Ilyá Kamínsky
Nació en 1977 en Odessa, emigrando poco más tarde con su familia a los Estados Unidos.
Ilya Kaminsky nació en Odessa, antigua Unión Soviética en 1977, y llegó a Estados Unidos en 1993, cuando a su familia se le concedió asilo por parte del gobierno estadounidense.
Ilya es autor de Dancing In Odessa (Tupelo Press, 2004), que ganó el Premio de Escritores Whiting, la Academia Americana de Artes y Letras 'Metcalf Award, el Premio Dorset, el Ruth Lilly Fellowship otorgado anualmente por la revista Poesía. Dancing In Odessa fue nombrado Mejor Libro de Poesía del Año 2004 por la revista ForeWord Magazine. En 2008, fue galardonado con Kaminsky Lannan Literary Fellowship Foundation
Poemas de su nuevo manuscrito, Sordo República, recibieron los premios Poetry magazine's Levinson Prize and the Pushcart Prize.
Su antología de la poesía del siglo 20 en la traducción, Ecco Antología de Poesía Internacional, fue publicado por Harper Collins en marzo de 2010.
Sus poemas han sido traducidos a numerosas lenguas y sus libros han sido publicados en Holanda, Rusia, Francia, España. Otra traducción se publicará próximamente en China, donde su poesía fue galardonada con el Premio Internacional de Poesía Yinchuan.
Ilyá Kamínsky canta las palabras susurradas por Ícaro Por Miguel Veyrat, jueves, 04 de octubre de 2012 "Poesía es la fundación del Ser por la palabra"
Martin Heidegger
Hölderlin y la Esencia de la Poesía
No hace mucho, una institución virtual y pública en la que participo, me pidió que enviase algunas de mis citas poéticas preferidas. Sin dudarlo copié este hermosísimo verso de Ilyá Kamínsky en su traducción por Gustavo Adolfo Chaves: “Poeta es una voz, digo yo, como Ícaro, que se susurra a sí misma mientras cae”. Al instante caí en la cuenta de que al verso del poeta de Bailando en Odesa (1) lo precedía en mi cuaderno una afirmación de Novalis en sus Himnos a la noche que siempre me ha acompañado: “Cuanto más poético, más real. Pensé que mis lectores podrían pensar que ambos versos unidos podrían componer un oxímoron perfecto entre lo mítico irreal que se suele atribuir al hecho poético por los ignorantes y la convicción que alentamos muchos poetas, en cuanto a que el mundo real siempre lo construyen nuestros versos como quería Hölderlin. Está claro pues que esa impresión sería falsa, como también pensar que por ser ahora un escritor norteamericano, el poeta Kamínsky ha dejado de ser menos ruso, y menos aún, un judío ruso. Y su voz se vuelve todavía más real en cuanto que cae desde las antípodas de lo que solemos llamar civilización democrática occidental y en tanto que penetra en la sesera y el sistema emocional de su lector.
Mas no terminan ahí las supuestas contradicciones de la personalidad de este jovencísimo poeta ya reconocido, que nació en 1977 en Odessa, emigrando poco más tarde con su familia a los Estados Unidos. Es también un poeta sordo que compone frases musicales de un ritmo intenso y embriagador que lleva a recordar las palabras que él atribuye en un poema “a una turista americana”: todo lo que tenemos de musical es memoria. Verso que para mi propia memoria, supone una inesperada confirmación contemporánea del motto del alquimista Zenón de Montferrat, cuando inicia uno de sus grimorios escrito en Praga en 1313, convencido de que “la música es una metáfora del silencio”. Como del silencio anterior al pensamiento nacerá la palabra al intentar comunicar sus distintas elaboraciones, entre ellas su modulación más perfecta llamada poesía; como también de ese silencio interior de Ilyá Kamínsky brota una memoria oral susurrada por Ícaro en la contradanza de su descenso hasta el verso escrito. Digamos que, en principio, para mí —y creo que para cuantos lo puedan leer—, Ilyá Kamínsky se consagra con este libro como poeta en pleno vuelo al destino de “poeta mayor” en el sentido eliotiano. Si su dios omnipresente lo permite.
(…) Puedo cruzar la calle y preguntar «¿Qué año es?»
Puedo bailar mientras duermo y reírme
frente al espejo.
Hasta dormir es orar, Señor,
yo he de alabar tu locura, y
en un idioma no mío, hablaré
de la música que nos despierta, la música
en que nos movemos.
Hablará pues de la memoria “oracular” —en plenitud de sentido, polisemia abierta— de los fantasmas que recorren el libro verso a verso, en pos de su sufrimiento recordado y enunciado en canciones amargas que son de repente alegres, muy a menudo irónicas y frecuentemente acusatorias; siempre íntimas, penetrantes, agudas, tiernas o duras como el pedernal. Desfilan los fantasmas del poeta, haciendo de la muerte el continuum del presente que siempre opera la poesía sobre los personajes que la contuvieron y derramaron en palabras sobre las culturas del hombre. Desfilan como aves humanas chagallianas el propio Chagall y los demás poetas que comparecen en el inconostasio de la barbarie estalinista o nazi; desfila Paul Celan, desfilan Isaak Bábel, Iosip Brodsky, Milosz, la Ajmátova o Bulgákov… quienes por ensalmo de la “razón poética” formulada por María Zambrano —así mismo aparentemente contradictoria—, de repente actúan, de repente recorren Odessa conquistando muchachas en los tranvías o sacando a bailar a los taxistas.
Oscar Wilde recomendó a todos que procurásemos ser improbables; Gustavo A. Chaves, eficaz traductor de Kamínsky en lengua española, recoge el guante y afirma en su introducción que “(…) los poemas de Bailando en Odesa suenan improbables, pero no son inverosímiles: son el testimonio de una memoria en que literatura y vida se han mezclado de tal forma que son inseparables, tan inseparables como la vida del poeta y el recuerdo de la ciudad donde vivió su familia y él vio la luz. El reto de traducir a Kamínsky ha sido mantener esa extrañeza tan particular de su escritura, esa música notable y emocionante.” El costarricense Gustavo A. Chaves ha cumplido con su reto para estimar que “en cuanto a la forma y la expresión, el lector percibirá que resuenan en este libro lo mejor de la poesía norteamericana, desde Elizabeth Bishop a Mark Strand, John Ashbery o Charles Wright.” Exacto: de modo nada improbable este poeta merecería el asentimiento de Harold Bloom, quien no hubiese dudado en incluirlo —pese a sus caprichos— en un probable apéndice de la obra que él ha titulado La generación de Wallace Stevens, publicada recientemente la editorial mexicana Vaso Roto.
Para finalizar diremos que en plenitud de coherencia, el poeta ha dedicado el libro entero “a su familia”, padres, tías, amantes ocasionales e imaginarias como la turista americana que creía que la memoria era cuanto poseíamos de musical... y lo encomienda finalmente a aquel viajero emigrante —trasunto de Ahasverus— que surgiendo de la niebla de la Historia se hace omnipresente rubricando este mundo globalizado que no morirá jamás para la literatura. Como el eterno acorde universal que produce un cuerpo cayendo al agua desde la borda de un barco donde se posa por un segundo la voz de Ícaro, como un inmenso Albatros:
ENVOI
«Morirás en un barco de Yalta a Odesa.»
Una adivina, 1992.
¿Qué me ata a esta tierra? En Massachusetts,
los pájaros entran a la fuerza en mis poemas
—el mar se repite a sí mismo, se repite, se repite.
Bendigo el bote de Yalta a Odesa
y a cada pasajero, sus huesos, sus genitales,
bendigo el cielo dentro de su cuerpo,
el cielo mi medicina, el cielo mi país.
Bendigo el continente de gaviotas, el argumento de su orden.
El viento, mi amo
insiste en el gozo de álamos, de golondrinas,
bendice las cejas de una mujer, sus labios
y su sal, bendice la redondez
de su hombro. Su cara, una linterna
por la cual vivo mi vida.
Puedes hallarnos, Señor, ella es una mujer que baila con los
ojos cerrados
y yo un hombre que discute con ella
entre sillas y mesas y veladores.
Señor, danos lo que ya has dado.
Antología de Bailando en Odesa
(selección de poemas realizada por Gustavo A. Chaves)
Oración del autor
Si he de hablar por los muertos, tendré que abandonar
este animal que es mi cuerpo,
deberé escribir una y otra vez el mismo poema,
porque una página vacía es la bandera blanca de su rendición.
Si he de hablar por ellos, deberé caminar
sobre el filo de mí mismo, deberé vivir como un ciego
que corre por los cuartos
sin tocar los muebles.
Sí, estoy vivo. Puedo cruzar la calle y preguntar «¿Qué año es?»
Puedo bailar mientras duermo y reírme
frente al espejo.
Hasta dormir es orar, Señor,
yo he de alabar tu locura, y
en un idioma no mío, hablaré
de la música que nos despierta, la música
en que nos movemos. Pues cualquier cosa que diga
es una especie de súplica, y los más oscuros días
tendré que alabar.
Bailando en Odesa
En una ciudad gobernada conjuntamente por palomas y cuervos, las palomas cubrían el distrito central y los cuervos el mercado. Un niño sordo contó los pájaros que había en el
patio de su vecino, y obtuvo un número de cuatro dígitos. Marcó ese número en el teléfono y le declaró su amor a la voz del otro lado.
Mi secreto: a la edad de cuatro años me quedé sordo. Cuando perdí el oído, empecé a ver voces. En un tranvía lleno de gente, un hombre con un solo brazo me dijo que mi vida estaría misteriosamente conectada a la historia de mi país. Y sin embargo mi país ha desaparecido; sus ciudadanos se dan cita en sueños para realizar elecciones. El hombre no describió sus caras, sólo unos pocos nombres: Roldán, Aladino, Simbad.
Elegía por Josef Brodsky
En términos simples, puesto que la dulzura
entre líneas ya no es importante,
lo que tú llamas inmigración yo lo llamo suicidio.
Te envío, detrás de la puntuación,
noches desplegables de Nueva York, avenidas
que se deslizan hacia el cirílico
—el invierno enrolla palabras, arroja nieve en el viento.
Tú, en medio de una oración no escrita, te detienes,
exiliado a un lugar más lejos que el silencio.
Me fui para siempre de tu Rusia, con poemas cosidos en mi
almohada
apurándome hacia mi propio entrenamiento
para vivir con tus líneas
en el filo de una historia puesta contra sí misma.
Para vivir con tus líneas, esas donde se levantan las velas, las olas
golpean contra el granito de la ciudad en cada vocal,
páginas abiertas por sí mismas, una voz tranquila
habla del sufrimiento, del agua.
Dices tú que volvemos a donde cometimos
un crimen, pero no a donde hemos amado;
tus poemas son lobos que nos nutren con su leche.
Traté de imitarte por dos años. Era como quemarse
y cantar sobre quemarse. Me levanto
como si alguien me hubiera escupido.
A ti te avergonzarían estas líneas de madera,
la forma en que no me imagino tu muerte
aunque está aquí, prendiéndole fuego a mis manos.
Josef Brodsky
Josef se ganaba la vida dando clases de todo, desde ingeniería hasta griego. Sus ojos eran soñolientos y pequeños, su cara dominada por un enorme bigote como el de Nietzsche. Murmuraba. ¿Te gusta Brahms? No te puedo oír, le dije. ¿Qué tal Chopin? No te puedo oír. ¿Mozart? ¿Bach? ¿Beethoven? Tengo problemas de audición, ¿podría repetirme lo que dijo, por favor? Vas a tener mucho éxito en la música, dijo él.
Para conocerlo, me voy de vuelta al Leningrado de 1964. Las calles están endiabladamente frías: nos sentamos en el pavimento; él inicia abruptamente (una risa seca, un cigarrillo) para contarme la historia de su vida. Mientras hablamos, sus palabras se convierten en carámbanos. Yo las leo en el aire.
Isaac Bábel
No hubo mitología. Odiseo se ahorcó a sí mismo. Homero bebió hasta morir y apestaba a lodo. Isaac Bábel lo sabía.
—Soy un profesor de baile —decía al presentarse—. Conozco diferentes bailes: polka y tango y flamenco, y un baile de lujuria y gozo, de casado o de soltero.
—Odesa está en todos lados —dijo—. Pero sólo Odesa puede mover sus caderas mejor que Odesa. —Él bailaba descalzo para poder «conservar la mercancía». Cuando estaba borracho, Isaac se paraba en el pavimento y pedía un taxi.
—¿Estás libre? —preguntaba mientras abría una puerta.
—Sí —respondía el taxista.
—¿Sí? Bueno. Entonces, ¡sal del taxi y vete a bailar!
Un hombre agotado, cuando se reía, parecía estar absolutamente solo en la Tierra. Cuando ciertas mujeres pasaban por la calle, él se daba vuelta y decía por lo bajo: «¡Qué rebanada de pan que es ella, qué cálida rebanada de pan!»
—¿Qué piensa de Marina? —le pregunté muchas veces.
—¡Creo que es una mujer maravillosa!
—¿En serio? Ella siempre dice que usted es un idiota.
—Bueno, quizá los dos nos equivocamos.
Por muchos años, mis labios sellados guardaron la intoxicante historia de su locura. Cuando él contaba sus chistes, yo me reía con mis labios fuertemente apretados.
—¿Isaac estuvo bebiendo anoche? —preguntaba Marina.
—No estoy seguro. Pero cuando volvió a casa, pidió un espejo para ver quién había llegado.
NOTAS
(1) Ilyá Kamínsky: Bailando en Odesa, Libros del Aire, colección “Jardín Cerrado”, Madrid 2012. Edición bilingüe vertida a lengua española por Gustavo A. Chaves.