Francisco Andrés Escobar
Francisco Andrés Escobar (San Salvador, 10 de octubre de 1942 - 9 de mayo de 2010) fue un actor, escritor y periodista salvadoreño. Realizó estudios en licenciatura en Trabajo Social y Ciencias Políticas en la Universidad Centroamericana "José Simeón Cañas" y participó como actor protagónico o coprotagónico en diversas obras teatrales. También dirigió una pieza dramática de su propia autoría: Un tal Ignacio (1994), dedicada a la memoria del rector de la UCA, Ignacio Ellacuría.
Asimismo colaboró como periodista y articulista en la revista Estudios centroamericanos (ECA), a cuyo consejo de redacción perteneció entre 1979 y 1998, Revista Semana (ya desaparecida), y en los periódicos El Mundo y La Prensa Gráfica donde publicó sus ùltimos cuentos y crónicas.
Varios de sus poemas fueron conocidos en pliegos sueltos y opúsculos, titulados Antesala al silencio (1979), Nuestro Señor de las Milpas (1980) y Angelus (1980).
Entre sus obras publicadas se encuentran Andante cantabile (cuentos, San Salvador, Ahora, 1973, con prólogo de la Dra. Matilde Elena López), Una historia de pájaros y niebla (San José, Costa Rica, 1978 y 1981, con palabras prologales de Franz Bargaz), Petición y ofrenda (poesía, San Salvador, UCA Editores, 1979, con prólogo de Ítalo López Vallecillos), Ofertorio (poesía, San Salvador, Comisión Nacional de Justicia y Paz, ¿1979?, con ilustraciones de Edgardo Valencia), Agnus Dei-Bendición de la nana-Monólogo interior frente a mi hijo (poesía, en la compilación Desde que el alba quiso, Nueva San Salvador, 1995), Solamente una vez (antología poética, San Salvador, DPI-CONCULTURA, 1997) y El país de donde vengo (San Salvador, 1998, compilación de algunas de sus crónicas personales, aparecidas desde hace varios años en las páginas sabatinas de La Prensa Gráfica).
Petición y ofrenda
I
La media noche
Detuvo sus andares
Junto a un leve murmullo de pupilas.
Después…
Un buceo lentísimo,
Un sondeo profundo en aguas verdes,
En verde clorofila
Poseedora de una luz magnífica.
Un viaje lento, de canoa suave,
Hacia las luminosas oquedades del espíritu.
II
Es cierto que he llegado un poco tarde.
Es cierto
Que no estuve ante tus lágrimas
Y que arribo con años de retraso
Para entender el cauce de tu llanto
Que se enrolla en potentes espirales
Y se adentra en el vértigo,
En sí mismo.
Es cierto que tus manos fueron solas
Por el camino de las adivinanzas,
Que hay historias de gnomos que no oíste,
Que llevas mil preguntas escondidas
Y canciones de sueños mutiladas.
También es cierto que,
De alguna manera,
Has visto el rostro de la desesperanza.
Palpaste muy temprano
El calor de las piedras del camino
… y fuiste sin sandalias.
En la edad de la aurora
Tormentas pequeñísimas generaron violentos huracanes
Y vives la ambivalencia de la hoja:
Marcharse con el viento
O agarrarse con desesperación a la rama
En espera de un tiempo más dorado.
III
¡Si tan sólo yo hubiera llegado antes!
Si tan sólo en el verde de mi entraña
Hubieras blasonado tu linaje,
Esta oscura marea en que me agoto
Sería rumor de ángeles
Y el temblor vacilante de mis manos
Poesía terminada.
Si tan sólo yo hubiera llagado antes
Al encuentro genuino de tus pasos
Hubiéramos unido soledades
Para hacerle un altar a la esperanza.
IV
Una de las cosas más claras que aprendí
En la escuela de los caminos que anduve
Es que siempre se puede
Poner fuera de lugar a la desesperación.
Aprendí también que el llanto y la sonrisa
Hay que llevarlos sobre pleno rostro,
Sin ocultar con máscaras ambiguas
El tropismo natural de la raíz íntima.
Aprendí que es posible volver sobre los pasos
Para encontrar el medallón perdido
Y hacerlo refulgir en la garganta.
Aprendí que en el espacio entre dos soles
Hay un remanso de hondo pensamiento;
Que cada noche es “este día” una vez,
Que cada día es “este día”, también sólo una vez,
Y que es posible alcanzar
La luz agotada del ocaso
Y renacer con ella la mañana siguiente.
Aprendí que no es el tiempo que encierra la pupila
Lo que la hace sabia y cercana:
Es más bien la posibilidad de mirar cara a cara
En otros ojos
Lo que le da la fuerza para salvar
Y salvarse,
Para reconstruir,
Para crecer,
Para vivir en la exacta dimensión
De lo que piden las fuerzas humanas.
Aprendí, finalmente,
Que entre las cosas que nos hieren
Flota una Presencia Suave
Que conoce el volumen del grito desgarrado.
Agnus Dei
I
Hermoso lobo blanco,
Ángel viejo,
Mi padre:
Ahora que los días están idos
Y que un rubio verano me acompaña,
Es tiempo de una carta.
¡Hay tantas cosas que no quedan dichas!
¡Hay tanto amor que siempre nos negamos
por humanos y débiles,
por hombres confundidos!
Y esa oquedad hay que salvarla, padre,
No sea que después los precipicios
Nos dejen sin palabra,
O con palabra extraña que no podemos ni siquiera oírla.
II
Se puede retornar sobre la vida.
No sobre el tiempo, porque él es fijo, exacto
Y no admite reveses de los hombres;
Pero quedan caminos, padre mío,
Que nunca conocimos.
Hay rutas misteriosas que bordean
Las entrañas del alma
Y que por laberintos de extrañeza
Conducen a uno mismo.
IV
Al fin vino tu rostro
A dar respuesta a mi pregunta interna.
Mi universo interior estuvo florecido
… porque te conocía.
Las voces que me hablaron de tu nombre,
Los santos,
Los juguetes,
Mis imaginaciones:
Resultaron pequeños.
¡Eras más grande de lo imaginado,
más poderoso que mis construcciones!
Te amé entonces, aún más,
Y entonces ya mi amor tenía rostro.
De la hostia, la sangre y la arboleda.
I
La grama tiene sangre en la pupila
y grumos de sustancia el muro inerte.
Linfa dolida repta entre las hojas...
¡Y una gran pesadumbre en la arboleda!
Quebrado el cuerpo, y más ausente el alma,
rotos los verbos por injusto fuego.
Tiñe la muerte con su caldo el suelo...
¡Y una gran pesadumbre en la arboleda!
II
Ya no puedo atajar este silencio.
Se me escapa la voz del mudo duelo,
pues si el temblor no vino ante el despojo
y hasta mudos mis ojos parecieron,
es porque, a veces, el dolor nos vuelve
como estatuas de mármol, o de yeso:
cierra el párpado el dique de pesares,
el labio sella su palabra agreste,
sonámbula frialdad apresa el cuerpo
y el alma vaga sobre extraña fiebre.
No quiere maldecir. No es la blasfemia
el clamor de los labios taciturnos.
Ni los señalamientos. Ni los retos.
Ni las reivindicadas consecuencias...
Es otra cosa... ¡Dios!... es otra cosa...
... ¡mi pozo de dolor se enraíza adentro!...
¡Es la noche del débil peregrino
al extraviar la luz de su sendero!
III
Usted, mi don Ignacio, era otro padre:
padre de quien no tiene más que sueños,
padre de quien no habla porque el miedo
le cercena la voz, le mata el gesto.
Usted, mi don Ignacio, era otro padre:
padre de estos eriales y senderos
donde, escasa la luz y corto el verbo,
el mal se ensaña entre los más pequeños.
A usted, mi padre Ignacio, no lo oyeron.
A usted nos lo mataron... así... en seco...
y hoy nos queda esta sangre barboteante...
¡y una gran pesadumbre en la arboleda!
Usted dejó su España, don Ignacio,
y optó por el dolor de esta otra tierra.
Y aquí, mi gran rector, en este insomne
país de las insidias y violencias,
país de las conjuras y denuestos,
- ¡¡país simiesco de alarido y miedo!!
usted su verbo iluminado
y en sangre dio su aurora más cimera.
Usted vino con Rahner y Zubiri
acobijados en morral de sueños.
Y buscó interpretar las realidades,
e imponer la razón como criterio
para encarnar de Dios su mandamiento
de empezar en la historia el alto Reino.
Usted, mi don Ignacio - el Unamuno
de esta su Salamanca que acompaña
la pasión y la sed salvadoreñas -
se internó en la verdad más dolorosa,
descendió a sus raíces más primeras,
y luego la entregó como maestro,
o la vertió en palabras de profeta.
Usted hubo de habérselas, maestro,
con la ciega corriente de los odios
donde luchan los hombres por poderes
colocados en márgenes opuestos.
Y allí quiso mediar. Y confundieron:
vieron la espina en el lugar del beso.
Y en vez de aprovechar su augusta estirpe
para ordenar "la patria mal vivida"
- Como dice otro grande entre poetas -
trajeron a la muerte por consorte,
cegaron con el odio su ojo ciego,
y en la noche de sombras y alaridos
fundieron la esperanza en el silencio.