CONSTANTINO MOLINA MONTEAGUDO
(Albacete, 1985). Abandonó los estudios de Licenciatura en Humanidades en el año 2006 y desde entonces ha trabajado en muy diferentes puestos de empleo que nada tienen que ver con la labor literaria. Actualmente está desempleado. Algunas de sus obras han sido galardonadas con premios como el Premio Jóvenes Artistas de Castilla-La Mancha (2011) y el Premio Nacional de Poesía Joven Ciudad de Albacete (2012). Ha sido recogido en las antologías El llano en llamas (Fractal, 2011) y Tenían veinte años y estaban locos (La Bella Varsovia), 2011. Y en las revistas Barcarola y La Galla Ciencia.
Finalista en diversos premios de poesía - Loewe, Adonáis, Alegría, Fundación Monteleón, Martín G. Ramos- durante los últimos dos años.
Las ramas del azar, con el que acaba de adjudicarse el prestigioso Adonáis.
EL CORAZÓN DEL MÁRMOL
El rapto de Proserpina, G. Bernini
Este trozo de mármol que ahora observo
descansaba en el sueño soterrado
de unas colinas próximas a Roma.
Ya entonces, muchos siglos
antes de que naciera su escultor,
en la entraña del monte,
Plutón y Proserpina se enzarzaban
en su lucha insistente.
Las manos de su autor
no eran de hueso y carne todavía,
y el corazón del mármol ya tomaba
la forma de los cuerpos.
Ya los dedos se hincaban en el muslo
y ondulaba el cabello en movimiento.
Fue al pasar cientos de años
cuando alguien acabó por escuchar
el corazón del mármol:
allí donde la piedra se hace carne
y, al contrario, la carne se hace piedra.
Y fue entonces así
que un pequeño cincel siguió el dictado
latente de la roca,
que vieron luz los miembros y los gestos
ya para siempre eternos de aquel mito,
y que el pulso dinámico del tiempo,
mientras todo seguía siendo bello y cruel,
se llevaba de nuevo las manos de Bernini
hacia el polvo infinito de la nada.
DE LA SERVIDUMBRE
El pájaro doméstico,
en su pequeña celda,
nunca conocerá temblor de rama
que sostenga el encanto de su trino.
Canta,
tan orgulloso como acostumbrado,
la villanía
de renombrar su servidumbre.
LAS RAMAS DEL AZAR
Constantino Molina Monteagudo
Rialp Ediciones, 2015,
Premio Adonáis, 2014
por Manuel Quiroga Clérigo
“Con Sócrates, la vida humana se transforma sustancialmente al tornarse vida filosófica, reflexiva, y se altera de igual modo la filosofía al convertirse, antes que nada, en manera de vivir”, escribelas ramas del azar la maestra de filósofos Juliana González, y los poetas, antes que nada los poetas, hacen de esa reflexión una, verdadera, forma de vida, de todo punto ajena al universo de perdiciones que son las sociedades, siempre en crisis, adulteradas por el disvalor del trabajo y por el aplastante oprobio del capital egoísta, embaucador y esclavizante. El que de esa reflexión puedan surgir obras hermosas tiene, si, un especial valor, digamos, cultural, pues es bien sabido que ni los grandes editores al uso ni, por supuesto, las fuerzas vidas que se dicen o son directoras de ese conjunto de entes u organizaciones que forman, conforman, la existencia de estas sociedades, llamadas, occidentales o civilizadas, permanecen ajenos a la creación literaria y a la ilusión de los creadores. Ya. Lejos de las teorías de Jacques Monod, es decir más cercana y líricamente, la poesía se adentra en la naturaleza y hace de ella su principal objeto de indagación, de experimentación, de observación. Ello nos llevaría al poemario que ha obtenido el Premio Adonáis de Poesía 2014, “Las ramas del azar” del autor albacetense, nacido en 1985, Constantino Molina Montenegro. Pero, aquí, es la mirada atenta al mundo circundante, la eternidad del horizonte o/y el devenir de una naturaleza en perpetua transformación lo que, de cualquier manera, va a revolucionar la propia mente del poeta y, acto seguido, la de quienes se acerquen a sus versos. En esa revolución está el ser humano, el árido protagonista de una extensa soledad que, sin embargo, puede ser capaz de modificar todo un entorno, a veces, maléfico y en arbitrario desorden y, además, disfrutar de sus sorprendentes maravillas.
“Si alguna vez callásemos/como callan los árboles, las nubes/y las piedras, podrían escucharse/los árboles, las nubes y las piedras”, escribe Constantino Molina Monteagudo en este libro intenso, bucólico, inquisitivo, vital animándonos, además, a ver el silencio como motor de la sabiduría, del entendimiento y la razón, según las concepciones kantianas. En “Canción del mundo”, de la que forman parte estos versos iniciales, el hombre se abre a esa perseverancia en la contemplación de una vecindad, siempre bella, en la que existen nubes, y aves, árboles y fieras, todo evolucionando hacia primaveras y arroyos, por ejemplo y, donde, lo natural se transforma en eterno, en simbólico, en habitual. Por eso, seguimos, “El mundo nos entona su canción”. Y ese es el canto que hace posible la itinerancia de los ríos, la evaporación de las aguas de los océanos, la superación de las angustias o la creencia, siempre inédita, en la posibilidad del amor.”Basta callar, dejar cantar al mundo/y oír su voz fugaz para entenderlo”. Es, de nuevo, el silencio, tal vez la solitaria contemplación de las esferas lo que, puede, permitirnos entender ese mundo, tan cercano, y, a veces, tan extraño.
¡Entender el mundo!, esa es la cuestión, no el ser o no ser shakesperiano, seguramente más literario pero escasamente original. Federico Engels (uy, qué miedo, ahora que se avecinan corrientes marxistas-leninistas más acá de Albacete) escribió que “Con el hombre entramos en la historia”. Y aquí es la, lógicamente perfectible, voz del poeta que, desde su atalaya, observa el devenir de su entorno y lo muestra, con la agilidad, de un filósofo y la energía de un periodista: “Respirar como el ritmo/respira en un poema”, leemos. Y esa respiración nos lleva a una especial indagación del hombre como formando parte de tanta naturaleza difícil, exasperada, siempre cambiante que, al penetrar en la historia con el bagaje de la cultura, que no poseían los individuos estudiados por Darwin, se hace realidad ante nuestra limitación percepción de lo humano. Del poema que titula el libro elegimos unos versos, casi bíblicos, que recuerdan bíblicas enseñanzas o atesoran clementes consignas para comprender, desde alguna superación de la adolescencia, un planeta al que acompaña la vida casi sin necesidad de más cuidados que su, permanente, contemplación:
“Qué bellos se mantienen
viviendo sin cuidados, sin podar,
estos almendros
que el olvido ha cargado
de nuevas ramas”.
Enseguida aparece el azar, esa capacidad de la naturaleza para tomar de las raíces del planeta, o de extensos resortes de lo cotidiano, sean lluvias o vientos, y muchas veces sin más atención que la mirada del hombre, y es posible ver alzarse los álamos, brotar las delicadas flores del almendro o el cerezo, o recoger las generosas cosechas de los frutales.
“Van creciendo al azar,
desatendidas
de la mano del hombre.
Crecen en el desorden armonioso
de la naturaleza,
en búsqueda perpetua tras la vida
y nunca cesan. Crecen
y crecen estas ramas
sembradas como están de alados pájaros,
y la hoja quiere ser ala que vuela
con el aire metido entre sus pliegues,
y con él se deja en el otoño”.
El poeta sigue con su andadura en medio de unas geografías histéricas y, donde, la sorpresa, irónicamente, se manifiesta día a día al poder contemplar el nacimiento de una flor, el desarrollo de un trébol o, también, la nidificación de las aves que, seguramente, llegaron de lejos.
“Qué bellos se mantienen
estos almendros.
Y, sin embargo,
qué inquietante saber que la belleza
que ahora se les concede
es también la condena
de entregarse a una vida más efímera”:
los momentos en que nos es dado observar ese universo natural y hermoso, no es más que un motivo, extenso e intenso, para la inspiración del poeta y, por lo tanto, al contemplar esa buena disposición del azar para mantener los soportes de la existencia surge la plena alegría, la conciencia de reflexionar en torno a esos dones que, ineludiblemente, nos están siendo regalados cada minuto
“Qué bellos se mantienen
viviendo sin cuidados, sin podar,
estos almendros
que el olvido ha cargado
de nuevas ramas”.
Enseguida aparece el azar, esa capacidad de la naturaleza para tomar de las raíces del planeta, o de extensos resortes de lo cotidiano, sean lluvias o vientos, y muchas veces sin más atención que la mirada del hombre, y es posible ver alzarse los álamos, brotar las delicadas flores del almendro o el cerezo, o recoger las generosas cosechas de los frutales.
“Van creciendo al azar,
desatendidas
de la mano del hombre.
Crecen en el desorden armonioso
de la naturaleza,
en búsqueda perpetua tras la vida
y nunca cesan. Crecen
y crecen estas ramas
sembradas como están de alados pájaros,
y la hoja quiere ser ala que vuela
con el aire metido entre sus pliegues,
y con él se deja en el otoño”.
El poeta sigue con su andadura en medio de unas geografías histéricas y, donde, la sorpresa, irónicamente, se manifiesta día a día al poder contemplar el nacimiento de una flor, el desarrollo de un trébol o, también, la nidificación de las aves que, seguramente, llegaron de lejos.
“Qué bellos se mantienen
estos almendros.
Y, sin embargo,
qué inquietante saber que la belleza
que ahora se les concede
es también la condena
de entregarse a una vida más efímera”:
los momentos en que nos es dado observar ese universo natural y hermoso, no es más que un motivo, extenso e intenso, para la inspiración del poeta y, por lo tanto, al contemplar esa buena disposición del azar para mantener los soportes de la existencia surge la plena alegría, la conciencia de reflexionar en torno a esos dones que, ineludiblemente, nos están siendo regalados cada minuto
Constantino Molina Monteagudo ha visto algunos de sus versos en las antologías “El llano en llamas”, precioso recuerdo del libro de Juan Rulfo, editada por Fractal Poesía 2011, Albacete) y “Tenían veinte años y estaban locos” (La Bella Varsovia, Córdoba, 2011) además de haber colaborado en revistas como Barcarola ó La galla ciencia. Habitante de una Castilla que muchos consideran residual y de una Mancha que, además de albergar el legado histórico de Miguel de Cervantes y su loco genial, el poeta parece que anda con pies de plomo para no descubrir el abandono de tan hermosos paisajes, tan delicados lagos, tan inquietantes colinas, su desconocidos volcanes o los tan afamados y productivos viñedos. Y ahí está el poema “Elogio del llano” donde
“Es la tierra vértigo lineal” o “Agua del valle” “Tan recogida/en su verdor/como estrella que brilla/en brazos de la noche”. Lo propio sale a la palestra como en las, no tan, visionarias certidumbres de Benjamín Palencia o en los poemas de los grandes líricos manchegos como Juan Alcaide, Félix Grande, Eladio Cabañero, Ángel Crespo o la conquense Acacia Uceta, de la cual acaba de editarse una magnífica y muy completa antología (Ediciones Vitrubio). Tal vez la preocupación de los poetas por su entorno, por sus aficiones, por sus formas de vida impregnen de continuo sus creaciones lírica. En “El vino” leemos:
“Sin hacer resistencia
cede al fuego el sarmiento su materia.
Apenas dura en ascua
su delgada madera,
que vuela convertida en mínimas pavesas”
que daría paso a la degustación del divino mosto, como hacen en Valdepeñas a finales de noviembre, hasta conseguir la dulce embriaguez de la vida conservada, al menos, mientras dure tan feliz libación.
“Es la tierra vértigo lineal” o “Agua del valle” “Tan recogida/en su verdor/como estrella que brilla/en brazos de la noche”. Lo propio sale a la palestra como en las, no tan, visionarias certidumbres de Benjamín Palencia o en los poemas de los grandes líricos manchegos como Juan Alcaide, Félix Grande, Eladio Cabañero, Ángel Crespo o la conquense Acacia Uceta, de la cual acaba de editarse una magnífica y muy completa antología (Ediciones Vitrubio). Tal vez la preocupación de los poetas por su entorno, por sus aficiones, por sus formas de vida impregnen de continuo sus creaciones lírica. En “El vino” leemos:
“Sin hacer resistencia
cede al fuego el sarmiento su materia.
Apenas dura en ascua
su delgada madera,
que vuela convertida en mínimas pavesas”
que daría paso a la degustación del divino mosto, como hacen en Valdepeñas a finales de noviembre, hasta conseguir la dulce embriaguez de la vida conservada, al menos, mientras dure tan feliz libación.
También hay en este poemario otros motivos, otras preferencias. Memorable “Esta música”, con briznas de Monteverdi:
“En sus acordes vibra
la melodía eterna de los tiempos,
la voz siempre pretérita y futura
del alma humana”,
analítico ese “Berlín, tratado de urbanismo”:
“Mira de qué manera
alzan su cuello
los cisnes del canal.
Parecen preguntarse,
en su interrogación estilizada,
por cuanto les rodea”
y esa leve queja que aparece en “Nocturno”: “¿Cómo ladran los perros esta noche?”. De todas formas, a lo largo de esta completa y ordenada colección de versos, aparecen los estímulos del buen gusto, la persistencia en la memoria de los viajes al centro de uno mismo y, como no circunstancial añadido, cierta lamentación ante lo incierto, irremediable, lo que está fuera de nuestro alcance.
“En sus acordes vibra
la melodía eterna de los tiempos,
la voz siempre pretérita y futura
del alma humana”,
analítico ese “Berlín, tratado de urbanismo”:
“Mira de qué manera
alzan su cuello
los cisnes del canal.
Parecen preguntarse,
en su interrogación estilizada,
por cuanto les rodea”
y esa leve queja que aparece en “Nocturno”: “¿Cómo ladran los perros esta noche?”. De todas formas, a lo largo de esta completa y ordenada colección de versos, aparecen los estímulos del buen gusto, la persistencia en la memoria de los viajes al centro de uno mismo y, como no circunstancial añadido, cierta lamentación ante lo incierto, irremediable, lo que está fuera de nuestro alcance.
Poesía repleta de ritmo, escrita en versos libres pero con una suave medida musical y cadencioso, la de este libro es, también la muestra de una visión del misterio de lo que, por aparentemente, sencillo tenemos tan a nuestra mano que, por ello, parece, puede, escapársenos. El azar, lo circunstancial, lo sobrevenido, lo fortuito, lo imprevisto, aquello que puede forman parte de algún desorden pende, según expresión del poeta, de una naturaleza donde el asombro, cierto misterio y, unas, distintas connotaciones literarias pueden llevarnos a comprender, a interpretar la observación del ser humano desde su atalaya de indagar preocupado por su futuro y el de los demás habitantes del planeta. La escritora leridana Cristina Lacasa ha dado a la imprenta muy interesante títulos en los cuales, con acertada inspiración, ha denunciado el abuso que, constantemente, hacemos de este universo regalado. Otra vez las aves en “Vencejos en la noche”:
“De noche,
bajo la luz azul de unas farolas,
te sobresalta un grito vertical
que vuela entre tejados y azoteas”.
Es como ver iluminadas las conciencias, sentir el sobresalto de lo externo, habitar el territorio de las especies aladas para sentirnos, algo al menos, protegidos o amparados en nuestro cubil de héroes del domingo. Pero, de todas formas, ya dijo Tomás Segovia que “La poesía es la única manera de decir la verdad” y, en poemas como “Exilios”, el poeta albacetense recupera la identidad de su espacio, la exacta descripción de un paisaje concreto, la necesaria identificación de la soledad:
“Tras el verano
van quedando vacías
las casas del pueblo.
Hay demasiada noche en sus inviernos
y las familias
escapan por las rutas de levante,
hacia un clima más cálido,
o de la ciudad, lejos
de esta intemperie cruel”.
Ese sería el cometido del poeta, como testigo efectivo, del mundo real, de las geografías propias, de la irresoluble circunstancia de la soledad. La poesía, ciertamente, dice la verdad, retrata los territorio de la ignominia o alerta ante el tímido espectáculo de la comprensión, la concordia, el amor: escuchemos el elegante erotismo de “No me acostumbro”:
“Semejante a un arroyo
tu cuerpo adquiere
un nuevo brillo a cada instante”.
Los senderos de la fabulación son inmensos, la capacidad de inventar leyendas permanentes es inagotable. En todo ello está la hábil instigación del poeta, la necesaria descripción de sus intimidades o la explícita reacción ante la belleza o más allá de los momentos de tristeza. Tal vez por eso Molina Monteagudo deja versos como los que componen el poema titulado “Luciérnagas”:
“Escribir en la noche
y sin saber.
Ir encendiendo
palabras
como luciérnagas
en roca árida.
Y sorprendernos,
y no saber
para admirar, así,
cada vez más
su interrogante maravilla”.
Esta lectura y la de otros versos nos permite apreciar un trabajo completo, incisivo, engrandecido por la profundidad de una reflexión constante y nos permite, a la vez, esperar nuevas entregas de ese autor que, como digno representante, de una excelente tierra de poetas observa la realidad para contarla y, justamente, planifica sus pasos para conocer los escenarios en que, todavía, es posible la vida y la solidaridad.
“De noche,
bajo la luz azul de unas farolas,
te sobresalta un grito vertical
que vuela entre tejados y azoteas”.
Es como ver iluminadas las conciencias, sentir el sobresalto de lo externo, habitar el territorio de las especies aladas para sentirnos, algo al menos, protegidos o amparados en nuestro cubil de héroes del domingo. Pero, de todas formas, ya dijo Tomás Segovia que “La poesía es la única manera de decir la verdad” y, en poemas como “Exilios”, el poeta albacetense recupera la identidad de su espacio, la exacta descripción de un paisaje concreto, la necesaria identificación de la soledad:
“Tras el verano
van quedando vacías
las casas del pueblo.
Hay demasiada noche en sus inviernos
y las familias
escapan por las rutas de levante,
hacia un clima más cálido,
o de la ciudad, lejos
de esta intemperie cruel”.
Ese sería el cometido del poeta, como testigo efectivo, del mundo real, de las geografías propias, de la irresoluble circunstancia de la soledad. La poesía, ciertamente, dice la verdad, retrata los territorio de la ignominia o alerta ante el tímido espectáculo de la comprensión, la concordia, el amor: escuchemos el elegante erotismo de “No me acostumbro”:
“Semejante a un arroyo
tu cuerpo adquiere
un nuevo brillo a cada instante”.
Los senderos de la fabulación son inmensos, la capacidad de inventar leyendas permanentes es inagotable. En todo ello está la hábil instigación del poeta, la necesaria descripción de sus intimidades o la explícita reacción ante la belleza o más allá de los momentos de tristeza. Tal vez por eso Molina Monteagudo deja versos como los que componen el poema titulado “Luciérnagas”:
“Escribir en la noche
y sin saber.
Ir encendiendo
palabras
como luciérnagas
en roca árida.
Y sorprendernos,
y no saber
para admirar, así,
cada vez más
su interrogante maravilla”.
Esta lectura y la de otros versos nos permite apreciar un trabajo completo, incisivo, engrandecido por la profundidad de una reflexión constante y nos permite, a la vez, esperar nuevas entregas de ese autor que, como digno representante, de una excelente tierra de poetas observa la realidad para contarla y, justamente, planifica sus pasos para conocer los escenarios en que, todavía, es posible la vida y la solidaridad.
Glorioso es el “Epitafio” que cierra el poemario
“Ni buscó la verdad, ni mendigó saberes.
En la noche escuchó cantar al ruiseñor,
y con su canto dentro, ignorando, vivió”.
Esta preciosa descripción de la escasa vida sobre la tierra, esa certeza de hallar una eternidad serena, nos podrían dar la clave de una existencia abocada a la referida concordia, a la exigencia de tener los sentidos atentos y, al final y por encima de todo, de ignorar las vilezas, y los seres infames, que nos rodean. Vivir así, posiblemente, es la mejor manera de huir de tanta iniquidad, oscuridad y desastre como, sin ningún reposo, nos atenazan.
“Ni buscó la verdad, ni mendigó saberes.
En la noche escuchó cantar al ruiseñor,
y con su canto dentro, ignorando, vivió”.
Esta preciosa descripción de la escasa vida sobre la tierra, esa certeza de hallar una eternidad serena, nos podrían dar la clave de una existencia abocada a la referida concordia, a la exigencia de tener los sentidos atentos y, al final y por encima de todo, de ignorar las vilezas, y los seres infames, que nos rodean. Vivir así, posiblemente, es la mejor manera de huir de tanta iniquidad, oscuridad y desastre como, sin ningún reposo, nos atenazan.