme
tener que subir uno mismo a encenderlas.
CARTA A PAPÁ EN SU ISLA
…Nothing of him that doth fade
But doth suffer a sea-change
Into something rich and strange…
Shakespeare, The tempest.
Llevo algunos días recorridos, que siento sueltos,
como si nada se hubiese roto, como si no se hubiese
traspasado una línea, la última. El cielo, desde que salí,
viene repitiendo las mismas formas que el mar hace correr
bajo nosotros. El barco no se detiene. Sigue un camino
con energía no esperada, toda la estructura se mueve
como un solo pez, que se hace interminable.
Desperté esta mañana con ganas de contar lo que me deja
la partida; algún detalle de esta nueva temperatura que,
curiosamente, no me desarregla y que siento caer sobre mí
como un plumaje protector.
Quiero decir cómo viniste a despedirme.
Estabas allí, papá, en la playa, con tus sorderas viejas,
con tu memoria muda, asaltado por esos silencios
que siempre fueron tuyos. Para decir adiós, comenzaste
a hablar y al mismo tiempo sacabas cosas de tu saco:
una linterna, una navaja, una brújula que venía aún
con marcas de lodos anteriores, sumergimientos, roces
de esfuerzos por trazar algún camino y muchos regresos.
Detrás de las palabras, detrás de la boca, se te veía la pata
de palo. Hacías lo imposible por ocultarla, siempre
lo hiciste. Para que no se te viera, hablabas torciendo
un tanto los labios, o tal vez era, me parece,
el rictus de lo vivido que ya no podías relajar
ni siquiera frente a tu hijo. Y yo entiendo. No es sencillo
tener que disimular las marcas, los rasguños, el nivel
al que llegaron las fiebres de la furia, como esas manchas
que dejan las aguas cuando abandonan un dique, los óxidos
del corazón. Una sola piel para tanta prisa, para tanto viaje,
para una larga y sostenida desesperación.
Por eso entiendo, papá, que hayas remolcado
durante demasiado tiempo tus propios naufragios;
que los halaras como esos caleteros de puerto y de mercado,
hasta una isla cruzada por silencios y torbellinos de sol,
para estar solo con ellos, sin que nadie se interpusiera
y fueses feliz, al fin, en la libertad definitiva de circular
entre tus ruinas. Nadie puede demostrar más amor
a sí mismo que el que guarda sus palos rotos, sus maderas
gastadas, sus trapos, y construye su morada con ellos,
y se mete a vivir en ellos, y respira y sueña.
Ahora estás en esa isla, solo, mudo sobre las arenas,
vestido con los harapos que te deja la luz, sentado o de pie,
mirando los esqueletos de las naves que te quedan,
dibujándolas, como querías, una y otra vez,
dejándolas secar a la sal, a la lluvia, dejándolas dormir
con sus junturas al aire de la noche.
Estarás allí para siempre, detrás de ese muro enorme
que puede llegar a ser el océano, el agua desconocida.
Incluso tras esa masa, tras ese cuerpo de humedad,
corres libre y desnudo. Allí donde te encuentras
cualquiera puede esconderse, pero sólo tú te muestras.
Seguro nos encontraremos otra vez, cuando me corresponda
arrastrar a mi también los hundimientos que me esperan,
o las súbitas idas hasta las crestas de la espuma,
porque de eso se trata tener que trasegar el mar: bajar y subir
las veces que al dios le plazca; alejarnos o perdernos,
ser aventados de pronto hasta las playas, resucitados
o muertos. Sólo él dispone cuánta resistencia tiene la
madera para el viaje; el cuerpo que nos dan
y el que al final del remolino nos entregan.
Viniste a despedirte y sé que es para siempre, para
un siempre con dos orillas, con dos costas para la llegada.
Pero sabe que algún día hasta tu isla iré a dar con mi bote,
y mis libros, y mis cartas enchumbadas;
iré a dar con las fotos de familia, para que sonrías al saber
quién nació mientras no estabas,
y mires los rostros de quienes están alcanzado
cada uno a su ritmo, sus propias lejanías,
sus horizontes que se vuelven amarillos y luego blancos.
Te di un abrazo ¿recuerdas?, y luego te dejé y subí al barco.
Las gracias te di por venir. Ahora que voy o quedo
en dirección contraria, me guardo lo que hablaremos,
y dejaré que le crezcan peces al recuerdo para que allá,
al reunirnos, estemos largo rato a solas
pescando, sin tropiezos, lo regalos de la tranquilidad.
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