Jimmy Santiago Baca (Santa Fe, Nuevo México, Estados Unidos, 2 de enero de 1952) es un escritor estadounidense.
Sus padres lo abandonaron a la edad de dos años y vivió con su abuela antes de ingresar en un orfanato, de donde se fugó a la edad de trece años. A los veintiún años fue condenado a cinco años en una prisión de máxima seguridad por problemas con las drogas. En la prisión aprendió a leer y escribir y comenzó a componer poesía. Además de varias novelas y colecciones poéticas, Baca escribió el guion para la película Blood in Blood Out, que fue distribuida por Hollywood Pictures en 1993.
Traducción de Ilan Stavans
Ya
tu idioma de lluvia no desgasta mis pensamientos,
ni tu idioma de aire fresco de la mañana
desgasta mi cara,
ni tu idioma de raíces y flores
desgasta mis huesos.
No longer
does your language of rain wear away my thoughts,
nor your language of fresh morning air
wear away my face,
nor your language of roots and blossoms
wear away my bones.
y yo rezaba en abalorios de grano de maíz azul,
deslizados del pulgar a la tierra,
mientras el tambor de piel de venado de mi corazón
palpitaba suavemente y yo cantaba
toda tierra es sagrada,
toda tierra es sagrada,
toda tierra es sagrada,
toda tierra es sagrada,
and I prayed on beads of blue corn kernels,
slipped from thumb to earth,
while deerskinned drumhead of my heart
gently pounded and I sang
all earth is holy,
all earth is holy,
all earth is holy,
all earth is holy,
de Martín
I
Pinos Wells —
ahora un pueblo abandonado.
La presencia de quienes vivieron
en estas casas de adobe que se están viniendo abajo
persiste en el aire
como un cuadro
suprimido
que deja su antigua presencia en la pared.
En el polvo de corral
los frascos de medicina
mantienen la luz solar oxidada
que secó este pueblo
hace 30 años.
Los cobertizos tiznados se oxidan
en púas diablas.
En las vigas del establo cuelgan
telarañas, tan intrincadas como los manteles que
abuelita tejía a crochet para los salones
de los rancheros adinerados de Estancia.
Ahora ella teje sedosos huevos de araña.
Mi mente rodea las cenizas cálidas de los recuerdos,
las imágenes con bordes oscuros de mi historia.
Sobre ese campo
barrí a mano
la tierra suelta e hice un fortín en las dunas.
Sonidos de ocio del caballo de Villa
alcé mi cuerpo y relinchaba a mala hierba.
Del orfanato mi tía Jenny
me llevó a Pinos Wells
para visitar a abuelita. Toda la tarde del sábado
sus dedos nudosos
abrían las páginas de los álbumes de fotos
como telones llamando a escena,
los extraños actores de mi familia mestiza
se inclinaban ante mí, vistiendo trajes vaqueros,
overoles de mecánico en los campos con azadones en las manos.
En la misa de las seis
con las manos apretadas cuchicheé
al Cristo encadenado con sangre en la cruz,
suplicándole que me diera la compañía de mi pasado
— entregándome a Cristo quien nunca diría a nadie
cómo, bajo el sol de la tarde en Santa Fe,
dormía el gallo y las hormigas negras
que formaron rosarios sobre el patio de tierra dura
cuando . . .
El barrio de Sanjo,
los chucos estacionados
frente al puesto de hamburguesas de Lionel
para mirar a Las Muñequitas
paseándose en coche por la avenida Central,
con la emoción cromada de los Chevies ’57
relampagueando en sus ojos.
En el callejón detrás de Licores Jack
los perros se pelean por un burrito
caído del bolsillo del abrigo de un borracho.
La ambulancia grita por la calle Edith
para entrar en Sanjo donde Felipe sangra whiskey rojo
por las heridas de cuchillo.
En la calle Walter
suenan los teléfonos en los departamentos de ladrillo rojo
mientras al otro lado de Broadway bajo el puente Guadalupe
los gitanos vagabundos y los mexicanos toman Tokay.
Corridos—
las sillas se astillan sobre pisos de cocina—
las voces discuten en porches oscuros—
las puertas se cierran con rabia de un portazo—
las botellas de Seagrams se hacen añicos en la calle—
Quedé atrapado
en Sanjo, en mi propio cuerpo moreno,
sin saber cómo nadar
mientras las lenguas azotaban una advertencia de rocío blanco,
de tormentas por venir,
yo recé.
De niño, en Santa Fe,
yo miraba los tractores rojos desmoronando la tierra,
el fuego negro de las sierras ovaladas
volteando a su paso una estela de hojas quemadas y tallos de mazorca,
mientras yo recogía comas verdes y rojas
de vidrios rotos en mi jardín,
y retozaba en barro de troncos-tumbas caídas de álamos
que echaban vapor en el amanecer junto a la zanja.
Entonces,
se detuvo
el cuento de hadas de mi pequeña vida
cuando mamá y papá
me abandonaron, y gritaron los antiguos dioses serranos de mis sentimientos
en las cuevas de mis sentidos,
y la planta de semillero de maíz que era micorazón
se marchitó—como una lombriz fuera de la tierra,
surgí ante el mundo oscuro de la libertad.
Me escapé del orfanato a los diez años,
trabajé en el Taller de Metal en Planchas de Roger.
Abría la ventana para dejar que la brisa de la mañana
me refrescara mi cuerpo de niño, y espantara
los gorriones de su nido en el alféizar de la ventana.
En el Hostal Conquistador en la South Central
le hice el amor a Lolita, y después de que supo su padre, Lolita
se cortó las venas
sentada sobre el inodoro, la sangre garabateándose
sobre el linóleo amarillo,
mientras su hermano me apartaba de un empujón, la subía,
y se iba con ella en coche, yo me despedí con la cabeza.
En la adolescencia
yo buscaba esa conexión oscura
de palabras transformadas en acciones, de sueños hechos realidad,
como la incursión de Tijerina en el juzgado,
de César Chávez y miles de braceros
soportando los cabos sangrientos de garrotes de policía
que les pegaban mientras ellos continuaban su marcha.
Yo saqueaba las tiendas del centro
en busca de abrigos que dar a mis amigos,
y la Guardia Nacional me asaltó con gas lacrimógeno
en el Parque Roosevelt cuando redujimos a cenizas
una patrulla.
Él le dio de garrotazos a una Chicana por haberles contestado.
En la West Mesa,
yo tomaba caminatas y estaba atento para ver si oía una canción
que me viniera a mí, una canción de una vida mejor,
mientras una vieja india navajo quedaba sentada en su guacal
y gemía con labios mojados a la botella de vino vacía,
delante del mercado de Louie
y los borrachos pegajosos se acercaban al sol al lado de la pared,
tabaleándose,
gimiendo entre dientes súplicas para recibir dinero.
Los vatos en Barelas
se recargaban hacia atrás en sus chaquetones
contra el viento invernal, las caras templadas
con cicatrices, mientras traqueteaban por los callejones de guijarros
a la casa de su conexión.
En la Universidad de Nuevo México
los chicanos eruditos
arrastraban ideas cargadas de libros a la cama
y las hojeaban sin reposo
mientras yo dormía bajo los álamos
por el Río Grande
y me paseaba en coche con Pedro
tomando whisky por las montañas Sangre de Cristo
hasta que nos tirábamos en un cañón
por una curva cerrada y nevada una mañana de diciembre,
y yo llevaba su cadáver a una casa de labranza.
Meses después, me puse en camino al oeste
por la I-40,
en mi Karmen Ghia abollado.
Desesperado por comenzar de nuevo
la puesta del sol en la cara,
hablé con la Tierra—
He estado separado ti Madre Tierra.
Ya
tu idioma de lluvia no desgasta mis pensamientos,
ni tu idioma de aire fresco de la mañana
desgasta mi cara,ni tu idioma de raíces y flores
desgasta mis huesos.
Pero cuando yo vuelva, me convertiré de nuevo en tu niño,
dejaré que me tomen tus manos verdes de alfalfa,
dejaré que tus raíces de maíz se metan en mí
y me entregaré a ti de nuevo,
con la grulla, el olmo y el sol.
En suelo firme. (Fragmento)
Traducción de Manu Berástegui.
TERREMOTOS CURATIVOS
En pequeños jardines fui hechizado por
Monjas cultivado en el orfanato,
Por calles desgarradas y retorcidas como corteza seca
Viví como un insecto,
Por todos los escritores y artistas de América
Que nunca escribieron mi historia,
Por todos los documentos oficiales que engañaron
a mis ancestros.
Silenciosamente a solas está Terremotos Curativos,
Se acerca por los lados
Por el alcoholismo de nudos negros de mi padre,
Por las frías y profundas entrañas de la esperanza,
Por las palas de los albañiles con sombrero
Y los obreros que extienden el mortero fresco,
Por todos los chicanos en camiseta de trabajo,
A los guardas torvos que se libraron de sus cadenas,
A las casas destartaladas de los pobres,
Por las Mágnums y las carabinas con cola de escorpión
Que empuña un escuadrón de muerte,
Terremotos Curativos surge de las ruinas y los escombros
Escupiendo su propio cuerpo y su corazón,
En un millón de voces y caras,
Musitando por debajo de sus vientos interrumpidos,
Atraviesa despacio mi alma rasgada con una sacudida de furia,
En el centro de su marca se apoya invicto.
Yo soy Terremotos Curativos
No en la ascendente convulsión giratoria de la bomba atómica
Ni en la explosión y el simbólico despegue de un cohete,
Un hombre inferior según todos los libros de leyes,
Un hombre que se despierta al día sobre un suelo firme
Y tierra que defender.
En suelo firme. (Fragmento)
Tenía cinco años la primera vez que pisé una cárcel. Un policía se presentó en la puerta una noche y le dijo a mamá que la necesitaban en la comisaría. Me llevó con ella. Cuando llegamos al mostrador de recepción, el capitán le preguntó:
- ¿Está usted casada con Damacio Baca?
- Sí.
- Está detenido por conducir borracho. Su fianza es de cien dólares. Firme aquí y asegúrese de que se presenta al juicio.
- ¿Qué es eso?
- Los papeles para dejarlo libre.
El capitán analizó su titubeo.
- Entonces se quedará aquí hasta su comparecencia.
El capitán se encogió de hombros, sorprendido por la reacción de ella, y nos acompañó por delante de los calabozos hasta el cuchitril de los borrachos.
Olía a orina y a vómitos de whisky. Me agarré con fuerza a la mano de mi madre. Los pasillos eran oscuros y sombríos, y el menor sonido retumbaba inquietante contra las paredes. Nos detuvimos frente a una celda ocupada por hombres sentados con la mirada fija en la pared de enfrente. Algunos estaban tirados en el suelo, sin conocimiento.
...
Las cosas iban cada vez más deprisa, más enloquecidas y fuera de control. Mi vida no tenía ningún orden. Las complicaciones se presentaban de día y de noche y, tras seis meses, empezaban a crisparme los nervios. Clientes nuevos, cargamentos mayores, llamadas a cualquier hora de la noche, esperas y preocupaciones sobre quién era de confianza; fiar hierba y esperar a que te pagaran; esperar noticias de cargamentos en ruta a sus destinos y otros cien detalles. Para relajarnos, Lonnie y yo nos fuimos un domingo a un lago en las afueras de Yuma. Carey había pillado un poco de PCP en la base. Nos dijo que estaba buena. Lonnie y yo mezclamos un poco del polvo blanco con nuestros refrescos y en menos de una hora estábamos inmersos en la peor pesadilla de nuestras vidas. Duró dos días, y cuando conseguimos salir de ella decidimos dejar el negocio. Después de aquella experiencia Lonnie y yo empezamos a rezar, algo que no habíamos hecho nunca, pero los demonios y los fantasmas que atacaron nuestras mentes durante el viaje nos llevaron a pensar en la suerte que teníamos de estar vivos. Sólo teníamos veinte años. No queríamos pasar el resto de nuestras vidas vegetando en un manicomio.
...
Escribí, volcando toda mi frustración en el diario, hasta que tuve calambres en los dedos. Me senté en la litera para pensar en él y recordé lo meticuloso que era en su trabajo de carpintería. Reconocería hasta la menor grieta del suelo de hormigón de mi celda; sólo con ver la trayectoria de la llana del albañil en la pared habría sabido de la habilidad del obrero. Estudié la oxidación de los barrotes, donde el soldador había aplicado demasiado, o demasiado poco, el soplete; los desconchones de la espesa pintura al plomo; las huellas de unas manos sudorosas que habían quitado el exceso de pintura en algunas partes. Café, sangre y orina manchaban la funda rasgada del colchón; el hormigón de debajo del camastro, donde los presos ponían sus pies descalzos al levantarse cada mañana, estaba ligeramente más descolorido. Contemplé las pequeñas abolladuras redondeadas en las que un hombre había volcado su furia dando un puñetazo en la superficie de acero del camastro; los huecos del colchón donde un hombre se había masturbado noche tras noche durante años. A Mieyo, como a mí mismo, le habría dado náuseas el hedor masculino de los cuerpos encarcelados, el tufo a hombre encerrado, el ruido de los portazos de las verjas de hierro; le habrían estomagado los muros del encierro, las pintadas de desánimo y venganza, las cucarachas entre los barrotes, los presos pendencieros, los guardas arrogantes, las torres de vigilancia y el alambre de espino. En el fondo de nuestros corazones tanto Mieyo como yo éramos buenas personas, sedientas de afecto y ansiosas por llevar una vida decente. Y mientras yo intentaba reconstituir poco a poco mi vida a base de libros y escritura, Mieyo, en el extremo opuesto, se había condenado a sí mismo a un aislamiento cada vez más y más profundo, a un lugar en el que no le podía ayudar como había hecho una vez cuando era su hermano pequeño.
Jimmy Santiago Baca. En suelo firme. Alfaguara, 2002. De la traducción: Manu Berástegui. Fotografía de cubierta: William Scott.